Filosofía
Interseccionalidad reaccionaria
El contrapunto de los movimientos sociales con una perspectiva interseccional lo encontramos actualmente en una extrema derecha que construye su discurso a partir de la intersección entre xenofobia, misoginia, homofobia y nacionalismo.

La teoría de la interseccionalidad llama la atención sobre la interrelación entre distintos ejes o sistemas de opresión. Desde este punto de vista, la base de la desigualdad social tiene un fundamento multidimensional y, por tanto, cualquier proyecto de transformación que pretenda lograr una mayor justicia social ha de tener en cuenta esta interacción entre distintas discriminaciones.
Originalmente esta teoría cobró fuerza en el contexto estadounidense y fue desarrollada por mujeres afroamericanas que buscaban poner de manifiesto la insuficiencia de los planteamientos emancipatorios que solamente tomaban en consideración –de manera unilateral— una estructura de dominación, como el género, la clase o la raza. Hasta nuestros días este análisis ha mostrado su potencial para repensar las injusticias de un sistema que además de capitalista es heteropatrirarcal, racista y capacitista. Por este motivo diversos movimientos sociales tratan –con mayor o menor éxito— de tener presentes las múltiple desigualdades, entrelazadas y articuladas entre sí, con el objetivo de subvertirlas.
La igualdad formal y el nacionalismo reaccionario
El contrapunto de estos movimientos sociales con una perspectiva interseccional lo encontramos actualmente en una derecha que también vincula el género, la orientación sexual, la etnia y los distintos orígenes nacionales, pero en un sentido completamente distinto. En el lugar en el que unos perciben privilegios, otros ven derechos. Unos derechos que, a juicio de la derecha más reaccionaria, son ahora vulnerables ante una dictadura particular: la dictadura de lo políticamente correcto.
Las luchas de las personas racializadas, migrantes, a favor de los derechos de minorías sexuales o de género, son vistas por los defensores de la incorrección política como represoras. A su juicio, promueven la censura y atentan contra libertades inviolables. Es más, consideran que atacan incluso a la verdadera igualdad, pervertida por estos movimientos. La igualdad genuina, según el planteamiento de la propuesta reaccionaria, es la igualdad formal, de la que deben disfrutar todas las personas, siempre que cumplan el requisito de tener el mismo origen nacional. No parece preocuparles que esta concepción de igualdad, que obvia las diversas condiciones materiales en las que viven las personas, refuerce de facto la desigualdad social.
Basta recordar una cita mordaz de Anatole France sobre la ley y la igualdad formal para vislumbrar el resultado de abstraer las diferentes posiciones de los sujetos a la hora de pensar la igualdad: “La ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo puentes, mendigar por las calles y robar el pan”. Si perseguimos exclusivamente una igualdad formal ante la ley, que no tenga en cuenta las desventajas de ciertos individuos o las prerrogativas que gozan las personas situadas en un lugar ventajoso, no podremos conseguir una sociedad sin desigualdades sino que, más bien, estaremos condenados a reproducir eternamente las mismas jerarquías entre aquellos individuos que disfrutan de todos los apoyos y condiciones para tener una vida digna y aquellos que están abocados a una existencia abyecta.
Si perseguimos exclusivamente una igualdad formal ante la ley, […] estaremos condenados a reproducir eternamente las mismas jerarquías entre aquellos individuos que disfrutan de todos los apoyos y condiciones para tener una vida digna y aquellos que están abocados a una existencia abyecta.
La estrategia de los nostálgicos de tiempos pasados consiste en presentarse como una minoría oprimida, que busca restaurar una igualdad pretérita. No obstante, pese a instrumentalizar la retórica de los oprimidos, condenan aquellos discursos que visibilizan las desigualdades a las que dan lugar los privilegios sociales. Para efectuar esta operación les basta con negar el privilegio presentando las jerarquías como resultado de las elecciones –más o menos afortunadas— que realizan los individuos a lo largo de su vida. Al proceder de este modo, invisibilizan el hecho de que nadie decide si nace hombre o mujer, con un determinado color de piel, en un territorio o en otro, en una familia rica o pobre,… y que, por tanto, no se puede responsabilizar a alguien de la situación que ocupa en la sociedad en virtud de estos hechos. El tener una nacionalidad, por ejemplo, no puede constituir un mérito o demérito, y por este motivo la situación de anomía o de afuera de la ley que puede experimentar un apátrida o un refugiado al que se le niegue el reconocimiento de derechos básicos de ciudadanía, no puede justificarse, sin más, atendiendo a sus elecciones personales.
