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Universidad
El trabajo y la universidad: mundos separados
El otro día volví a la universidad. Todavía me queda un año para terminar la jodida carrera. “Sólo queda la recta final”, me digo, para intentar motivarme en algo que en realidad no me gusta casi nada y me resulta un poco (bastante) insoportable. “Es lo que hay”, como me suelen decir mis padres cuando discutimos.
Este verano lo dediqué en gran parte al maldito trabajo, he estado currando en el aeropuerto. Todo julio dedicado al curso, las prácticas y un examen para poder trabajar. Trabajar en el aeropuerto fue un intento de escapar de algunos problemas y de querer independizarme. Más tarde me daría cuenta de que también me aportaría otras cosas. En los anteriores trabajos (siempre precarios y temporales) estuve en tiendas, primero de cajero en Decathlon y luego de dependiente en Lefties. Trabajar en tiendas tiene un carácter particular: primero, que suele estar lleno de jóvenes que compatibilizan estudios con trabajo. Segundo, que trabajar de cara al público te obliga a cuidar mucho las apariencias.
El trabajo del aeropuerto es diferente. No curro de cara al público, ni con tantos jóvenes. Si en las tiendas mucha gente compatibilizaba estudios-trabajo, aquí hay gente que compatibiliza varios trabajos para poder salir adelante. Aquí se respira otro ambiente. Se trabaja en salas sucias, agarrando de mala manera cientos de maletas sucias y transportándolas en unos tractorcillos que se caen a cachos. La apariencia pasa a un segundo plano y eso afecta directamente a cómo te comportas y cómo te relacionas con tus compañer@s.
En esas salas el trato humano es poco cuidadoso, muchas veces brusco. Pero sobre todo honesto, ausente de hipocresías. Todos somos compañeros, te toque con quien te toque currar, porque el trabajo tiene que salir adelante y nos toca hacerlo en grupo. Es lo que tienen las cadenas de montaje. Por eso el sentido práctico es la norma a la hora de hacer las cosas y lo práctico, en este caso, suele ser cooperar y llevarte bien con quien tienes al lado. Y esto convive con toda la mierda que hay en cualquier empresa de mierda, claro: jefes gilipollas, lameculos, enchufados, egoístas que te cargan con más trabajo u otros que sudan de todo y ni te dirige la palabra.
Si en las tiendas mucha gente compatibilizaba estudios-trabajo, aquí hay gente que compatibiliza varios trabajos para poder salir adelante
La situación de los que trabajan allí en general es precaria, de “clase baja” como diría el lenguaje común, y hay gente de todas las edades y lugares. Gente proletaria de toda la vida y también gente proletarizada por la crisis. Podría decirse que este entorno es más o menos representativo de una mayoría social, por lo socioeconómico y por lo cultural, por el género no tanto, ya que somos el 90% tíos. Y con tanta diversidad, es difícil formarse un criterio único de las cosas, cerrarse a hablar sólo con tu grupito o ignorar lo que pasa alrededor, el sentido común de la sociedad está flotando en el ambiente, para lo bueno y para lo malo.
En la universidad (hasta ahora mi lugar preferente de socialización junto a los trabajos temporales en tienda), el ambiente no es precisamente el de las salas del aeropuerto. Y ahora que he vuelto he podido ver el contraste de manera bastante clara, no sin alguna que otra arcada durante el camino. Comenzar el curso en este contexto da otra perspectiva de las cosas. El otro día salí de mi ciudad para ir a lo que llaman “campus universitario”. No es difícil darse cuenta de que el campus es una especie de burbuja ajena de todo lo demás. En lo geográfico, porque está en el quinto carajo y en lo social porque va sólo un cierto tipo de gente. Y esto también tiene consecuencias: estar en una burbuja te obliga a vivir como en una burbuja. Por eso ir de “guay” suele ser algo común entre los universitarios. Y ojalá lo de guay tuviese que ver con tener personalidad y un gran compromiso social, en vez de con estéticas tan modernas como repetitivas y vacías.
