Filosofía
La sonrisa sin el gato. A propósito del deseo trans

Si el siglo XXI está obsesionado por la figura del trans es por lo que su experiencia testimonia acerca de nuestro deseo, atado demasiado corto al dispositivo de la diferencia sexual.
Alicia.Gato
'Alicia en el país de las maravillas'. El gato de Cheshire. Ilustración de John Tenniel para la edición original de la obra de Lewis Carrol
Profesora de Filosofía Contemporánea de la UB. Proyecto “Pensamiento Contemporáneo Posfundacional” (PID2020-117069GB-I00)
25 oct 2023 08:00

La Paloma no cree a Alicia. Está absolutamente convencida de que es una serpiente. Ha visto muchas niñas antes, pero ninguna con el cuello tan largo. Además, come huevos, igual que lo hacen las serpientes. El problema es que Alicia, con tanto crecer y decrecer, con tantos cambios físicos como ha sufrido en este maravilloso mundo, tampoco está muy segura de saber quién es:

“- Bueno, ¿qué eres, pues? – dijo la Paloma. ¡Veamos qué inventas ahora!

- Soy… soy una niñita – dijo Alicia llena dudas, pues tenía muy presente todos los cambios que había sufrido a lo largo del día.”

Para salir del entuerto Alicia volverá a mordisquear las setas, pero lejos de devolverla a su estado original, si es que lo hubo alguna vez, ese acto la empujará a nuevos y equívocos encuentros. Gatos de Cheshire, Liebres de Marzo, Reinas ávidas de cortarle la cabeza. La identidad de Alicia no está nada clara, ni para ella ni para los demás. Tampoco su deseo. Cuando le pregunta al gato por el camino a seguir ni siquiera sabe a dónde pretende llegar. Hacia un lado, está la casa de un sombrerero, hacia el otro, la Liebre de Marzo. Como jamás ha visto ninguna, es allí a donde se dirige. No hay otro motivo. Como Hannah, Alicia no tiene un destino preestablecido al que llegar, anda en trance. El problema, sin embargo, se lo pone la Paloma, es decir, lo plantea un otro convencido de saber quién es y que ha decidido de antemano que Alicia es en verdad una serpiente dispuesta a robarle sus huevos. Resulta asombroso ver como Lewis Carroll supo comprender y retratar tan bien el fenómeno trans, que todavía no existía. Maravillas de la lectura, las claves para comprender lo nuevo nos llegan de muy atrás. Bastaría con querer leer.

Alicia en las ciudades

Lewis Carroll escribió Alicia en 1865. La comercialización de estrógenos para uso clínico se inicia a partir de los años 40 del siglo pasado. Antes de abalanzarse contra el mercado neoliberal de hormonas, el lobby queer y los procedimientos quirúrgicos, antes de denunciar el gesto soberano que supone la modificación del propio cuerpo, antes de alertar de los peligros que implica tocar “lo real” del sujeto, porque resulta que el sexo es para algunos psicoanalistas lo único real frente a todas las construcciones simbólicas, antes de acusar a los sujetos trans de ser los únicos que creen en el binarismo,… hay que reconstruir el contexto en el que los hongos de Alicia van a ser comercializados para modificar o aumentar, no ya la estatura o la longitud del cuello, sino la identidad de género. Carroll no había pensado en eso, en hacer pasar a Alicia por un cambio de sexo. Su afición a las transformaciones topó con un límite más anglicano que lógico. Le gustaban demasiado las niñas. Cosas del viejo mundo en el que lo real del sexo sí se respetaba.

