Opinión
Breve reflexión en torno a la secesión y el centralismo
El centralismo de izquierdas, plena e inconscientemente identificado con el principio de soberanía nacional, no puede plantear salidas a la revuelta catalana si no es en términos de una valoración positiva del tumulto secesionista.

De los usos y abusos que de Maquiavelo se han hecho en la historia reciente de la filosofía política, poco más se puede decir. No es mi intención, por tanto, contribuir al debate. Sí que me gustaría, sin embargo, hacer una breve apreciación en torno al concepto de división en el contexto de la crisis actual.
La división en el seno de la sociedad es tomada por algunas líneas de reflexión como una muestra de su vitalidad. El conflicto o el tumulto, asentado en el seno de una sociedad que se mantiene abierta o dividida, es productora de buenas leyes, recordó Maquiavelo. Ese conflicto, ese desacuerdo, produce diferencias y heterogeneidad. Es la pulsión del desorden que late inagotable otorgando dinamismo a lo social. Esto sería, al final, lo característico de la plebe, así como de cierta experiencia plebeya, que en insurrecciones puntuales a lo largo de la historia (Martin Breaugh, L’expérience plébéienne), es capaz de inscribir reiteradamente la república, la cosa pública y la libertad política en el seno de la sociedad. Todo esto es veraz y bienintencionado, pero, a la luz de lo acontecido recientemente, es necesario volver a la afirmación según la cual del tumulto nacen las buenas leyes.
La división productora de diferencias y el caos tumultuario es subordinada en último término al orden, esto es, que sirve a cierta cohesión social de la que no puede distinguirse completamente
Esta no dice otra cosa que de la división, del desacuerdo, de la suspensión más o menos continuada del mando, nace un marco normativo más libre y, por tanto, un orden social más deseable. Pero de esto se deduce que la división productora de diferencias y el caos tumultuario es subordinada en último término al orden, esto es, que sirve a cierta cohesión social de la que no puede distinguirse completamente. Recordemos que no se trata de la producción de leyes cualesquiera, de leyes tiránicas o principescas, sino de “buenas leyes”. Se introduce aquí una dimensión evaluativa, una valoración positiva del resultado de las fricciones entre el tumulto y el derecho, entre la indistinción emancipadora y la prerrogativa asociada al mando.
Solón de Atenas se enfrentó siglos antes que Maquiavelo a una insurrección absolutamente excesiva, que resolvió políticamente mediante algo que se resume bajo el rótulo de eunomía, buen orden o buen gobierno, buen marco legislativo diríamos hoy. La correlación entre tumulto y buenas leyes no significó en la reforma de Solón otra cosa que el equilibrio negociado entre masa y élite, démos y aristocracia. La palanca que posibilitó la restauración del orden fue la idea de medida y proporcionalidad, que Solón identificó con la justicia. El buen orden resultó ser inseparable de cierta represión (el pueblo fue llamado a pagar con dolor su “enorme arrogancia”) y de un reparto proporcional de los honores (dar a cada cual lo que toca…). Cómo no, se dieron importantes mejoras sociales como efecto del conflicto civil.
No olvidemos, sin embargo, que Solón fue una figura plenipotenciaria, cuasi tiránica como muchos comentaristas han notado (y digo cuasi no porque no gozara de los poderes de un monarca, sino porque simplemente aceptó el relevo en el mando). Solón el reformador fue ante todo una figura de orden y su reforma ha de ser entendida sino como el esfuerzo impetuoso por restablecer la normalidad cívica. Solón no vino a fundar la democracia sino a frenar el igualitarismo excesivo de una insurrección popular. Su triunfo residió en ser capaz de introducir el conflicto civil en una dinámica de la negociación que garantizaba, por ejemplo, la salvaguarda de las relaciones de propiedad oligárquicas.
Desde un punto de vista moderno, diríamos que se concentraban en su figura el báculo y la espada del soberano, que hoy se expresan en la figura bifaz del rey y el presidente del Ejecutivo: uno promete proporcionalidad al tiempo que el otro impone mediante la espada el marco indivisible dentro del cual se decide qué tumultos (qué divisiones) son aceptables y en qué medida. El centralismo de izquierdas, plena e inconscientemente identificado con el principio de soberanía nacional, no puede plantear salidas a la revuelta catalana si no es en términos de una valoración positiva del tumulto secesionista, ya que es promesa de “buenas leyes”, de mejoras en la convivencia, si es tratado con la sensibilidad que exige el “buen desacuerdo”. Olvidan así, además de lo moralizantes que resultan sus comentarios, que sus palabras presuponen en silencio la espada, porque son incapaces de apreciar en la secesión plebeya que tanto vanaglorian un potencial de ruptura efectiva y decisiva del principio soberano con el que se identifican.
