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Para la reacción conservadora, la I República fue paradigma del caos y el guerracivilismo (no innovarían mucho en su crítica a la II República, como es evidente), mejor olvidarla. Para la gran mayoría de la izquierda, la historia de la República con mayúsculas en España empieza un 14 de abril, lo anterior, tan lejano y ajeno como la monarquía visigótica. Sin embargo, en el breve primer periodo republicano —dentro del contexto del agitado Sexenio Democrático de 1868-1874— es crucial en la historia española (y europea), en él cristalizan los diversos ejes de conflicto de la España contemporánea: la lucha de clases, la organización autónoma de los territorios, la crisis de las élites políticas, la cuestión agraria, etc.
Los sucesos de este periodo demuestran palmariamente que la “excepción española” en la historia europea no se sostiene sobre evidencia historiográfica: la I República y, especialmente, la revolución cantonal es nuestra Comuna. España no era ajena a la potencialidad transformadora (el principal agente de modernización, en palabras del historiador Julián Vadillo) del movimiento obrero internacional.
Volvamos a examinar la experiencia de 1873-74 con otros ojos. Miremos menos al Congreso de los Diputados y más a los fortines de Cartagena, las fábricas de Alcoy o las calles de Valencia. El tópico afirma que fue una “república sin republicanos”, pero los hechos desmienten esta afirmación. Porque los distintos partidos republicanos no eran excepcionales en la época (85 de 352 diputados en las elecciones de 1869) y el sentimiento antiborbónico era tremendamente popular; y si enfocamos el análisis histórico desde abajo y no desde los meros debates de la élite política, hallamos una plétora de conflictos de todo tipo impulsados por las clases populares, desde un minoritario e incipiente proletariado industrial a la rebelión de las regiones y los niveles territoriales más marginados y reprimidos por la construcción del Estado centralizado liberal-borbónico.
El antagonismo social de los conflictos de la época hacen que la I República sea mucho más que una simple república burguesa
Historia
Historia La soledad de la Primera República
Es cierto que los primeros pasos de la República se dieron en un ambiente de deficiencias institucionales, enfrentándose el nuevo legislativo unicameral surgido tras la renuncia de Amadeo I: la acción del Gobierno de mayoría federal se vio entorpecida por el legislativo. Pero estos fenómenos no son los que centran nuestro interés en la I., sino su base popular, en el antagonismo social de los conflictos de la época, que hacen que la I República sea mucho más que una simple república burguesa.
Como bien identificó Josep Fontana, las clases proletarias superaron el mero reformismo desde arriba de los líderes de la Gloriosa de 1868: “Quién podría dudar, por ejemplo, que la consigna de ¡Abajo lo existente!, que tenía un significado de simple reformismo político para Prim, expresaba una protesta social mucho más radical para el proletariado andaluz o catalán que lo siguió?”. La comparación con la Comuna parisina no es un mero recurso retórico: el Sexenio es el momento culminante de un primer ciclo de lucha de clases en el Estado español, ciclo en el que las organizaciones partidistas y sindicales todavía se estaban gestando, y la acción autónoma de obreros y campesinos era el factor determinante.
Fue el poder de las clases populares demostrado especialmente a partir de julio de 1873 el que arrancó al gobierno republicano reformas radicales: Ley Benot (regulación del trabajo infantil, escolarización primaria, jurados mixtos); jornada laboral de 9 horas; repartición de tierras de entre los jornaleros desposeídos). Pero el potencial de estas luchas iba más allá y —como en el esquema marxiano planteado en el 18 Brumario y validado en la experiencia comunera— la maquinaria estatal se evidenció como un obstáculo: era necesaria la creación de un nuevo poder constituyente que la demoliera; desde nuestro enfoque ahí debemos situar la institución del “cantón”.
