Primeros días de un noviembre extraño. Una tarde de un otoño tardío, en Cáceres. El color grisáceo del cielo contrasta con el barullo de luces y colores que poco a poco comienza a concentrarse en el centro de la ciudad. El histórico Gran Teatro, edifico público destinado a eventos culturales, ha abierto sus puertas por completo, de par en par, tanto que casi optan por sacarlas de los marcos. La estructura, ahora hueca y llena de agujeros, va a acoger un espectáculo errante que recorre las remotas tierras extremeñas. Desde que se oyeron los primeros tambores y platillos en la lejanía de los Llanos, se habían tensado los músculos de sus habitantes y las piedras de sus monumentos, como si repentinamente hubiese aumentado la presión atmosférica, o como si el suelo empujase maliciosamente hacia arriba, desoyendo a la gravedad. Muchos de ellos, especialmente ellos, con o al final, otean entusiasmados la caravana de furgonetas opacas, desde unas casas convertidas en torres-miradores gaditanos.
Detrás de sus cristales, apoltronado en los asientos de atrás, el instigador de todo aquello inspecciona, seguramente aburrido, la hilera de fanáticos jóvenes, y no tan jóvenes, que aguardan con las pulsaciones aceleradas. El líder de Vox, S. Abascal, pone un primer pie, el derecho, en los adoquines de la entrada principal. Nada más volverse, alza el brazo, bien arriba y casi perpendicular al suelo, para que no haya dudas. El vocerío de respuesta es ensordecedor. Frente a ellos, un grupo de manifestantes antifascistas protesta contra la infiltración ultra en las instituciones públicas cacereñas. Armados hasta los dientes con banderas y pulseras rojigualdas, los adolescentes, junto con los señores que esperan en la cola, se entretienen cruzando insultos y descalificaciones contra los colectivos denunciantes, encarándose repetidamente, resultando cómico en ocasiones, y difuminando el espacio generacional que en teoría les separa.
Aquellos chicos jóvenes, muchos de ellos ni siquiera en edad de ejercer el voto ─actualmente todavía se vota─, es la primera vez que viven en persona lo que reciben condensado y empaquetado por redes sociales. Esperan ver algo mágico, una épica de ciencia ficción, como los discursos emocionales y vigorizantes que resultan en secuestradores ideológicos. Los estímulos dopaminérgicos apuntalan los marcos mentales reaccionarios, los que distorsionan la pérdida de privilegios como una afrenta a sus derechos. Y el miedo y el odio te lleva a aguantar varias horas de pie, para ver de cerca, aunque sea un segundo, a aquel que hace sonar la flauta. Y te lleva a hacerlo envalentonado.
Transcurridos poco más de treinta minutos, la comitiva de Vox vuelve a la carretera, con el espectáculo a otra parte, sin fatigarse demasiado, que ancha es Extremadura. Los señores de más edad se despiden, nostálgicos, diluidos entre adolescentes con ojos centelleantes. El sello invisible sobre sus cabezas impresionables dejará una impronta identitaria difícil de borrar. Ya hace tiempo que se cuece una futura masa de votantes de mayorías absolutas, de esas que asaltan capitolios. En alguna de las últimas elecciones, en Cáceres, se mirará hacia la concha vacía que será el Gran Teatro, y uno no podrá evitar acordarse de aquella tarde de un otoño tardío, cuando el circo invadió la ciudad.
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