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Coronavirus
Crónica crítica de la gestión pandémica: el caso italiano
Cuando la pandemia de covid-19 les explotó en la cara a los países europeos, con los primeros casos en Italia, la reacción de casi todos los gobiernos fue aplicar fuertes restricciones a la vida social, con el fin declarado de disminuir los contagios. Más allá de su eficacia, claramente significativa, aquellas medidas provocaron estragos en grandes capas de la población (a nadie le sorprendió que las más afectadas fueran las capas inferiores). En cada intervención gubernamental, las restricciones se justificaban con un “conocemos poco el virus y la enfermedad, esto es lo único que podemos hacer”.
Algunas voces se levantaron tímidamente para señalar que, a pesar de que se tratara de un virus desconocido hasta la fecha, no era el primer coronavirus —la subfamilia a la que pertenece el SARS-CoV-2— al que se enfrentaba el mundo globalizado (sin ir más lejos, el que provoca el resfriado común pertenece a ese mismo grupo). Además, para quienes se ocupaban de salud pública y epidemiología resultaba evidente desde el principio que técnicas como el contact tracing (rastreo de contactos), junto con la utilización de tests específicos para detectar el virus en las vías respiratorias y la aplicación de cuarentenas selectivas, era muy probablemente el método más eficaz de controlar la incipiente pandemia. Nada que no se supiera ya —como principio, más allá de la tecnología y los avances en el campo de la epidemiología— al menos desde tiempos de las pandemias medievales de peste.
Concedamos que la coyuntura del momento no permitió a los gobiernos llevar a cabo de forma rápida y eficaz ese tipo de medidas desde el principio (quién sabe si el desmantelamiento de los servicios públicos perpetrado en las últimas décadas por los gobiernos neoliberales y socialdemócratas, o la individualización extrema de la sociedad, tenían algo que ver).
Actualmente, la situación es muy distinta. En los casi dos años que han pasado desde el inicio oficial de la pandemia, una ingente cantidad de recursos —inédita en la historia de la Humanidad— se han dedicado a investigar una sola enfermedad desde casi todos los puntos de vista imaginables. Así, en el momento de escribir estas líneas, el principal archivo de estudios biomédicos a nivel mundial, PubMed (dependiente del gobierno de Estados Unidos), cuenta con casi 140.000 artículos cuyo título contiene la palabra “covid-19”, publicados todos ellos en los dos últimos años.
Gracias a ese inmenso esfuerzo colectivo (que, no obstante, no deberíamos idealizar, porque no deja de estar sujeto a las mismas dinámicas de poder e intereses económicos que el resto de la sociedad), ahora conocemos bien la estructura del virus y sus efectos en el organismo (no solo en el sistema respiratorio).
Sabemos que la covid-19, la enfermedad que genera la infección del virus, no es “una simple gripe”, aunque para muchas personas sanas y más o menos jóvenes la experiencia de haberla pasado haya sido muy parecida. Sabemos que la mayor parte de personas infectadas son asintomáticas o presentan síntomas muy leves, y que esto permite al virus difundirse más eficientemente (y esto podría ser especialmente cierto con la nueva variante ómicron). Sabemos también cómo se producen los contagios, que la distancia no es suficiente cuando se está en grupo en lugares cerrados porque el virus no se transmite únicamente a través de las microgotas de saliva —como se creía en un primer momento—, sino que puede además concentrarse en el aire en forma de aerosol cuando la ventilación es escasa. Sabemos que las personas ancianas o con ciertas patologías son especialmente vulnerables a los efectos del virus, mientras que los niños —contrariamente a lo que ocurre con otras enfermedades— no constituyen una población de riesgo.
Sabemos también que el “salto de especie” (conjunto de mutaciones que permiten a un agente patógeno infectar una nueva especie) realizado por el SARS-CoV-2 se produjo con alta probabilidad en los ambientes de la industria zootécnica planetaria. Ninguna sorpresa: hacía años que organismos como la FAO venían avisando de que los tratamientos veterinarios y, sobre todo, la alimentación que se da a los animales en régimen de ganadería intensiva son un caldo de cultivo magnífico para el “nacimiento” de nuevos patógenos. La gripe aviar, el SARS-CoV-1, la gripe porcina y la enfermedad de las vacas locas son ejemplos de ello.