En esta línea podemos situar el federalismo “desde abajo” de Pi i Margall, a pesar de sus ambigüedades y contradicciones. Engels afirmaba —en un informe tremendamente duro contra los bakuninistas— que Pi i Margall era “el único socialista de entre los dirigentes republicanos”, a pesar de su federalismo de afinidades proudhonianas (fue traductor de su obra).
En cualquier caso, siguiendo el hilo del texto de Engels volvemos al punto en común de las pretensiones proletarias, más allá de las divergencias entre la Internacional dividida: “La República brindaba la ocasión para acortar en lo posible esas etapas y para barrer rápidamente estos obstáculos. Pero esta ocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política activa de la clase obrera española. La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la ocasión de actuar, en vez de dejar a las clases poseedoras el campo libre para la acción y para las intrigas”. Esta pulsión de clase de demoler sucesivamente las formas de poder estatales sirvió como aglutinante de las diversas corrientes políticas (de manera muy similar a la Comuna): republicanos federales, federalistas intransigentes, proudhonianos, bakuninistas, marxistas… Todos participaron —en mayor o menor medida y con divergencias regionales— en la insurrección cantonal que sacudió España en el verano del 73 (el paradigma del caos y la destrucción que acarrea la revolución proletaria y el fin del centralismo liberal para la amplia coalición que conformaba lo que podríamos identificar como “el partido del orden”).
El “partido destructor” (Marx & Engels, dixerunt), con los batallones de voluntarios (integrados por menestrales, obreros, artesanos, pequeños propietarios) como punta de lanza, incendió Valencia (donde la participación de las distintas corrientes de la Internacional fue destacada), Alicante, Torrevieja, Orihuela, Málaga, Cádiz, Almería, Toro, Salamanca… Y especialmente Cartagena (que no se rindió hasta el golpe de Pavía ya en 1874) y Alcoy. El caso de Alcoy constituyó una auténtica revolución proletaria en una de las escasas ciudades industrializadas del país: la Revolución del Petroli. Los cerca de 10.000 obreros empleados en la industria papelera (con jornadas de hasta 18 horas), con gran afiliación a la Federación Regional Española (Internacional bakuninista) decretaron la huelga general. Ardieron las fábricas; el ayuntamiento fue ocupado y sustituido por un Comité de Salud Pública («los ecos de la Marsellesa», que diría Hobsbawm).
Pero al igual que la Comuna, las balas del ejército pondrán fin a estos experimentos revolucionarios. Una vez terminado el escaso mandato de un mes de Pi i Margall, ambiguo entre el pactismo y las interpretaciones insurreccionales del “federalismo desde abajo”. El “partido del orden” vuelve a reconstruirse y afirmarse en la maquinaria estatal. Los generales Pavía y Martínez Campos lideran la liquidación de los focos cantonales. Salmerón y Castelar alimentaron a los militares que acabarían también liquidando la forma política republicana que hasta entonces (al menos en su versión conservadora) ellos mismos habían defendido.
Dos golpes de Estado consecutivos devolverían al trono a los borbones (su única vía para regresar al trono español desde 1868), el “partido destructor” parecía haber sido liquidado, pero rápidamente se vería que los ecos de esta primer gran experiencia insurreccional que fue la I República reverberarían hasta al menos 1939 (“11 de febrero: un anhelo”, rezaba un famoso cartel del PCE de la Guerra Civil) como vía para la emancipación de las clases proletarias y las regiones (paradójicamente este primer federalismo se conforma como una de las formas más coherentes de articulación territorial del Estado español. Sí, mucho más que los Estatutos de Autonomía de la II República). La pregunta es ¿por qué hoy seguimos silenciando los ecos de esta revolución? ¿asustan las luchas autónomas y el cuestionamiento del centralismo y el Estado de los proletarios de 1873, que trascendieron los partidos y sus corrientes? ¿qué impide recuperar (en el sentido del materialismo histórico de Benjamin) el “instante del pasado” que nos ofrece la I República y tomarlo hoy “como un rayo, tal y como relampaguea en un instante de peligro”?
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