Filosofía
            
            
           
           
Hannah Arendt: trabajo, tortura y ciudadanía
           
        
         
Hannah  Arendt ha pasado a la historia por ser una pensadora preocupada por  querer recuperar una vida política entre la población que, en los  últimos siglos, habría quedado eclipsada a causa del creciente  dominio de lo social y del consumo o de lo que llamó una “sociedad  de masas”. En este contexto, reivindicó una “felicidad pública”  (public  happiness)  que definió en pocas palabras como “el  derecho que tiene el ciudadano a acceder a la esfera pública, a  participar del poder público”.  Su misma comprensión de la libertad, lejos de reducirse a su  concepción negativa, conectaba con este deseo de participación  política. No obstante, esta pensadora también ha sido muchas veces  criticada por defender la autonomía de lo político, como si en su  pensamiento lo social, lo económico o lo material no jugaran ningún  rol.
La  realidad es más compleja. Para empezar, porque Arendt comprendió  que las fronteras entre lo social y lo político no son nítidas ni  impermeables; para seguir, porque estas mismas fronteras también  dependen de cada momento histórico, ya que en cada época se puede  alterar o redefinir qué es político y qué no. Finalmente, hay que  comprender cómo lo político, lo laboral y lo económico pueden  estar interrelacionados según el, de todos modos problemático o  discutible, esquema arendtiano.
Además, no hay que olvidar que, tal y como podemos observar en La condición humana (1958), el que quizá sea su principal libro, Arendt subrayó que el mayor problema del trabajo, algo agravado en tiempos de precariedad como los actuales, era su reiterado vínculo histórico con la necesidad, la constricción, la fatiga, el dolor, la explotación y, en fin, la violencia. Por ello, es también importante destacar que lo que entendía Arendt por trabajo es ese tipo de actividad que se debe realizar forzosamente con el fin de poder cubrir y satisfacer las necesidades y asegurar la supervivencia propia y del entorno cercano. Curiosamente, como recordó, el mismo origen de la palabra «trabajo», tanto en francés como en español, proviene de un instrumento de tortura como el tripalium.
Arendt subrayó que el mayor problema del trabajo era su vínculo histórico con la necesidad, la constricción, la fatiga, el dolor, la explotación y, en fin, la violencia
El  trabajo, pues, no ha estado históricamente relacionado para Arendt  con la libertad ni con la autorrealización, sino más bien con la  necesidad y la coacción. De ahí que en otro escrito como ¿Qué  es la política? llegara  a señalar que había dos maneras diferentes de entender el  significado de no ser-libre: por un lado, estar sujeto a la violencia  de otro; pero también, e incluso de forma más originaria, “estar  sometido a la cruda necesidad de la vida”.
En  este contexto, Arendt siguió las reflexiones del libro La  condición obrera  de Simone Weil, cuyo sentido resume la pensadora alemana con la  conclusión de que “quien trabaja (arbeitet)  no puede ser libre”. Con ello también se adelantó a reflexiones  posteriores, como las del antropólogo marxista Marshall Sahlins, quien, en su libro Economía  de la edad de piedra (1972), analizó cómo las sociedades “primitivas” habían vivido  justamente en contra de la actividad laboral y cómo estas, una vez  asegurada la subsistencia, habían preferido dedicar su tiempo libre  en ocupaciones que en la actualidad se adscribirían a la ociosidad. O las del historiador Robert Fossier. Este medievalista, acerca de un  dicho contemporáneo como “el hombre está hecho para trabajar”,  ha comentado en su libro Gente  de la Edad Media  (2007) que “este aforismo no sólo es inexacto, sino que incluso se  contradice con lo que la historia nos enseña“, pues ”todas las  civilizaciones precristianas, la de la Antigüedad «clásica»,  probablemente también las de los pueblos denominados «bárbaros»,  se basaban en el ocio, otium”.
En  resumidas cuentas, Arendt hizo hincapié en que el trabajo a menudo  implica un secuestro de tiempo y un gasto de fuerza vital que conduce  a que los trabajadores tengan que concentrarse preferentemente en sus  actividades y vidas individuales y deban exiliarse en el hogar, con  lo que pierden de vista el mundo que les une a los demás. “El  Animal Laborans, escribió, no huye del mundo, sino que es expulsado  de él en cuanto que está encerrado en lo privado de su propio  cuerpo, atrapado en el cumplimiento de necesidades que nadie puede  compartir y que nadie puede comunicar plenamente”.
El  problema para Arendt era que, con el transcurso del tiempo, la  reducción de la violencia física inherente a muchas formas de  trabajo había sido sustituida por una presión no por ello exenta de  penalidades, de coacción o de violencia. Más aún, supuso que el  trabajo se extendiera cada vez más por nuevas esferas en las que no  estaba anteriormente y, con ello, colonizó espacios antes asociados  al ocio y, por tanto, libres de la presión laboral. De ahí que  Arendt anotara esquemáticamente en su Diario  filosófico  una observación como esta:
La contradicción fundamental de Marx: el  trabajo crea al hombre; el trabajo esclaviza al hombre. Y ambas cosas  se hicieron verdad: las máquinas dejan libre tanto tiempo, que todos  los hombres podrían estar liberados del trabajo, si no se hubiera  convertido todo en trabajo.
A decir verdad, esa contradicción no apuntaba tanto a una contradicción interna al pensamiento de Marx como más bien al hecho de que toda perspectiva emancipatoria del trabajo colisionaba, en opinión de Arendt, con una realidad que la condenaba al fracaso. En especial, esta pensadora criticó esas defensas idealizadoras del trabajo que olvidaban o escamoteaban su pertinaz componente coactivo, violento y deshumanizador. A su juicio, por tanto, la liberación no se podía dar tanto desde el trabajo como frente al trabajo y, además, esa liberación también resultaba un ingrediente indispensable para ese proyecto que reivindica la política ya mencionado. Al fin y al cabo, y en la medida en que el trabajo nos constriñe y empuja al aislamiento, condiciona nuestra relación con el mundo y, con ello, se muestra como una tarea que obstaculiza el compromiso de la gente por la política.