La extrema derecha intenta pasar por alto las injusticias de su propuesta de excluir de una vida digna de ser vivida a una buena parte de la población promoviendo –con cualquier medio posible— la xenofobia, la misoginia, la homofobia y el nacionalismo. Atestiguamos como los bulos, la información sesgada o malintencionada sirven hoy para dotar de legitimación a un programa de transformación social que busca restablecer los privilegios sociales que están siendo cuestionados por movimientos sociales antirracistas, transfeministas y a favor de las personas migrantes.
No es casual que el nacionalismo cobre especial importancia en los defensores de la restauración del viejo orden social. Sabedores del hecho de que la población migrante sin papeles no posee el derecho al voto, ni goza de libertades básicas reconocidas en el marco jurídico para cualquier ciudadano nacional, como el derecho de manifestación (ya que al manifestarse se expone a la persecución policial y a una posible reclusión en un centro de internamiento de extranjeros) atizan el odio hacia las personas migrantes –sobre todo aquellas más pobres o desfavorecidas— con total impunidad. El uso de banderas, disfrazado de inofensivo orgullo nacional, busca aglutinar a personas de distintos estratos sociales bajo una misma simbología. El proyecto de conservar la unidad nacional, supuestamente amenazada por individuos que ponen en cuestión las costumbres precedentes, presenta a la homogeneidad de tradiciones como la solución a los diversos problemas que afronta la población. Los males sociales son así reflejados en el extranjero. La inseguridad, el tráfico de drogas, los robos o la violencia machista se proyectan en una figura de alteridad, creando de este modo una fantasía complaciente de completa inocencia entre los ciudadanos nacionales. Incluso se atribuye al foráneo la causa de la precariedad vital en la que se encuentran los sectores más desfavorecidos de la ciudadanía. Por un lado, este discurso permite eludir de su responsabilidad a las grandes fortunas patrias que evaden impuestos o mantienen a sus trabajadores en situación de explotación. Por otra parte, da rienda suelta a un espejismo de autosuficiencia que invisibiliza la dependencia de los países del norte global de la mano de obra extranjera y la extracción o expolio de recursos del sur global.
Frente a la ofensiva de la nueva derecha los movimientos tienen la tarea de contraponer al nacionalismo excluyente, al clasismo y a la defensa del orden heteropatriarcal, un reconocimiento de la interdependencia y abrir la posibilidad de pensar fórmulas de dependencia que no se traduzcan en dominación y explotación.
Heteropatriarcado y negación de la vulnerabilidad
Este delirio de completa independencia se entrelaza con una concepción masculinista y heteropatriarcal de los denominados Estados desarrollados. La insistencia de la nueva derecha en construir muros en las fronteras, o reforzar los ya existentes, persigue afianzar la concepción de los territorios nacionales como fortalezas invulnerables e impenetrables. La penetrabilidad y la vulnerabilidad –atributos tradicionalmente vinculados a lo femenino— se repudian como una ofensa a la integridad de los Estados. De este modo los saltos a las vallas o la incursión de migrantes a través de las fronteras se presentan como una violación inaceptable.
La interseccionalidad entre la defensa de lo nacional, la xenofobia, misoginia u homofobia, se pone de relieve en esta negación de la vulnerabilidad. La estrategia del capitalismo heteropatriarcal racialmente estructurado para permanecer incuestionado a lo largo de su historia ha consistido en proclamar como ideal la autosuficiencia e invisibilizar la dependencia de cuidados y apoyos que ciertos sujetos hegemónicos –por lo general hombres, blancos, heterosexuales, de clase alta y sin ninguna discapacidad— hacen depender de aquellos que habitan una esfera privada de la luz pública. El derecho a aparecer en el espacio público-político –la esfera del reconocimiento— sin miedo a la violencia o intimidación, ha sido tradicionalmente restringido para aquellos sujetos que más se acercaban al modelo de subjetividad hegemónica. La injusticia de este orden social, añorado por los sectores reaccionarios, consiste en reconocer ciertas vidas como merecedoras de ser salvaguardadas, cuidadas y recibir toda clase de apoyos, mientras condena a una mayoría a la falta de recursos necesarios para llevar una vida digna de ser vivida.
Frente a la ofensiva de la nueva derecha de reavivar la fantasía de la autosuficiencia, los movimientos que buscan instaurar una mayor justicia social tienen la tarea de contraponer al nacionalismo excluyente, al clasismo y a la defensa del orden heteropatriarcal, un reconocimiento de la interdependencia y abrir la posibilidad de pensar fórmulas de dependencia que no se traduzcan en dominación y explotación. El objetivo sería hacer de esa interdependencia, ineludible, una vida en común más habitable. Para ello se hace necesario el reconocimiento de que todas las vidas son vulnerables y si carecen de redes de los apoyo y de las infraestructuras necesarias, son invivibles.
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