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Culturas
La “Cultura”, un animal mitológico
La crisis económica derivada de la pandemia del coronavirus deja ver las entretelas de un debate poco usual en el ámbito español. Pareciera que de repente los trabajadores de la cultura, esos intermitentes, coman, paguen facturas y no sean ángeles de ficción, sin sexo ni apetito, que han venido al mundo a rellenar nuestras horas muertas.
“Primero la vida y luego el cine”. La frase la dijo primero Orson Welles. El pobre, en mal momento, confesó que prefería tener a sus amigos cerca, aunque fueran malos actores. Como ocurre con las citas estampadas en los sobres de azúcar, sacadas vilmente de contexto, la cita se posaría de forma catastrófica junto al café del actual ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribe, minutos antes de su rueda de prensa. Otra explicación no puede haber.
La hecatombe, eso sí, no vino por la frase en cuestión, sino más bien por lo que no dijo. En sus declaraciones, adelantó que no habría medidas específicas para eso que llamamos “sector cultural” para paliar la previsible, en este caso ya palpable, crisis económica derivada del coronavirus. A fin de cuentas, añadía el ministro, los trabajadores culturales, ya podían acogerse a las “medidas generales y trasversales hasta que termine la crisis sanitaria”.
Para ir quitando de en medio la morralla discursiva típica del formato ruedaprensil habría que decir que, o el ministro no conoce su propia parcela, o no quiere conocerla. Ambos casos pueden ser válidos dada la situación.
Cojamos un ejemplo sencillo, rutinario. Un actor contratado en el último mes para la representación de una obra teatral nos sirve. Las “medidas generales y trasversales” acogerían al trabajador si hubiera estado contratado los dos últimos meses. Pero si sumamos los días de espectáculo que el actor ha cotizado, llegaremos con suerte a dos semanas. Eso, que el ministro lo sabría si tuviera algo de conocimiento al respecto, no significa que no haya trabajado. Ha ensayado, se ha aprendido su texto, incluso puede que lo haya escrito, e incluso ha dedicado a ello los últimos ocho meses, sólo que el pago por el montante de horas si lo hubiere (eso con suerte si no ha ido a taquilla) ha sido único. Hablamos, para entendernos, de los intermitentes, en definitiva, una figura difícil de entender en el contexto laboral español. Trabajar un día para el que has dedicado horas infinitas de trabajo anterior, y vivir con lo ganado mientras sigues creando hasta poder volver a mostrar tu trabajo. Podemos llamarlo “estacionalidad” si les suena más familiar.
La circunstancia de este actor, intermitente, está, eso sí, camuflada en un cajón de sastre que llamamos “sector”. Para que se haga el lector una idea del asunto es mejor repasar los datos. En España hay, a priori, o eso dice el INE (descartemos aquellos que no figuran porque el contrato es inexistente) 710.000 trabajadores que pertenecen a ese “sector cultural”. De primeras, ya avisamos, el término es problemático.
En ese cajón de sastre estarían, por un lado, los “profesionales y técnicos del mundo artístico y cultural” (ya ven que el palabro cultura se repite como el ajo) y que suponen 388.500 empleados. Más de la mitad.
Por otro, la matriuska del “sector cultural”, divide también a los “escritores, periodistas, lingüistas, artistas creativos e interpretativos, archivistas, bibliotecarios y conservadores” que significan 169.300 trabajadores. Para que nos entendamos, cuarto y medio.
Por si aún no había suficiente lío, queda aún un último segmento, el de las “actividades cinematográficas, de vídeo, radio y televisión”, que dan un total de 76.100 trabajadores. El cuarto que faltaba.
Grosso modo, esto supone casi un 4% del empleo total del país. Una barbaridad. La misma que intentar meter en el mismo saco de ese “sector” al funcionario de una biblioteca pública que a nuestro amigo el actor. No sería extraño, por tanto, definir como la misma barbaridad pedir las mismas medidas económicas para ambos con la excusa de que, claro, pertenecen al “sector”.
De este ámbito, como decimos, extrañamente heterogéneo, un 68% son asalariados, lo cual ya nos da pistas (¿no tenemos a lo mejor un poco trucados los datos, englobando a funcionarios, trabajadores por cuenta ajena y empresarios en un mismo saco?). La temporalidad se fija en 126.300 empleados, es decir, aquellos que han sido contratados, un número ya escaso teniendo en cuenta de que hablamos en clave nacional. Esto nos podría hacer dudar definitivamente de esta idea confusa de lo que significa el sacrosanto “sector”. De eso, no se preocupen, hablamos luego.