Más allá de los estudios puramente científicos, la experiencia de gestión global de la pandemia también nos ha enseñado mucho. Hemos comprobado, por ejemplo, que resulta imprescindible disponer de una atención primaria robusta y cercana a la ciudadanía
Más allá de los estudios puramente científicos, la experiencia de gestión global de la pandemia también nos ha enseñado mucho. Hemos comprobado, por ejemplo, que resulta imprescindible disponer de una atención primaria robusta y cercana a la ciudadanía, que permita reducir el número de pacientes que acaban en las UCI (evitando que su situación clínica se haga demasiado grave) y que funcione además como un canal de información seguro para la población, en un contexto mediático altamente tóxico. En estos dos años hemos verificado —por si a alguien le quedaba alguna duda— que el modelo de “sanidad mixta público-privada” —ese vomitivo eufemismo utilizado para referirse a un sistema sanitario en el que empresas privadas parasitan a la sanidad pública— hace aguas cuando llega una auténtica crisis sanitaria. Los miles de personas de más que murieron en marzo de 2020 en lugares como la Comunidad de Madrid o Lombardía —regiones que comparten una trayectoria similar en el desarrollo político-económico de sus sistemas sanitarios— son los crudos testigos de esa constatación. Por otro lado, esta crisis ha puesto de manifiesto —con más fuerza aún si cabe—, lo que la economía feminista viene denunciando desde hacía mucho tiempo: la mercantilización de la vida existente y la invisibilización de los trabajos que permiten su sostenimiento.
Ahora sabemos —aunque los discursos con los que nos machacan los grandes medios de comunicación vayan en la dirección contraria— que la crisis del covid va mucho más allá de la aparición de un nuevo virus en nuestras vidas. Como escribía Richard Horton, director de la prestigiosa revista The Lancet, en un editorial en septiembre de 2020: “Hemos reducido esta crisis a una mera enfermedad infecciosa. Todas nuestras intervenciones se han concentrado en limitar las vías de transmisión viral. La ‘ciencia’ que ha guiado a los gobiernos la han dirigido principalmente personas expertas en epidemiología y enfermedades infecciosas, quienes comprensiblemente han encuadrado la emergencia sanitaria actual en términos de plaga secular. […] Pero el covid-19 no es una pandemia. Es una sindemia”.
Todo ha cambiado, nada ha cambiado
A pesar de todo ese conocimiento teórico y práctico acumulado en estos casi dos años, los gobiernos europeos han modificado más bien poco su gestión de la crisis. Aunque en ocasiones pueda parecer que las medidas que toman semana tras semana sean casi improvisadas, el principio subyacente que utilizan como brújula sigue siendo el mismo: imponer restricciones autoritarias a la vida social como principal herramienta para reducir los contagios, priorizándolas sin titubeos a cualquier inversión sistémica en los servicios públicos. O, lo que es lo mismo, descargar toda la responsabilidad de la gestión pandémica sobre los hombros de la mayor parte de la ciudadanía, de cuyos comportamientos individuales se hace depender la evolución de la crisis sanitaria. Y quien dice responsabilidad dice sacrificio, porque adecuarse a esas reglas de vida en muchas ocasiones significa pagar un alto precio.
Es el caso, por ejemplo, de quienes confinándose sufrieron en carne propia un agudizamiento de la precariedad laboral, la violencia doméstica y/o problemas de salud mental. Agudizamiento que, en muchos casos, duró mucho más allá de la “reapertura”. Cambios a peor que muchas personas sienten ya como sistémicos. Que vinieron para quedarse, vaya.
Coherentemente con el principio por el cual toda la responsabilidad recae sobre los hombros de los individuos, los distintos cuerpos de policía han visto reforzadas sus funciones de control social (en Italia, el actual comisario extraordinario para la gestión pandémica, un homólogo de Fernando Simón, es el general del ejército Francesco Paolo Figliuolo). Desde la vigilancia de las calles durante los primeros confinamientos y los posteriores toques de queda hasta su función de maestrillos del civismo —con porra y pistola— encargados de controlar el uso de las mascarillas.