Si la secesión deviniera irreversible (y esta es la posibilidad subrepticia que hace tan apasionada la crisis actual), no reelaboraría tanto el encaje territorial, las reglas de la convivencia o el significado de España; simplemente destruiría la idea misma de España como nación y unidad política central y centralizadora
En otros términos, son incapaces de renunciar al monopolio del mando, a la monarkhía en un sentido estricto, y se niegan a abandonar la correspondiente posición central, que no es otra que la del príncipe: el báculo para las bondades del tumulto, la espada para la imposición de lo que hay. Es esta la verdad implícita del centralismo del desacuerdo, amante de la diversidad. Y esto es así porque si la secesión deviniera irreversible (y esta es la posibilidad subrepticia que hace tan apasionada la crisis actual), no reelaboraría tanto el encaje territorial, las reglas de la convivencia o el significado de España; simplemente destruiría la idea misma de España como nación y unidad política central y centralizadora. Lo cual, dicho sea de paso, abriría posibilidades políticas inéditas, que cualquier posicionamiento radical debería, al menos, tomar en consideración o hacerlas objeto de reflexión.
Se cuenta habitualmente el acontecimiento de la secesión aventina (que concluyó con el fin de la división jurídica entre patricios y plebeyos hacia el 287 a.c.), como un camino de ida y vuelta donde el tumulto se canjeó por leyes buenas. Pero si tomamos en serio el sentido de toda secesión, hemos de aceptar que siempre se emprende a condición de asumir, como su posibilidad necesaria e ineludible, el no retorno. Ese es el vacío al que la división alude y que muchos prefieren ignorar. La pregunta política relevante es, por tanto, la siguiente: ¿cuánto tumulto, cuánta división cabe en el marco del principado español? O mejor: ¿hasta dónde son capaces los defensores de la división y el desacuerdo “amable” de amar ellos mismos la secesión? ¿Estamos dispuestos a pensar el desacuerdo sin presuponer que la ruptura se reconducirá, tarde o temprano? Amar la división a medias, amar tibiamente la secessio, sea del tipo que sea, esto es, sin exponerse al vacío y medirse con el exceso al que alude, es hacerla funcionaria del orden y el consenso, ponerla a trabajar para el Leviathan de turno, a la espera de obtener finalmente el rédito de “las buenas leyes” que lo reforzarían.
Tumultos plurales y leyes buenas. La Grecia antigua nunca se libró a esta fricción. De ahí que la ciudad griega no pudo nunca escapar a la oposición masa/élite, y mucho menos a la dualidad gobernar/ser gobernado, incluso después de las reformas de Clístenes. Los dos humores maquiavélicos propios de toda sociedad (voluntad de dominio y voluntad de libertad) quedan así entrelazados, como dos cuerpos que se repelen y se combaten hasta quedar ahítos, complementándose siempre en el seno del cuerpo inalterable del soberano. La ciudad dividida resulta ser al final una ciudad unida.
Es extraño que fuera Platón quien caracterizara el desacuerdo y la división de forma verdaderamente radical, en su crítica al igualitarismo del libro VIII de La república: “Y el hecho —dije— de que en esa ciudad no sea obligatorio gobernar, ni aun para quien sea capaz de hacerlo, ni tampoco el obedecer si uno no quiere, ni guerrear cuando los demás guerrean, ni estar en paz, si no quieres paz, cuando los demás lo están, ni abstenerte de gobernar ni de juzgar, si se te antoja hacerlo, aunque haya una ley que te prohíba gobernar y juzgar, ¿no es esa una práctica maravillosamente agradable a primera vista?”.
La igualdad, que en el mismo fragmento es caracterizada con un manto colorido y abigarrado, queda descrita aquí como la división anárquica, bárbara, extramuros si se quiere, de lo político. Es ajena a la voluntad de dominio y de libertad, tanto como a la dualidad gobernar/ser gobernado. Esta igualdad imposible y necesaria presupone la división, sin subordinarla al beneficio de una ulterior cohesión normativa mediante la producción de “leyes buenas”. Es indiferente al báculo y a la espada soberanas, a la moral y a la violencia del príncipe. Apunta a un máximo de diseminación de su poder: celebra, como Baco, el cuerpo descuartizado (¿dividido?) del monarca Penteo en Las bacantes. Es del orden de la división en un sentido radical, y por tanto es capaz de tomarse la secesión y la división en serio, en su ambigüedad decisiva e incierta, pues ignora posición central o privilegiada alguna, desde la cual poder evaluar los tumultos sin explorar el vacío y las potencialidades a las que apunta.
La evaluación favorable que algunos hacen hoy de la división tumultuaria no es meramente apreciativa, pues su lugar de enunciación es el lugar de la decisión soberana. Por eso el centralismo (diverso o no, consciente o no) es esencialmente arcaizante. Sigue fielmente la siguiente consigna económica: que todo vuelva, dice, que haya retorno, beneficio o ganancia, y nunca pérdida, ya sea en forma de convivencia, diálogo, de “buenas leyes”, como un aire fresco que mejoraría una república incapaz ya de distinguirse de un principado.
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