No es difícil darse cuenta de que el campus es una especie de burbuja ajena de todo lo demás. En lo geográfico, porque está en el quinto carajo y en lo social porque va sólo un cierto tipo de gente
Cuando el autobús me dejó en el campus, ya empecé a sentirme un poco extraño y tensionado. Huele a pijo, pero también a inmadurez. Las apariencias, a veces, no engañan. No es difícil darse cuenta de que a la universidad va sobre todo gente de clase media-alta, con muchas aspiraciones en la vida (de posturear, ser alguien importante y tener dinero) pero también, y hay que decirlo, con un nivel de conciencia de la realidad y autoconciencia de sí mism@s tan bajos como su autoestima. Sí, igual que yo cuando empecé: me sentía guay por estar ahí y también me daba mucho respeto. Ahora, después de unos añitos deshaciendo ilusiones, me siento un extraño.
Cuando llegué a clase, me encontré con alguna cara conocida. Siempre da curiosidad eso de ver cómo está la peña, pero también bastante pereza el ambiente pijales. Me siento y joder, parece que vamos a ver una obra de teatro del siglo XVIII, el aula parece una grada con balcones para presenciar un espectáculo antes que un lugar de encuentro. Cada cual con su grupito, para sentirse a salvo. Pero sin intención alguna de encontrarnos. Parece una ceremonia medieval, o una misa, con diferentes altares y elementos decorativos. Van todos muy bien vestidos. Todos de aspecto muy sonriente. A mí esto ya me suena, porque llevo ya unos años aquí: este ambiente universitario no es tan guay como parece. Detrás de esa fachada hay egoísmo y elitismo. Hipocresía y superficialidad. Pero sobre todo mucha gente humanamente pobre, sin capacidad de cuidado en las relaciones, sin capacidad crítica y con los sentimientos muy apagados.
Parece que vamos a ver una obra de teatro del siglo XVIII, el aula parece una grada con balcones para presenciar un espectáculo antes que un lugar de encuentro
“Menudo sitio repelente, qué incómodo” me digo para mis adentros. Y lo peor es que yo formo parte de esto. También he sido y soy parte de esto. Porque las dinámicas que funcionan en ese ambiente te atrapan como una telaraña invisible. Están ahí, se normalizan y reproducen como una plaga de termitas que te va carcomiendo. Pero ya no me dejo contaminar tan fácilmente, me digo. Ya veremos si lo consigo…
Menos mal que no todo es blanco ni negro. Siempre hay márgenes. Y, sobre todo, siempre se pueden crear los márgenes. Charlar con alguna persona que se sale de esos esquemas, plantearse el estar allí como un estudio sociológico con el que aprender o, también, participar de los colectivos grupos y proyectos de estudiantes que intentan que la universidad sea de verdad para aprender, en todos los sentidos. También criticando y proponiendo alternativas. Porque de las clases y l@s profesor@s, aprender... poco. Y es que las clases no son un lugar de interacción sino de asimilación. El profesor ocupa el escenario, también la Verdad, y los espectadores toman apuntes automáticamente cuando comienza a hablar, como si estuviesen inventando con el soniquete del tecleo al unísono una nueva forma de aplaudir. Irónicamente, componen una melodía tan patética como la calidad del aprendizaje. Porque la universidad consiste en acumular puntos, aprobar, sacar notas, superar créditos.
¿Dónde queda eso de hacer del espacio de aprendizaje un lugar cómodo y agradable, sin la presión del tener que demostrar algo? ¿Y lo de trabajar en grupo, interactuar, dialogar escuchando y aprendiendo del resto? ¿Y lo expresarse y tener una opinión propia? ¿Y lo de aprender por descubrimiento, por búsqueda, a través de la práctica misma, en vez de ser una ameba pasiva que sólo absorbe?
Jamás pensaría que lo diría, pero prefiero estar en la sala sucia del aeropuerto, explícita y real en su mierda, antes que en el campus “burbuja” y en esas aulas de la Facultad de Derecho tan monumentales en su aspecto como en las miserias que esconden.