A pesar de la retórica heroica que desde las altas esferas se ha dedicado a los trabajadores y trabajadoras de la Sanidad, esta no se ha beneficiado de forma estructural de una crisis sanitaria que era evidentemente una oportunidad para reforzar el servicio público más esencial de todos
Por otro lado, a pesar de la retórica heroica que desde las altas esferas se ha dedicado a los trabajadores y trabajadoras de la Sanidad, esta no se ha beneficiado de forma estructural de una crisis sanitaria que era evidentemente una oportunidad para reforzar el servicio público más esencial de todos. Ahora resulta claro, paladino, para quien no lo fuese ya, que los dogmas neoliberales —que implican un mantenimiento mínimo del Estado de bienestar— están muy por encima del bienestar, valga la redundancia, de la mayor parte de la ciudadanía. Y que esos dogmas atraviesan las políticas, en mayor o menor medida, de todos los gobiernos europeos.
El pasaporte covid, un salvoconducto para la vida
Durante el otoño de 2020, con la llegada de la segunda ola y la consecuente hostia de realidad tras un verano en el que la sensación —tan irracional como palpable— de que lo peor había pasado, el tema de las vacunas contra el nuevo virus empezó a estar cada vez más presente en el debate público. Italia, que en distintos periodos del siglo XX ha funcionado como laboratorio social avanzado, presenciaba en ese mismo periodo las primeras movilizaciones —esencialmente espontáneas y con una pequeña dosis de normal violencia— contra la gestión gubernamental de la segunda ola. El gobierno italiano —por entonces aún en manos de Giuseppe Conte—, quién sabe si como respuesta, temiendo quizás una agudización de las protestas, inició una campaña que anunciaba la llegada de las vacunas como el milagro que nos devolvería a la normalidad. Esa campaña, de facto aún en pie, modelaba una esperanza con pies de barro ya que, si bien las vacunas podían convertirse —y así lo han demostrado— en un instrumento eficaz para controlar la pandemia, en la comunidad científica era vox populi que de ninguna forma habrían sido capaces de finiquitar al virus.
Los países occidentales decidieron dejar el desarrollo y producción de las vacunas en manos de varias multinacionales del fármaco (aunque no solo), que fueron regadas con miles de millones de euros, dólares y libras esterlinas provenientes de las arcas públicas de los distintos Estados. Como denunciaba la alianza de organizaciones No es Sano en un informe publicado el pasado mayo, esa inversión pública se realizó “sin poner condiciones”, y sin asegurar el acceso universal ni precios justos para todos los países. Todo coherente con los manuales prácticos neoliberales, según los cuales hay que financiar públicamente a las grandes empresas, pero dejándoles la libertad de gestionar ese dinero como mejor consideren.
Así, los miembros de Big Pharma encargados de la salvación de la Humanidad realizaban a finales del otoño una campaña más basada en principios publicitarios que en evidencias científicas, tal y como denunció el virólogo italiano Andrea Crisanti. El también catedrático de Microbiología y director del Departamento de Medicina Molecular de la Universidad de Padua, sometido a un fuerte ataque mediático por sus críticas, consideraba en noviembre de 2020 que “[el haber] depositado todas las esperanzas en la vacuna, como haría con la lluvia un pueblo sediento en medio del desierto […] no justifica la demonización de quienes puedan tener dudas, de quienes piden explicaciones y transparencia. Seguir ese camino es la mejor forma de alimentar sospechas y dar argumentos a quienes se oponen al uso generalizado de las vacunas”.