La cuestión en este sentido son los intermitentes. El colega actor mencionado anteriormente, que a fin de cuentas podría ser un bedel, un técnico de luces o un taquillero. He ahí la clave de bóveda y el agujero por donde aparecen legítimamente las quejas sindicales, las de los trabajadores sin medidas a las que acogerse y la incertidumbre de si ese “sector cultural” puede o no soportar una tesitura de esta magnitud.
Desde que el ministro del sobre de azúcar habló, las reivindicaciones han sido múltiples, con el tono más o menos elevado, pero siempre en la circunstancia de una defensa casi de la totalidad, de lo inefable. De quienes aman la Cultura y los que no. Como si el ministro fuera algo así como un diablo de tres cabezas. Da la sensación, a pesar de todo, de que el ministro no es el único perdido en este asunto.
La cultura es en términos económicos un tejido productivo más, que se ensancha y se achica según las circunstancias y el espacio de trabajo
La problemática de todo esto es, valga la redundancia, cultural. Pretender englobar unas medidas económicas de rescate social para trabajadores, no en sus condiciones específicas de relación laboral, sino en una idea de la Cultura, así con mayúsculas, romantizada, sin concretar en las condiciones materiales, siempre apelando a lo que parece ser la quinta esencia de lo humano, ya se sabe, el Arte, y no a las circunstancias de un trabajador más.
La crisis económica derivada de la pandemia del coronavirus deja ver, de hecho, las entretelas de un debate poco usual en el ámbito español. Pareciera que de repente los trabajadores de la cultura, esos intermitentes, se quejaban poco y que ahora eppur si muove, coman, paguen facturas y no sean ángeles de ficción, sin sexo ni apetito, que han venido al mundo a rellenar nuestras horas muertas
La cosa cultural
Pero para entrar en materia habrá que empezar por la raíz. No vamos aquí a descubrir la pólvora. La pregunta ¿qué es la cultura? no tiene respuesta válida. Si metiéramos en una misma sala al catedrático de Letras más astuto, al mejor actor, a la mejor directora escénica, al mejor director de cine, a la escritora de best-sellers y a la de la fina letra, al empresario teatral y al empresario cinematográfico, al iluminador de Kubrick y al espectador de bono y medio en todos los teatros de Madrid, sacaríamos un libro precioso. Pero conclusiones sobre qué es o no es la cultura, ninguna.
La cultura y el arte son dos categorías que se nombran con libertad pasmosa por universitarios de primer año y panfletos. Aviso a navegantes: ni con unos ni con otros se puede tener un debate serio, al menos no con el rigor que es necesario en mitad de una pandemia.
Pensar en estos términos a primera vista elevados es, de facto, banalizar la situación. Pero romantizar y convertir el hecho artístico en algo que cae del cielo no es tampoco nuevo. La causa es sencilla, parte de esta idea decimonónica de que el arte engrandece el alma, esa cosa inocua. Tenemos pingües resultados de ello: la romantización de la pobreza en base a la excusa del alimento superior. Esta cosa cristiana de que si uno alcanza lo divinidad, ya no necesita comer. En nuestros días le hemos dado la vuelta con el mismo resultado. El mantra se traduce, fruto del afán repipi de las tazas rosas y las citas en los sobres de azúcar del señor ministro, en aquello de que “el arte nos hace mejores personas”. Ahí lo llevas.
Esta estupidez supina, este requiebro del humanismo en pos de su utilidad, que nos lleva a pensar que por leerse el Quijote uno mejora su filantropía. Dicho lo cual esto es casi un insulto para los millones de seres humanos cultos que han dedicado su vida a joder al otro.
Porque el arte, como todo discurso elaborado en torno a una conciencia previa, no parte de la moral, es más, normalmente duda sobre ella. El arte moderno no está hecho para posibilitar certezas, sino dudas. Parte del sujeto y en el sujeto se queda. Es, así calculando mal y pronto, un regalo de la burguesía incipiente de hace casi cinco siglos. Quien saque certezas tras leer un libro, sólo tiene que leerse otro para desmontarlas.
Así las cosas, no hay solución única para el concepto cultura ni para el concepto arte. Hay soluciones. Muchas. Y tranquilícense los teólogos, que cuando ha habido una, muy bien tampoco nos ha ido.