Al poco de empezar con el blog, abrimos un día el tuiter y nos encontramos con el siguiente mensaje: “Da la casualidad de que el otro día escribí una cosilla que encaja en la línea de este proyecto. Os paso el enlace y me decís si os mola para publicarlo. Si es necesario, se le da unas vueltas ;)”. Le echamos un vistazo, nos gusta el rollo y decidimos tirar para adelante. Y de repente alguien comenta: “Oye, ¿no os parece que a ratos tiene un rollo de ‘todos son idiotas menos yo’? ”.
Podíamos haberlo modificado. Haber dado la versión guay, positiva: la universidad es una mierda pero las estudiantes molamos. Salvo algún pijo niño de papá y algún pelotilla chivato, todas somos super críticas y nos apoyamos siempre. Fin. Una peli de buenos y malos. También podíamos haberlo publicado tal cual. Incluso exagerarlo mucho más, y así regodearnos un poco en nuestra miseria, en nuestra marginalidad: Efectivamente, todos son idiotas. Unos pijos flipaos. Esto ocurre sobre todo si te da por estudiar derecho o económicas, parece un tópico pero es real como la vida misma. O unos mediocres si no, demasiado “normales”. No como nosotros que somos especiales y tenemos la cabeza en otras cosas. Dicho así, suena bastante ridículo, y sin embargo, la sensación que a menudo tenemos cualquiera a quien nos dé por leer críticamente lo que vemos a nuestro alrededor se acerca bastante más a la segunda versión. ¿Por qué? ¿De dónde sale esa sensación de aislamiento, de incomprensión? ¿De verdad son el resto más idiotas que nosotros?
Cuando uno empieza a cuestionarse cosas, a acercarse a espacios o discursos reivindicativos, es con una vocación de cambio. El mundo está lleno de injusticias que combatir, blablabla. Pero muchas veces eso se termina diluyendo en la autoafirmación. Y ya parece que el objetivo de ciertos discursos no es convencer o señalar responsables, sino identificarnos con ciertos grupos, estéticas y jergas y distanciarnos de otras. O quizá eso estaba ahí desde el principio. Y es natural, también tenemos esa necesidad. La cuestión es si podemos reducir nuestra capacidad crítica y de mostrarnos mejores que el resto. A señalar, a crear una barrera entre nosotros y aquellos a quienes deberíamos tratar de convertir en compañeros. La cuestión es si podemos construir una identidad colectiva en positivo, como afirmación de nuestra potencialidad y no únicamente como negación repetitiva de lo mediocre.
¿Somos tan diferentes a todos esos “que no han visto, que no han leído, que no han hecho, que no han vivido...”? ¿De verdad como somos es todo mérito nuestro? ¿Nacimos así? ¿O somos así por aquella conversación, por ese libro que nos prestaron, por ese grupo que nos recomendaron...? O por aquella amiga que tuvimos (que ojalá aún tengamos). A veces nos falta humildad. Y también reconocer el potencial de transformación que tienen las relaciones cotidianas. Muchos, éramos de esos idiotas (quién sabe si no lo seguimos siendo). Otras, que habían pasado por el mismo proceso, nos enseñaron a dejar de serlo. Es hora de hacerles el relevo.
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Buen artículo y buena reflexión en el epílogo. La cuestión es: ¿qué escribe o al menos piensa el "pijo" cuando está solo, sin nada que aparentar? A lo mejor nos llevábamos todos una sorpresa. Si todos los que asistían a esa clase hubiesen escrito un artículo como este, reflexionando sobre lo que son, su tiempo, sus vidas, relaciones..., igual habría material para varias tesis. El reto, a mi humilde entender, es romper esa barrera que creamos porque realmente detestamos lo que nos rodea (sin apenas rascarlo a ver qué hay dentro), contar cómo somos, y tender puentes. Que los demás escuchen - si quieren - tus ideas, mientras tú mismo te "idiotizas" un poco, que tampoco pasa nada.
Muy buen artículo, al final una más de las muchas separaciones que nos encontramos y que diluyen nuestra fuerza: campo vs ciudad, trabajadores vs estudiantes, técnicos vs obreros. Huir de la fragmentación sin homogenizarnos ahí está el gran desafío...