Historia de un error

En primer lugar, hay que tener en cuenta que, como explica Preciado en “Biopolítica del género” (2009), los primeros implantes de pechos se llevan a cabo en prostitutas japonesas con el fin de adecuarlas a los gustos de consumo heterosexual de las fuerzas armadas estadounidenses. Es decir que, en nuestra cultura, el uso de hormonas e implantes sí está aceptado siempre y cuando aumente, pero nunca modifique, la identificación de género según los estándares occidentales, o latinos en la actualidad, y sirva para la satisfacción del deseo masculino, por supuesto, también estandarizado. Está de más señalar, por lo tanto, que el estándar heterosexual de feminidad está fuertemente vinculado al colonialismo, la guerra, la explotación sexual de las mujeres y la raza, y que fueron mujeres orientales las primeras en someterse a los tratamientos quirúrgicos y hormonales que hoy están al alcance de cualquiera que pueda permitírselo. Las setas de Alicia se sexualizaron, racializaron y comercializaron mucho antes de la llamada revolución trans que tanto parece preocupar, y el supuesto sujeto soberano convencido de poder modificar su propio cuerpo fue, en realidad, un sujeto sometido al deseo de la masculinidad yanki, putera y militar.

En segundo lugar, las intervenciones quirúrgicas de cambio de sexo se vienen practicando desde el siglo XIX, como ilustra el ya famoso caso de Herculine Barbin que Foucault sacó a la luz. Si se hacen estas intervenciones a sujetos considerados hermafroditas es porque a partir del s. XVII hay una preocupación creciente por la cuestión de la sexualidad y de la identidad sexual. La transexualidad es concebida, en ese momento, únicamente como la solución médica a una condición intersexual que, de algún modo, ni el individuo ni nuestra sociedad parece poder admitir. ¿O quizás, el individuo sí? Herculine se suicidará poco tiempo después de su reasignación de género masculino, mientras que su vida gozosa y ambiguamente lésbica en la sociedad monacal a la que pertenecía no pareció causarle tanto sufrimiento. La diferencia sexual, como dispositivo de subjetivación, comienza en este momento y Herculine Barbin es su síntoma. Siempre hubo mujeres y hombres, dimorfismo sexual, pero nunca fue tan importante identificarse con el propio género hasta el punto de que los expertos en “identidad sexual” decidiesen afilar el bisturí. A partir del siglo XVII la diferencia sexual, es decir, la identidad sexual según la cual los sujetos deben identificarse con un solo género y un único sexo verdadero, se convierte en imperativo. Es a esto a lo que Foucault denomina “dispositivo de la sexualidad”, que es histórico y tiene por finalidad el control de la población mediante su clasificación biológica.

La biotecnología destinada a la modificación del llamado sexo biológico estuvo, desde el inicio, al servicio de afianzar el dispositivo de la diferencia sexual

El tercer hito histórico digno de ser tenido en cuenta para la cuestión que nos ocupa ocurre en 1958 cuando Stoller y su equipo diagnostican de hermafroditismo a una tal Agnes y le practican una vaginoplastia para reestablecer la “relación original” entre su sexo y su género. Se les escapa, sin embargo, como señala Preciado, que Agnes, por femenina que apareciese ante todos los minuciosos exámenes clínicos, les ha mentido desde el principio. Todo comenzó en la adolescencia cuando a los doce años, de hurtadillas, este muchacho empezó a tomar los estrógenos que le recetaban a su madre. Un deseo trans impulsa a Agnes a hacerse pasar por hermafrodita con el fin de que la institución médica ratifique su “sexo verdadero”. El problema no es, sin embargo, un error de diagnóstico, la confusión por parte de eminentes médicos de un caso de disforia de género por uno de hermafroditismo. Lo interesante es que el caso de Agnes pone en cuestión el discurso médico, aquel que presupone que el sexo es el elemento fundacional del género y que en caso de desacuerdo extremo hay que modificar el sexo para que se adecúe al género. Esto mismo es lo que hará pocos años más tarde el Dr. Money, a quien debemos la invención del concepto de “género”, en un caso célebre de reasignación de sexo a un niño no hermafrodita que había perdido el pene accidentalmente. Motivo suficiente, parece ser, para reasignarlo como mujer. ¿Qué sería un hombre sin su pene? Imposible. Un monstruo, sin duda. Tremenda, la racionalidad médica. Money, Stoller y toda la troupe de la Paloma, han decido que, o bien Alicia es una serpiente, o bien hay que cortarle el cuello.