Lo primero que habría que preguntarse, quizás, es por qué hay tanto columnista pensando en los libros como alimento y tan pocos pensando en el alimento de quienes los escriben
Por ello, con el debate acumulado, podemos decir que la vertiente del discurso no quita que, con todas sus rarezas, sea en términos económicos un tejido productivo más, que se ensancha y se achica según las circunstancias y el espacio de trabajo. Siempre por razones, valga la redundancia, socio-culturales, que se adentran de lleno en cosas tan antipáticas como un presupuesto general o el mismo Estatuto de los Trabajadores. El esfuerzo para aproximarse a un mínimo de conciencia de clase a un segmento de la población a la que le otorgamos tamaño poder es en este sentido casi titánico. Pero ese es otro tema.
De sus rarezas laborales hablamos más abajo, pero ya de antemano podemos apreciar que algo nos indica lo extraordinario de los trabajadores de la cosa cultural, pocos y en condiciones de constante legitimación de su trabajo, influyentes en lo mediático sólo hasta cierto punto, el que le dejen sus condiciones laborales. La conclusión es que, a tenor de lo esgrimido, siempre necesitará por tanto extraordinarias medidas para que funcione con cierta salud. Algo tan agudo como ese mito tan ajeno a nuestro tiempo que llamamos política a largo plazo.
La cosa del pan
Dicho esto, y para que quede claro: los libros no son pan y no sólo de pan vive el hombre. Nota al cante por si se nos ha olvidado lo de la cosa cultural: abandonemos la dialéctica de lo material y la trascendencia. La pregunta no es si los libros, la música, el cine o el teatro son equivalentes a un mollete. Lo primero que habría que preguntarse, quizás, es por qué hay tanto columnista pensando en los libros como alimento y tan pocos pensando en el alimento de quienes los escriben.
El meollo, que necesita pasar con más o menos éxito este trance para ser examinado, está, vuelve la mula al trigo, en sus circunstancias específicas de trabajo. Véase, la tan cacareada intermitencia. Porque hemos decidido que la cultura es, en términos socioeconómicos, un lugar limitado por los trabajadores de la cultura. Y hasta aquí todo bien. Pero resulta que el concepto de trabajador en España está tan limitado a su productividad, a lo cuantitativo, que lo cualitativo ya tal. Porque habría que dejar de pagar por tarifas y empezar a pensar en cómo subsisten quienes abonan las horas de trabajo que lleva la confección de una idea, a la conclusión de este, ya sea una historia, un relato una melodía, en fin, cualquier elemento que suponga abandonar el pensamiento mecánico y pasar al creativo. Ir de las musas al teatro y viceversa.
Pasar de la realidad que vemos a quienes lo posibilitan es un paso para el que hace falta esfuerzo.
Aquí el ejemplo de las artes escénicas es claro. La clase política española, que es muy pintona para estas cosas, decidió en un momento dado, tras la crisis económica a comienzos de los años 90, después de emborracharse de Europa y Expo, que a los artistas se les pagaría por representación, que las altas en la Seguridad Social irían por días de actuación. El pago por caché, que tampoco llevaba mucho tiempo con nosotros, pasó a mejor vida, y si bien ha hecho apariciones estelares en algunas Autonomías los últimos años, el sistema se estableció así para la cosa cultural. Un o lo tomas o lo dejas que, como las lentejas, al final se repiten.
En un contexto de crisis económica, se aceptan las cosas como un esfuerzo, cuando en realidad son cambios de modelo. Es un universal del que ya nos hemos ido dando cuenta, pero que siempre pilla de nuevas.
La cuestión es que, en el momento de ese cambio de modelo, ya existía un “sector” que no era otra cosa que las compañías y actores, y que habían resistido o se habían creado a lo largo de los 80, ganando relevancia social en torno al cine y la televisión.
Cuando esto ocurrió el “sector”, chitón, claro. No se le puede culpar, también querrían comer. Pero lo que quedaba fuera de ese “sector” o cayó por el desagüe o se reciclaron en escuelas y talleres, cuando no en salas alternativas donde se malvivía ya fuera del amparo institucional. Todo dependía, en el fondo, al igual que antes, de que las arcas estuvieran llenas, sólo que esta vez sin un proyecto político que lo sustentase. Mientras que hubo dinero, en los ayuntamientos y comunidades se gastó a corto plazo, sin miramientos, dejando cero estructuras y el susodicho plan a largo plazo brillando por su ausencia.