Así pues, Arendt no fue en absoluto ajena al hecho de que la participación política estaba influida y distorsionada por muchos factores de índole económica, razón por la que no se podía desdeñar esta última. De hecho, su célebre (y, por cierto, sobredimensionada) reivindicación parcial de la democracia ateniense no solo debe explicarse por el papel del ágora como símbolo por antonomasia de la vida ciudadana activa, sino también porque esa participación política era posible gracias a una cuestión tan material como la remuneración pública que recibían los ciudadanos. Es decir, Arendt concluyó que la primera dependía de que, en la medida de lo posible, la cuestión laboral se pudiera haber resuelto o al menos aliviado ostensiblemente. A fin de cuentas, esta pensadora llegó a subrayar de forma taxativa que “el trabajo fue siempre un principio antipolítico”. De ahí también que el desafío político contemporáneo pudiera conectarse con ese pasado griego, siempre que no cayera en las exclusiones políticas (desde las mujeres a los esclavos) que en su momento comportó.
Para Arendt, la libertad política tan solo podía ser una auténtica realidad si también comportaba una liberación de las cadenas de un trabajo definido históricamente por la constricción y la violencia
Para  Arendt, la libertad política tan solo podía ser una auténtica  realidad si también comportaba una liberación de las cadenas de un  trabajo definido históricamente por la constricción y la violencia.  Eso explica que, en consonancia con una frase ya citada, añadiera  con aprobación para el contexto de la antigua polis que “ser libre  significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el  mando de alguien y no mandar sobre nadie”. Ambos elementos, tanto  el político como el material, eran cruciales y ayudan a comprender  la doble faz de una igualdad política que en su opinión no se debía  abordar únicamente desde una perspectiva formal. De esta manera, la  igualdad política es entendida como no estar sometido a la  dominación política de nadie, pero también como no estar sometido  a la dominación de las necesidades materiales y, con ello, de no ser  explotado por nadie.
Poco  antes de morir Arendt todavía insistió en esta cuestión, y proclamó  en el breve texto Los  derechos públicos y los intereses privados  (1975) que
la educación es muy hermosa, pero lo  auténtico es el dinero. Solamente cuando puedan disfrutar de la  voluntad pública tendrán deseos y serán capaces de sacrificarse  por el bien público. Pedir sacrificios a individuos que todavía no  son ciudadanos es exigirles un idealismo que no tienen y que no  pueden tener en vista de la urgencia del proceso de vida. Antes de  pedir idealismo a los pobres, primero debemos hacerlos ciudadanos: y  esto implica cambiar las circunstancias de sus vidas privadas hasta  el punto en que puedan disfrutar de la vida pública.
El  pasaje es duro y discutible, pero lo que importa resaltar en este  contexto es que, justamente porque no es debatible la cuestión  material, justamente porque no es política sino en el fondo  prepolítica, consideraba Arendt que era tan importante. En el fondo,  considerarlo como algo político sería devaluar y relativizar su  importancia, reconocer que ahí hay algo que discutir y que es  posible una política digna de esa palabra que sea compatible con la  pobreza y la miseria. En cambio, en su opinión ambas desembocan en  una realidad vergonzante, indignante y asimismo antipolítica, una  que nos tortura y animaliza (de ahí que emplee la expresión de  Animal  Laborans)  y  que, por ello mismo, debe ser imperiosamente resuelta. Si no se  resolvía la cuestión social, concluía, difícilmente se podía  encarar bien la política. Y justamente porque no se resolvía, o no  se quería resolver, de forma adecuada la social, era fácil que la  política quedase sobre todo en manos de élites y se desfigurara un  ideal democrático como el actual.
Por  ello mismo, también la cuestión de la propiedad en el sentido  clásico de la palabra era central para Arendt, algo que conectaba  con la tradición republicana y que hoy en día podríamos enlazar  con la creciente demanda de una Renta Básica Universal. Desde su  punto de vista, y obviamente en contraste con diversos gobiernos del  pasado, la propiedad no era importante como una herramienta desde la  que limitar los derechos políticos a quienes careciesen de ella y  establecer un sufragio censitario, sino, al revés, porque en opinión  de Arendt se debía extender la propiedad a la población para que  esta pudiera escapar de la necesidad, pudiese tener un espacio propio  y pudiera ser realmente ciudadana. Es decir, una política (realmente  libre) sería posible a partir del momento en que no estemos  obligados a tener que estar persistentemente preocupados por nuestra  supervivencia y la de los nuestros. Como repitió en La  libertad de ser libres,  “la libertad de ser libres significaba ante todo ser libre no solo  del temor, sino también de la necesidad”.  De  lo contrario, el estatus de ciudadano sería poco más que papel  mojado. Una ciudadanía libre sin independencia económica no sería  más que una contradicción.
Nota del autor. Aunque somos conscientes de que la traducción del término «trabajo» es siempre problemática en el caso de Arendt, en este escrito hemos abogado por traducir las palabras Arbeit y labor, empleadas por ella en alemán e inglés respectivamente, como «trabajo» y no como «labor». Para ello, hemos tenido en cuenta el enfoque del escrito (que, por ejemplo, por cuestiones de espacio no entra en la tripartición de la vita activa expuesta en La condición humana) y, también, que ella misma se decantó por usar el verbo travailler en francés como traducción de arbeiten.
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