Sin saberlo, el médico romano preveía con esas palabras el que sería el nuevo enemigo público número uno de la crisis pandémica: el antivacunas, el negacionista. Una categoría existente pero exagerada hasta la náusea por el sistema político-mediático, que ofrecía a los gobiernos una cabeza de turco perfecta para seguir liberándose del peso de su responsabilidad en la reactivación de la crisis sanitaria. Los personajes que habían ocupado ese rol desde marzo de 2020 habían sido de lo más variopinto: los niños —cándidos y eficientes untori (contagiadores)—, los runners —literalmente perseguidos por la policía durante los confinamientos—, los jóvenes y su irresponsable vida social, etc. Curiosamente, en Italia esa búsqueda continua de culpables nunca llegó a interceptar a Confindustria, la potente patronal de la industria transalpina, que durante los momentos más crudos de la primera oleada consiguió incluir sus necesidades de negocio en la acción de gobierno, contribuyendo así a la masacre que se produjo en el noroeste del país durante el periodo marzo-abril de 2020.
Y en esas llegó el pasaporte sanitario o green pass, un documento nacido en el seno de la Unión Europea para controlar los desplazamientos de personas entre sus Estados miembros. Desde el principio, fue criticado desde distintos lugares por la equiparación legal que generaba entre estar vacunado y haber resultado negativo a un test (PCR o antígenos); dos condiciones que poco tienen que ver entre sí. Mientras que la vacuna protege a quien se la ha puesto (y reduce solo en mucha menor medida la probabilidad de contagio), saber que eres negativo al SARS-CoV-2 te permite proteger mejor a los demás.
El gobierno de Mario Draghi, con un amplísimo apoyo en el parlamento italiano , vio en el pasaporte covid la oportunidad perfecta para solidificar ese principio por el cual toda la responsabilidad de la pandemia debía recaer sobre los hombros de la ciudadanía
El gobierno de Mario Draghi, con un amplísimo apoyo en el parlamento italiano, vio en el pasaporte covid la oportunidad perfecta para solidificar ese principio por el cual toda la responsabilidad de la pandemia debía recaer sobre los hombros de la ciudadanía. Así, a mediados del pasado junio, el gobierno italiano promulgaba un decreto que hacía obligatorio el green pass para acceder a la mayoría de eventos públicos y a las residencias de ancianos, y también para desplazarse a regiones del territorio nacional que estuviesen en zona naranja o roja (esto es, cuyos parámetros epidemiológicos indiquen una potencial situación de riesgo).
Este tipo de medidas se están llevando a cabo también en otros países de la Unión, incluido el Estado español. Lo que hace único el caso italiano, la auténtica vuelta de tuerca, llegó cuando, pocas semanas después de la instauración del green pass para uso interno, Confindustria propuso que se obligara por ley a los empleados de sus empresas a exhibirlo diariamente, bajo pena de ser trasladados de puesto de trabajo o incluso suspendidos de sueldo. La justificación de esa propuesta era “la tutela de los trabajadores”, según declaró un portavoz de la patronal a mediados de julio. Un insulto a las 349.449 personas que, solo en este año, han sufrido lesiones en su lugar de trabajo, y a las 722 fallecidas mientras llevaban a cabo tareas laborales (según datos del ministerio de Trabajo italiano).
Evidentemente, la motivación de la petición de Confindustria era legalizar su derecho a desentenderse de la seguridad laboral: si te vacunas, obtienes el pasaporte covid y puedes trabajar; si no lo haces, eres un irresponsable y te quedas en casa sin sueldo. Ni que decir tiene que el gobierno de Mario Draghi aceptó a pies juntillas la propuesta de la patronal. Al fin y al cabo, el expresidente del Banco Central Europeo es un ferviente defensor de la gestión privada, en general, de todos los servicios. Más adelante, el gobierno acabó por imponer el pasaporte covid a todas las categorías de trabajadores públicos.
El objetivo declarado de esta imposición era empujar a más gente a vacunarse, a pesar de que los datos de vacunación en Italia nunca hubiesen estado alejados de las medias de otros países europeos. Casi desde el principio, los grandes medios informaban de un aumento de la vacunación como consecuencia de la instauración del pasaporte covid. La realidad es que, hasta hace muy poco, no se disponía de datos fiables. Un artículo científico publicado recientemente intentó responder a esa pregunta: ¿la introducción del pasaporte covid “motiva” la gente a vacunarse?