De esta dejadez institucional, al igual que ocurre con otros ámbitos que dejaron de tener amparo estatal, la responsabilidad última se la llevó el propio creador, trabajador en suma. Su culpa: no ser capaz de crear riqueza con sus propias manos. El juego es maligno, pero lo convertimos en un paria sea como fuere. El fondo de la cuestión es que el Estado viene a decir que te las avías solo, que vamos a contratar “lo que se pueda y me convenga”, pagando a su vez “lo que se pueda y me convenga”. Se aplica así esta regla darwiniana de que sobrevivirá el que tenga talento y el que no “pues no sería tan bueno”. Esto además acogerá la evolución torticera del discurso neoliberal, cuyo exponente principal en nuestros tiempos es Vox, de “no voy a pagar lo que no quiero ver”. De aquellos polvos, estos lodos.
Se potenció la diferencia entre el profesional y el amateur. Ese profesional había firmado además un pacto que les obligaba a ser cada vez más partidistas (partidistas del bipartidismo, vaya)
El espectador, el lector o el melómano pasan a ser clientes. Un discurso en el que el poder se le otorga al público, que no sabemos muy bien quién es, ya que el público pasa a ser consumidor per se. El resultado es que la conciencia de lo que es legítimo o no representar en un escenario pasa a manos de otros, al debate mediático sobre si algo está bien o está mal. La moral de nuevo acecha.
De esta forma, en el paraíso de la productividad, la pluralidad de discursos se va al traste. El peligro de esta crisis en no es de hecho solamente económico, es de proyecto. De proyectos muy viejos, en realidad. La Ilustración traía consigo debates sobre el humanismo, el arte, la educación o la democracia. De cómo resolvamos estos asuntos aún depende en buena parte la España de las próximas décadas.
La cosa Madrid
Además, el nuevo modelo cortaba de raíz la relación posible entre centro y periferia. Las periferias, sin estructura previa, se quedaban fuera del tinglado ante la falta de ingresos y las capitales culturales, que pasaban a ser Madrid y Barcelona, acaparaban el grueso del sobrante. De algún modo tenía sentido, eran los únicos que ya tenían una infraestructura creada por cuestiones evidentes. Pero, por si no se ha hecho la cuenta, quedan otras catorce comunidades, País Vasco aparte, cuyos artistas van a volverse completamente dependientes de esos centros, salvo por las salas de iniciativa privada que, en otros formatos, dieron cobijo a conciertos, espectáculos o cine-fórum. En definitiva, el “irse a Madrid” volvería a ser lo de siempre.
Esta situación, que no sólo ocurre en el ámbito de lo teatral, sino que es trasversal (hagan la misma fórmula con la música, el cine o la literatura y les saldrá el mismo resultado), termina de vertebrar la idea de “sector” en España, que no dejan de ser voces muy localizadas, con altavoces mediáticos casi inexpugnables.
El juego es de nuevo una trampa de proporciones bíblicas. La diferenciación entre el “sector” y “lo de afuera” potencia la diferencia entre el profesional y el amateur. En amateur se convirtió todo aquel que no podía trabajar de eso, y el profesional el que sí. Ese profesional había firmado además un pacto con el diablo que les obligaba poco a poco a ser cada vez más partidistas (partidistas del bipartidismo, vaya), más conformistas. Vamos, que aquí se generó una élite de muertos de hambre.
La misma que recibía unas subvenciones que no eran otra cosa que migajas para mantener el tipo y que tanto monta, monta tanto, iban entrando y saliendo del panorama institucional dependiendo del gobierno o alcaldía que tocase. El debate artístico, por supuesto, se tornó más homogéneo y lo demás un desierto.
Sólo así nos podemos explicar que el número de trabajadores con contratos temporales que hemos citado al principio, 176.000, nos suponga un número casi ridículo. Para la oferta cultural existente. Apenas sabemos cuántos de esos trabajadores culturales no ha trabajado este año, cuántos han resistido haciendo un proyecto desde cero sin ningún tipo de financiación y cuántos, que me temo no serán pocos, no ha visto un contrato laboral en su vida. La situación tenía eso sí, una serie de anclajes que sostenían este discurso en base a una rentabilidad escasa y a una precariedad exacerbada, que amparada en el discurso que venimos hablando encontraba su apaciguamiento. Lo que nadie se imaginaba era una pandemia global, un confinamiento de meses y un parón indefinido de la actividad laboral.
La cosa #ApagónCultural
En esas, parte del “sector”, que ya es casi una entelequia a esta alturas de la historia, propuso esta semana el #ApagónCultural ante las declaraciones de Uribe (llegados a este punto del artículo sólo puedo gritar “Guirao, we miss you so much”).