Pues bien, lo que dice Agnes a los médicos -y lo dice sin decirlo, escondiéndolo, robando, falsificando recetas- es que ella por sí misma puede modificar su propio sexo. Ella solita, por cuenta propia, hará uso de los estrógenos que el mercado había reservado inicialmente para afianzar la feminidad de las mujeres, en su origen prostitutas, nada menos. Todo un détournement. Ironías del dispositivo, al modificar por sí misma su propio sexo muestra con ello que el fundamento no lo es. El sexo no es lo real inmodificable, no es la base sobre la que se construye el género y, sobre todo, no es eso “verdadero” que los médicos creen poder establecer.

De estos tres casos históricos podemos extraer, entonces, las siguientes conclusiones que nos permiten reconstruir con algo más de perspectiva el contexto del actual deseo trans: que la biotecnología destinada a la modificación del llamado sexo biológico estuvo, desde el inicio, al servicio de afianzar el dispositivo de la diferencia sexual, ese que nos identifica a unos y a otros como hombres y mujeres, y que, a través de dicha distinción, permite someter y explotar unos cuerpos sobre otros; que los cambios de sexo fueron promovidos por la misma racionalidad que ahora los condena con el fin de cancelar toda ambivalencia o equívoco en cuanto a la identidad sexual que la figura del hermafrodita hacía tambalear; y finalmente, que el concepto de disforia de género, mediante el cual se permite y alienta la modificación del cuerpo biológico, reposa en una distinción metafísica entre cuerpo y mente digna de los reyes de la luna que aparecen en Las aventuras del barón Münchhausen. Es más que obvio que nadie nace en un cuerpo equivocado, pero no, como pretenden los reaccionarios, porque es el cuerpo biológico quien manda y la mente enferma quien se equivoca, lo que sería un alegato en favor del fundamento, sino porque no hay tal distinción entre cuerpo y mente, a menos que retrocedamos al cartesianismo del siglo XVII y nos inventemos una glándula pineal que los conecte.

El género es la violencia

¿De dónde proviene entonces el deseo trans? ¿Acaso no se trata de un alma femenina atrapada en un cuerpo masculino o viceversa? Tratemos de no ser infantiles ni demasiado anacrónicos. Más allá de la particularidad de cada caso, el deseo trans es, en verdad, el deseo que deberíamos sentir todos, aquel que brota del desacuerdo fundamental con nuestro propio género. Es el deseo de escapar al dispositivo que nos condena a un mundo de víctimas y victimarios, el deseo de no someterse a la identidad que han preparado para nosotros. Un deseo político, por lo tanto. Me encanta que te encante ser mujer, pero, sinceramente, me parece una estupidez. Tanto como sentirse orgulloso de ser hombre, con o sin pene. Como afirma Hannah en su diario, no se trata únicamente de denunciar la violencia de género. Si hay violencia de género es porque el género es la violencia. Es mediante el dispositivo político de la diferencia sexual que unos sujetos, en virtud de una característica anatómica anecdótica, sienten la necesidad de cumplir el mandato de la masculinidad, el deseo de dominación y descarga, la pulsión de poder. Y es gracias al mismo dispositivo que otros sujetos se pasan la vida deseando ser deseados, sometidos y victimizados. Por no hablar de la estructura económica que durante siglos ha hecho pasar el trabajo sexual y el trabajo reproductivo por amor y cuidados.

En un mundo regido por el dispositivo de la diferencia sexual ¿Quién, con un mínimo de lucidez, podría desear ser hombre o ser mujer? Es justo esto lo que Hannah se plantea en este diario, con un gesto radical de hastío ante su propia masculinidad: “¿qué hombre justo querría ser hombre en un mundo como este?”. Sólo Zizek, a tenor de sus últimas declaraciones.

Feminismos
Tengo un coño que me tapa toda la cara
No nacemos hombres ni mujeres. Nacemos con unos genitales sobre los que se inscribirán unos enunciados que no son descriptivos, sino performativos.