Usando datos de la plataforma Our World In Data, las investigadoras compararon seis países europeos —entre ellos Italia— en los que se había impuesto el pasaporte covid para “al menos algunos tipos frecuentes de lugares públicos, como restaurantes, o para acceder a eventos culturales”. Tomando como parámetro las nuevas dosis administradas diariamente (en proporción a la población) comprobaron que, en general, la obligación de presentar el green pass se asocia a un cierto incremento en las tasas de vacunación. No obstante, en el texto reconocen que este efecto fue menor en Italia, a pesar de ser el único país en el que el pasaporte covid es obligatorio para realizar cualquier actividad laboral.
Por otro lado, si el objetivo real era hacer que la gente se vacunara más, ¿no habría sido más eficaz invertir en una campaña comunicativa seria, en la que se incluyesen también los potenciales riesgos de las vacunas para algunos sectores de la población? Claro, una campaña así habría desencadenado inevitablemente un cierto debate público no exento de críticas a las formas en las que se habían financiado, producido y distribuido las vacunas. Un debate que, por descontado, gobiernos y multinacionales implicadas no habrían considerado conveniente.
Las consecuencias de este cóctel están a la vista: la imposición del green pass como pasaporte para la vida por parte del gobierno italiano ha generado movimientos tectónicos en la sociedad italiana, con protestas de carácter transversal que no se veían desde hacía décadas. Ante la compleja composición de las movilizaciones, el aparato mediático no ha dudado en tachar de “antivacunas” a cualquiera que se oponga a la imposición del pasaporte covid, impidiendo toda reflexión constructiva sobre sus motivaciones. Este tema se ha convertido en el centro absoluto del debate mediático, obligando a cualquier persona o colectivo a posicionarse, y generando fracturas en la mayor parte de grupos políticos (desde partidos a sindicatos, pasando por colectivos militantes y asociaciones). No obstante, la oposición al green pass en Italia representa una posibilidad de ruptura que se mantiene en el borde del acantilado desde hace ya varios meses y cuya relevancia real la demuestran ciertas respuestas represivas del gobierno.
En las últimas semanas, el gobierno italiano está llegando a niveles paroxísticos en la aplicación del pasaporte covid. Por un lado, ha modificado el documento para eliminar la posibilidad de obtenerlo tras hacerse un test (creando el denominado super green pass). Mario Draghi instaura así una vacunación obligatoria de facto para prácticamente toda la sociedad (lo era ya de iure para el personal sanitario y escolar). Por otro lado, ha ampliado aún más el radio de acción del salvoconducto, haciéndolo obligatorio incluso para viajar en el transporte público urbano. Por último, el Consejo de Ministros decidió hace unos días que, desde el 15 de febrero, todas las personas mayores de 50 años, trabajadoras o en paro, habrán de vacunarse por ley.
Mientras tanto, la sanidad colapsa con la llegada de la sexta ola: los sistemas de rastreo dejan de funcionar, los servicios no covid han de ceder espacios y personal para dejar sitio a la gestión de los infectados por el virus. Ningúna sorpresa: es lógico que, sin inversiones en recursos (humanos y materiales), resulta imposible hacer frente de forma eficaz a una nueva enfermedad que afecta a miles de personas.
Probablemente debido al enorme consenso político con el que cuenta Mario Draghi, incomparable al de otros gobiernos europeos, el Estado italiano es el único que ha alcanzado estas cotas de autoritarismo respecto a la imposición del pasaporte covid. Por ahora. El caso italiano podría representar simplemente una vanguardia en la gestión de la crisis, que en toda Europa sigue los mismos principios, aunque con particularidades locales debido a las distintas correlaciones de fuerzas. Será indispensable seguir luchando para que el pato de la crisis no lo paguen las de siempre.
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"Sabemos también que el “salto de especie” (conjunto de mutaciones que permiten a un agente patógeno infectar una nueva especie) realizado por el SARS-CoV-2 se produjo con alta probabilidad en los ambientes de la industria zootécnica planetaria".
Perdona: ¿puedes documentar esto? La OMS, no. Estaría bien. Gracias por el artículo.