Un incendio en redes más que un apagón se consiguió. En cuanto al hastag sólo en el sintagma ya podemos apreciar dos cosas que explican por sí mismas el problema. De aquí se entiende que la cultura es algo así como un interruptor, que se enciende y se apaga cuando uno quiere. El detalle de “Cultural” que chirría, cómo no en mayúsculas, lo diagnosticamos como un síntoma leve del enfermo. Ah, y lo de Juan Echanove gritando por Instagram “¿Para qué quiero un ministro si no tengo Cultura?” lo dejamos para otro día.
Más allá de la prepotencia del término y del hecho de que plantear una huelga es absurdo (libros va a haber, películas va a haber, conciertos grabados va a haber y el teatro, al que nadie puede ir, si apuramos, hasta se puede ver grabado) suena de repente raro escuchar un discurso reivindicativo a estas alturas.
Primero porque a bote pronto la cosa se ha explicado mal. Huelga, huelga no era. Más bien se trataba de un parón, dicen algunos ¿A quién se le ocurriría montar una huelga gremial en mitad de un Estado de Alarma? Para explicitar la futilidad del arte no hacía falta tanto alboroto.
Pero en esta maraña de “sector”, imagínense, no es fácil aunar criterios. Lo que no quita, eso sí, que las reivindicaciones sigan teniendo cabida y sean lógicas aunque las lógicas del sector lo dificulten. El ruido es bueno. Háganme caso. A buenas horas mangas verdes, pero sí. Que se abra debate es el paso esencial para que el ministro reconsidere o no. Que reconsiderará. Eso ténganlo claro. Sólo hay que repasarle el currículum para cerciorarse de que el pobre no se ha visto en otra.
La cosa Estatuto del Artista y su intermitencia
Habría que incidir entonces en la cuestión meramente económica. En soluciones a corto plazo, teniendo en cuenta la dificultad evidente de la situación. El Estatuto del Artista en este sentido es clave. Lo explicaba ya el exdiputado de Podemos, Eduardo Maura en un artículo de CTXT con respecto a los avances en el Estatuto. “No está redactado de acuerdo con la división tradicional de la cultura en sector audiovisual, artes visuales, música, artes escénicas, circo, etc. Al contrario, el informe plantea la necesidad de superar ese esquema y abordar los problemas en dos ejes: trabajo (por cuenta ajena/por cuenta propia), por un lado, e intermitencia (más intermitencia/menos intermitencia), por el otro. Esto es un paso adelante decisivo con respecto a otros informes del sector, que abundaban en diagnósticos, pero no eran capaces de plantear respuestas claras. Esto, en parte, se debía a un defecto metodológico y de mirada: el sectorialismo”.
Culturas
Mamá, ahora sí querré ser artista
La Comisión de Cultura del Congreso aprueba por unanimidad la propuesta de Estatuto del Artista, que deberá ser ratificada en el Pleno. El texto plantea cambios legislativos de calado para adaptar la normativa a la realidad laboral de medio millón de personas.
Algunas de las medidas dentro del último paquete legislativo del Estatuto del Artista, como el reconocimiento de la intermitencia y la estacionalidad, que no estaban incluidas en el decreto del 31 de marzo, podría subsanar el problema de los contratos breves y la inactividad, que para el caso son los más urgentes.
Esto, además, como venimos comentando, no se acota únicamente a ese ámbito del trabajador cultural, sino que se abre a todo el ámbito laboral.
Culturas
La clase obrera de la cultura en la era Amazon
En el acto de entrega de la cartera, el ministro de Cultura saliente, José Guirao, le dijo a su sucesor en el cargo, José Manuel Rodríguez Uribes, que “los ministros, los concejales y los consejeros no hacemos la cultura, la hacen los creadores y los ciudadanos”. El problema es en qué condiciones se realiza en un mundo dominado por corporaciones gigantes que imponen sus normas, como Amazon y Google.
Para esos intermitentes queda, además, todo un contexto de crisis, donde la posición con respecto a la cultura en el proyecto político de país debería ser parte esencial del debate. Un debate que debería iniciarse cuanto antes, todo sea dicho. De nada servirá un rescate social a los trabajadores culturales si cuando todo esto termine no hay planes integrales de financiación y promoción de estructuras. Viendo las últimas nuevas del Estatuto, un pacto de consenso sin precedentes en el que ya superaba la idea sector, las medidas ya estaban sobre la mesa. “Crisis” tiene en su raíz el cambio, por poner una nota de optimismo. El berrinche y el enfado, más entre semejantes, que no es cosa nueva por desgracia, siempre será inútil y quizás nos sirva más eso de sentarse a hablar con cierta propiedad y empatía. No sería mala cosa.
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