Explotación laboral
Muertes en el agro: la historia de siempre

La muerte de un temporero aceitunero y el apuñalamiento de otro en Jaén vuelven a poner de actualidad la explotación laboral en los trabajos agrícolas. ¿Por qué esta situación persiste sin apenas contestación social?

Aleix Romero Peña
30 dic 2019 09:00

Es una vieja historia. Ya lo cantaba Miguel Hernández en versos sobrecogedores, tan célebres como desconocidos, tan repetidos como ignorados: “¡cuántos siglos de aceituna,/los pies y las manos presos, sol a sol y luna a luna/pesan sobre vuestros huesos!”. Y viejos como ella son los regueros de sangre que deja la labor aceitunera, renovados otra vez hace pocos días. Un fatídico eterno retorno contra el que se estrellan aquellas admoniciones preñadas de subversión que lanzaba Hernández a los jornaleros aceituneros: “Jaén, levántate brava/sobre tus piedras lunares…”

Jaén. ¿Qué se esconde detrás de tu nombre? El poeta, que quiso representar en su lamento que la tierra es (de) quien la trabaja, se enfrentaría hoy en día a un gran dilema. Por supuesto que sería un disparate mencionar a las grandes multinacionales que asolan los campos. Pero habría que vérselas con una turbamulta de personajes, ciertamente no acicalados, perfumados y presuntuosos, sino de uñas sucias, manos deformadas por el uso, teces curtidas en interminables días de sol, gestos y ademanes rudos, y hablar plebeyo. Inconfundibles rednecks hispanos que lucen con orgullo su condición de propietarios: “¡Jaén somos nosotros! Nosotros, con nuestro esfuerzo y con nuestro dinero, damos vida a estos aceitunos que reverdecen el paisaje. Con ayuda, vale… ¡pero el mérito es nuestro!” Esta situación se repetiría por toda la que se viene denominando España vacía(da), y que seguramente debiera ser incluida entre los males que conjuran a favor del despoblamiento rural. Porque da la impresión de que el mérito no es sólo lo suyo, sino que pesa más que leyes y normas morales.

Recuerdo, hace más de diez años –qué lejano y, a la vez, qué cercano–, la muerte de aquel trabajador, sin papeles y sin medidas de seguridad, que murió mientras hacía chapuzas en una fábrica de embutidos de la pequeña localidad riojana de Baños de Río Tobía. A esta función no faltó tampoco –otro clásico, parece– la cobardía empresarial, que hizo acto de presencia en los desesperados intentos de los patronos de deshacerse de un cadáver que era la muda denuncia de un delito.

¿Qué pasó entonces? Que se produjo un hecho absolutamente revelador, un claro indicio de por qué las personas migrantes, por más que la humedezcan de sudor y sangre, no son las llamadas a heredar la tierra. El pueblo riojano se movilizó, pero no para condenar un siniestro y señalar a los responsables, sino para evitar que estos últimos entraran en prisión. Ojo, que aquí con pueblo pretendo ir más allá de la población de Baños, donde el alcalde –PSOE, por cierto– como el párroco apoyaron a sus vecinos, por aquello de que el paisanaje suele ser más poderoso que crímenes y pecados. Me refiero a un concepto que trasciende el espacio físico, el de una comunidad fantasmagórica cuyo sentimiento de pertenencia implica la indulgencia, especialmente si hablamos de las acciones de los miembros de una familia de aquellas de toda la vida.

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¡No habían explotado a nadie, solo trataban de ayudar! El pueblo riojano sentenció que los condenados –los tribunales ya habían dictaminado sobre los delitos cometidos– podrían ser unos paletos, pero que en todo caso se trataba de buenas personas: su error, precisamente, fue dar "trabajo" a la víctima para que ganara algo de dinero. La humanización de la conducta criminal, convertida en un paternalismo desafortunado, fue el motor de una campaña de indulto que recibió miles de firmas de apoyo, entre ellas las del entonces presidente autonómico Pedro Sanz, cuyas formas y maneras llanas, francas, abruptas incluso, fueron durante años la personificación del pueblo riojano.

“Dentro de la claridad,/del aceite y sus aromas,/indican tu libertad/la libertad de tus lomas”, finaliza Hernández su canto. En el poema no aparecen de tipologías populares y costumbristas, no se habla de rentistas, arrendatarios ni empresarios agrícolas. Hernández sabía perfectamente que en el campo se produce una explotación. Hoy, en cambio, como los principales afectados (aceituneros de Jaén, trabajadoras de la fresa en Huelva, vendimiadores en La Rioja, y tantos más) no suelen pertenecer a ese constructo llamado pueblo, nos pasa desapercibida.

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