Sex in trouble

En su presentación a las memorias de Herculine Barbin Foucault afirma: “El siglo XIX estuvo fuertemente obsesionado por el tema del hermafrodita, un poco como el siglo XVIII lo estuvo por el del travesti”. Bien pudiera ser que el siglo XXI lo esté con la figura del trans. El travesti, como las Drag a las que Butler apela para afianzar su teoría del performativo, pone en cuestión la norma del género. Muestra con su peformance exagerada que el género es una construcción y que no se adecúa necesariamente al sexo. Por su parte, el hermafrodita viola la ley. Es más, demuestra con su sola existencia que la ley de la diferencia sexual no existe. Por eso los médicos corren a enmendar el error allí donde la naturaleza les contradice. Todo un Sex in trouble en este caso,1 más que un Gender in trouble.

Sin embargo, el trans hace otra cosa. No solo pone en cuestión la coherencia entre sexo y género, entre la ley y la norma, sino que subvierte el deseo a ellos asociado. El deseo no está allí donde se esperaba encontrarlo, atadito bien corto al sexo biológico o a la construcción simbólica del género, en favor de una u otra identidad. No es nada seguro que detrás del deseo trans haya un deseo de ser mujer o un deseo de ser hombre. No está nada claro que “el transexual sea el último en creer en el verdadero sexo”, como afirma Eric Marty (2021). Hay en él, en todo caso, un deseo de tránsito que es deseo de escapar al dispositivo de la diferencia sexual. Creo que es esto lo que el Diario de Hannah, con sus idas y venidas de la masculinidad a la feminidad y viceversa, nos viene a mostrar.

Un mundo de sonrisas sin gato

¿Por qué este deseo de tránsito? Habrá que preguntarle a Alicia. En sus lecturas cruzadas de las memorias de Herculine Barbin, Foucault y Butler señalan una cuestión que quizás nos permita comprender algo de este deseo. En el texto de Foucault de 1980, en la introducción a la edición americana de las memorias de Herculine, hay una referencia a Alicia en el país de las maravillas que se pierde en su traducción española y que sirve de acicate a Butler para emprender su crítica. Foucault escribe que al leer la descripción que Herculine hace de la vida monacal, previa a su reasignación de sexo, se tiene la impresión de que todo transcurría en un mundo de arrebatos, tristezas, placeres tibios, posibilitados por la no-identidad de Herculine, así como por la monosexualidad de la comunidad a la que pertenecía y que imposibilitaba el deseo por el sexo contrario. “Un mundo donde flotaban, en el aire, sonrisas sin gato”, escribe Foucault.

Nadie nace en un cuerpo equivocado, pero no, como pretenden los reaccionarios, porque es el cuerpo biológico quien manda y la mente enferma quien se equivoca, sino porque no hay tal distinción entre cuerpo y mente

Butler retomará esta expresión para señalar el retroceso de Foucault frente a sus propias posiciones en Historia de la sexualidad, ya que a través de ella parece reestablecer la creencia de una sexualidad libre anterior a la ley. Esta descripción bucólica y romantizada de la sexualidad de Herculine es, para Butler, efecto de otra norma, la de los relatos románticos y la de las prácticas sexuales lésbicas a la vez condenadas y alentadas en el pensionado de muchachas donde transcurren los días de esta hermafrodita. Si el sexo es una construcción histórica, biopolíticamente construida, se hace difícil imaginar una práctica sexual emancipada de toda norma y de toda ley, ajena al dispositivo. Ni siquiera en la comunidad lésbica de las monjas, ni probablemente tampoco en las comunidades gay californianas que permitieron a Foucault ingresar en un modo de vida inédito para él hasta ese momento, sea posible escapar al dispositivo de la sexualidad. Tal vez por ello afirme Lacan que no hay relación sexual.

