Opinión
Contratación pública: ¿el arte de comprar barato aunque salga caro?

El verano vuelve a recordarnos, con incendios cada vez más devastadores y olas de calor que baten récords en toda Europa, que la crisis climática ya no es un escenario futuro, sino una realidad presente. La frecuencia e intensidad de estos fenómenos extremos ponen en evidencia que las medidas graduales resultan insuficientes: se necesitan cambios estructurales y urgentes que transformen la manera en que producimos, consumimos y gestionamos los recursos. La ventana de oportunidad para actuar de forma eficaz se estrecha, y las decisiones políticas que tomemos en el corto plazo marcarán la capacidad de nuestras sociedades para adaptarse y mitigar los peores impactos del calentamiento global.
En este contexto, la reforma de la contratación pública que está en marcha en la Unión Europea es mucho más que un debate técnico. Es, en realidad, una discusión política de primer orden sobre cómo utilizamos uno de los instrumentos más poderosos que tienen los Estados para transformar la economía: el gasto público o, dicho de otra forma, el dinero que gasta el Estado en adquirir y contratar bienes, servicios y obras.
El 8 de septiembre está prevista en el pleno del Parlamento Europeo la votación del informe sobre la reforma de la Directiva de contratación pública
Hoy, cerca de una quinta parte del PIB europeo se mueve a través de contratos públicos. Cada obra de infraestructura, cada servicio externalizado, cada suministro para escuelas u hospitales, está determinado por estas reglas. Sin embargo, lo que debería ser una palanca para impulsar una economía más justa y sostenible se ha convertido, demasiadas veces, en una carrera hacia el precio más bajo. Y esa lógica, aparentemente eficiente, acaba resultando costosa para las personas, el medio ambiente y la calidad de los servicios.
Lo sorprendente es que todavía tengamos que repetir una obviedad de primero de economía política: cuando un Estado adjudica un contrato únicamente al postor más barato no está ahorrando dinero. Lo que hace es externalizar costes. Y esos costes los pagamos después todas las personas: en empleos precarios, contaminación, salud pública deteriorada, menos innovación y más desigualdad.
El espejismo de lo barato
Aunque la normativa actual menciona a la oferta económicamente más ventajosa, el 55% del gasto en contratación pública se atribuye al licitador con el precio más bajo. Adjudicar contratos únicamente en función del precio puede parecer una estrategia de ahorro. Pero, en la práctica, significa trasladar los costes a otro lugar: empleos precarios, menor calidad de los servicios, impacto ambiental y pérdida de innovación. Lo barato, en realidad, se paga caro.
La verdad es que la contratación pública se ha convertido en una especie de Black Friday institucionalizado. Una carrera a la baja en la que las empresas compiten por ver quién ofrece más por menos, aunque el resultado final sea insostenible.
Un contrato barato hoy puede suponer un desastre mañana: en energías renovables, transporte público, sanidad o en los alimentos que comen nuestros niños y niñas en las escuelas. Lo estamos viendo: adjudicaciones con márgenes ínfimos que terminan en servicios deficientes, obras que se paran por quiebras empresariales, trabajadores subcontratados sin derechos y, de paso, más desconfianza ciudadana hacia lo público.
Prioridades para una reforma con sentido
El problema no es técnico, es político. La pregunta de fondo es: ¿queremos usar el enorme poder de compra de lo público para consolidar el statu quo o para acelerar la transformación hacia una economía más justa y sostenible?
La reforma de la Directiva de Contratación Pública es una oportunidad estratégica para alinear el gasto público con el Pacto Verde, la estrategia De la granja a la mesa, los objetivos de biodiversidad y las obligaciones en derechos humanos.
Si Bruselas es coherente con sus discursos sobre clima y justicia social, debe demostrarlo donde más importa: en el presupuesto
La Directiva revisada debería desplazar la atención del coste más bajo hacia la mejor relación entre calidad, valor social y sostenibilidad, integrando resultados medioambientales, sociales y económicos. Para ello es clave introducir criterios armonizados que reduzcan la fragmentación, den seguridad jurídica y alivien la carga administrativa, tanto para los compradores como para las empresas, especialmente las pymes. Al mismo tiempo, la reforma debe reforzar la capacidad del sector público, de manera que se tomen decisiones capaces de acompañar este proceso.
Estas medidas no buscan complicar la contratación, sino dotarla de coherencia. Si la Unión Europea se compromete con la neutralidad climática, la protección de los derechos sociales y la lucha contra la corrupción debe asegurarse de que sus normas de gasto público no vayan en dirección contraria. Se debe convertir en un instrumento de política climática y social.
Recuperar el gasto público para el bien común
La contratación pública es una de las principales herramientas con las que cuentan los Estados para orientar la economía. No se trata solo de adjudicar contratos de manera eficiente, sino de preguntarse qué tipo de sociedad y de modelo económico queremos construir con ese gasto.
A menudo se plantea la contratación pública en clave ecológica, pero no podemos olvidar que también es una cuestión social. Los contratos pueden convertirse en motor de empleos de calidad, sobre todo en sectores clave como la rehabilitación de edificios, el transporte público, la gestión de residuos o la energía renovable. Pero eso exige condiciones: cláusulas de formación, requisitos de empleo local, salarios dignos, respeto a los convenios colectivos. Además, los criterios ambientales y sociales no son excluyentes, sino complementarios: lo verde es más robusto cuando también es justo. Se trata, en definitiva, de recuperar el gasto público para el bien común para que cada euro invertido contribuya a la transición ecológica, al trabajo digno y a una economía europea más justa y resiliente.
Es en los contratos, en las cláusulas, en los pliegos, donde se decide si el Pacto Verde será una realidad tangible o un eslogan más
Estamos, así pues, no ante una actualización técnica, sino una decisión política. O la UE se atreve a poner criterios sociales y ambientales en el centro de su normativa de contratación o seguirá alimentando un sistema que precariza, contamina y debilita la confianza en lo público.
La coherencia que Europa necesita
La Unión Europea se enfrenta a un dilema. Puede seguir celebrando estrategias y planes climáticos y sociales mientras mantiene un sistema de contratación que los contradice en la práctica. O puede alinear por fin sus políticas con sus compromisos, utilizando su enorme capacidad de compra para transformar la economía en lugar de perpetuar sus desequilibrios.
El 8 de septiembre está prevista en el pleno del Parlamento Europeo la votación del informe sobre la reforma de la Directiva de contratación pública, uno de los primeros hitos del proceso. Si Bruselas es coherente con sus discursos sobre clima y justicia social, debe demostrarlo donde más importa: en el presupuesto. Porque los discursos no construyen molinos de viento, ni rehabilitan viviendas, ni generan empleos dignos. Los contratos públicos, sí.
La contratación pública es una prueba de coherencia. Es en los contratos, en las cláusulas, en los pliegos, donde se decide si el Pacto Verde será una realidad tangible o un eslogan más.
La reforma que se discute en Bruselas es, en última instancia, una oportunidad para demostrar que lo público no está para comprar lo más barato, sino para garantizar lo más valioso: derechos, sostenibilidad, cohesión y futuro.
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