Sin embargo, la idea de un mundo de “sonrisas si gato”, es decir, sin el imperativo de la diferencia sexual, parece alentar tanto las sociedades monosexuales que interesan a Foucault como muchas de las transiciones actuales. Véase, como ejemplo, la descripción que hace Preciado en su reciente Disforia Mundi (2022) de su encuentro con una trans MtF, siendo él FtM: “El desplazamiento del eje hombre-mujer/ heterosexual-homosexual suponía la invención de otro deseo, de otra forma de follar (…) un polvo sin hombres y sin mujeres”. Un polvo sin hombres ni mujeres sería del todo deseable, incluso entre hombres y mujeres. Sería tan raro como una sonrisa sin gato, pero podemos estar seguros de que al menos nadie pagaría por él. Reducción inmediata de un enorme segmento de mercado. Imaginen a las fuerzas armadas estadounidenses a la caza de este tipo de sonrisas flotantes que no habrían tenido lugar ni en el barco de Querelle.

Subvertir el dispositivo del deseo: Respect!

Si el siglo XXI está obsesionado por la figura del trans es por lo que su experiencia testimonia acerca de nuestro deseo, atado demasiado corto al dispositivo de la diferencia sexual. El trans es alguien que no se resigna, que no acepta de buen gusto la identidad para la que ha sido configurado, ni el deseo a ella asociado. Esta revuelta contra el deseo y la identidad no carece de melancolía. El diario de Hannah rebosa este estado de ánimo. No faltará en este punto quien psicologice sus motivaciones: la nostalgia de una madre omnipresente, la forclusión del nombre del padre, ese “ahorrador de placeres”, el trauma: “aprendí el sexo bajo el signo del abuso” … pero, en verdad ¿a quién le importan los motivos de Alicia sino a ella misma? ¿Quién está interesado en saber por qué Alicia se dirigió hacia la Liebre de Marzo en lugar de hacia la casa del sombrerero? Lo importante no son las motivaciones ocultas de cada cual, sino lo que se hace con ellas.

Lo interesante de la melancolía es su potencial político. El melancólico, dice Kristeva, es alguien que no sabe perder. No saber perder es lo contrario a conformarse. En su experimento de transformación Hannah pierde siempre, pero no menos que cualquier cisgénero. A pesar de la hormonación, no alcanza a comprender el deseo femenino, que a veces experimenta como ausencia de deseo. Por otra parte, el deseo masculino, vinculado a la pornografía y el sexo esporádico, aparece a menudo como una recaída. Ni hombre ni mujer, “un hombre llamado Hannah”, da cuenta de las encrucijadas del deseo configurado por la diferencia sexual. Por una vez los estrógenos no sirven para afianzar el dispositivo, sino para ponerlo en cuestión en un viaje de ida y vuelta en el que se pone el propio cuerpo.

Probablemente la alta tasa de suicidios entre los sujetos trans se deba menos al bisturí y las hormonas que a la posición melancólica de la que parten, y que es una puesta en cuestión del mundo simbólico en su totalidad, tal y como está organizado a través de la violencia del género. El deseo trans alberga, por ello, el sueño político de un mundo de sonrisas sin gato. Sus diarios, memorias y blogs, apelan antes a la comprensión que a su reconocimiento.

A las palomas que creen en el sexo verdadero sólo se les pide: Respect! Al resto, comprender que su lucha nos concierne, puesto que estamos todos atrapados en el mismo dispositivo en el que el deseo corre, a plena luz, por autopistas de pago. Hannah, al igual que otros antes, se ha desviado: Respect! Tened por seguro, en cualquier caso, que a los que siguen conduciendo por la autopista nadie va a robarles los huevos. Pero que no se atrevan a decir que no pagan también su peaje: no habrán visto jamás una sonrisa sin gato. De hecho, ni siquiera, un gato que sonría. Para comprender a Alicia hay que bajar la velocidad.

(Este texto corresponde al epílogo del libro de Sión Sierra, Los diarios de Hannah. Una doble transición de género, NED ediciones, 2023).

1 Retomo la expresión “Sex in trouble” de la ponencia dictada por Ester Jordana “Historical Ontology of Sexual Difference”, en el International Workshop “Abolish the Family. Structures of care and Politics of Sexual Difference”. University South California, L.A., 1-2 Diciembre, 2022.

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