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Coronavirus
Morbus coronaviri anno 2019: covid-19, tardocapitalismo y la muerte
Quizá una de las cicatrices más profundas que deje la pandemia de SARS-CoV-2 sea precisamente la psicológica o, si así se prefiere, la cultural. El envejecimiento y la muerte se avienen mal con la ideología de este período histórico que, a falta de mejor nombre, llamamos capitalismo tardío.
“Todos vamos a morir algún día” es una frase que cualquiera ha escuchado con toda seguridad en alguna ocasión. Sin duda, una banalidad: efectivamente, todos somos conscientes de que vamos a morir. Pero nuestro instinto de preservación nos lleva a evitar las situaciones que nos acerquen a la muerte, aunque esta sea en última instancia inevitable (exceptuando, claro está, los casos de suicidio o sacrificio personal).
Para los pesimistas históricos —que, como es sabido, no escasean en la historia de la filosofía—, este sentimiento es el que impulsa nada menos que la construcción de nuestras civilizaciones, cuyos sistemas simbólicos —en particular la religión— y obras culturales serían una expresión de esa búsqueda de trascendencia. En el otro extremo de este espectro se encontrarían los cosmistas rusos, cuyo representante más conocido, Nikolái Fiódorov, defendía la idea de regular la naturaleza e intervenir el cuerpo humano para prolongar su vida e incluso alcanzar la inmortalidad y la resurrección de los muertos.
Quizá una de las cicatrices más profundas que deje la pandemia de SARS-CoV-2 sea precisamente la psicológica o, si así se prefiere, la cultural. El envejecimiento y la muerte se avienen mal con la ideología de este período histórico que, a falta de mejor nombre, llamamos capitalismo tardío. Su lógica sigue siendo la de la acumulación, pero la ideología que mantiene en marcha el engranaje de las sociedades de consumo de masas es la de satisfacer necesidades, por artificiales que sean, y cuanto más rápido, mejor. Poco sorprendentemente, la juventud es la edad favorecida por esta cultura: la infancia se acorta, la adolescencia se prolonga y la vejez se esconde.
De lo que se trata, en las economías industriales contemporáneas, es de hacer entrar a sus ciudadanos cuanto antes en el circuito de producción y consumo, y mantenerlos en él el mayor tiempo posible
De lo que se trata, en las economías industriales contemporáneas, es de hacer entrar a sus ciudadanos cuanto antes en el circuito de producción y consumo, y mantenerlos en él el mayor tiempo posible. El declive físico que inevitablemente acarrea el envejecimiento no se acepta como algo natural, sino que se lucha contra él de manera constante: la juventud ha de prolongarse a través de cosméticos y operaciones quirúrgicas, la potencia sexual ha de conservarse a toda costa con fármacos, nadie es anciano (“los 60 son los nuevos 40”). Como estos deseos son, por su propia naturaleza, imposibles de colmar, estos hombres y mujeres están condenados a estar permanentemente insatisfechos, lo que, huelga decir, redunda en última instancia a favor del propio sistema: otra necesidad, otra oportunidad de negocio.
De modo no muy diferente, los lazos familiares son considerados como una carga, y las viejas generaciones, como un fardo del que hay que desprenderse, y con él, de sus valores morales de esfuerzo, paciencia y ahorro. Hay que conseguir mucho y rápido y gastarlo mucho y rápido. De los numerosos y graves trastornos psicológicos que a la fuerza crean estos estilos de vida no se habla, salvo de ciertas neurosis y neurastenias de las que algunos hábiles charlatanes han creado un nicho de mercado académico y editorial. La enfermedad y la muerte son tabú.
“Morir es un arte en el Tíbet —afirmaba un personaje de Ruido blanco de Don De Lillo—, un sacerdote entra, se sienta, dice a sus familiares en lágrimas que abandonen la habitación y manda sellarla. Tiene cosas importantes de las que ocuparse: cánticos, numerología, horóscopos, recitaciones. Aquí no morimos: compramos”.
Nuestro poder de consumo aleja a la muerte. ¿Pero también ante un brote de SARS-CoV-2? “El virus se nos presenta como una nueva amenaza, un peligro invisible con su propia dinámica”, escribe Valentin Widmann, “nos sentimos impotentes y desamparados: la epidemia escapa —así lo sentimos, al menos— a nuestro control, y quizá no consigamos ya más, si nos atenemos a la omnipresencia mediática y social del virus, cerrar nuestros ojos ante las consecuencias”. Según Widmann, “no estamos acostumbrados al presente de este patógeno y no estamos dispuesto a aceptarlo”.
Imágenes del dolor
En esta pandemia hemos visto imágenes de hospitales saturados, médicos exhaustos, convoyes militares cargando ataúdes en Bérgamo, fosas comunes en Nueva York. Hemos visto mapas con la propagación e infografías sobre el comportamiento del virus, radiografías de pulmones afectados, curvas estadísticas de contagios y de muertes. La publicación de una fotografía de ataúdes en portada en el diario El Mundo causó una polémica en España. ¿Era necesaria para concienciar a la población de la peligrosidad del virus? ¿Era un ataque al gobierno? ¿Era sensacionalista? ¿Era, quizá, una combinación de varias de estas posibilidades? En una era de sobrecarga informativa, reflexionaba Susan Sontag en Ante el dolor de los demás, “la fotografía procura una forma rápida de percibir alguna cosa y una forma compacta de memorizarla”. “Cada uno de nosotros”, continuaba, “almacena mentalmente centenares de fotografías, sujetas a hacerlas volver al instante”.
“¿Qué sentido tiene exponer estas fotos?”, se preguntaba Sontag, “¿desvelar la indignación? ¿Hacernos sentir ‘mal’, es decir consternar y entristecer? ¿Ayudar a afligirnos? ¿Mirar este tipo de fotos es realmente necesario, teniendo en cuenta que estos horrores duermen en un pasado suficientemente remoto como para estar más allá del castigo? ¿Somos mejores por el hecho de ver estas fotos? ¿En realidad confirman alguna cosa? ¿O más bien confirman únicamente aquello que ya sabemos (o queremos saber)?”.
El libro de Sontag se centraba en la fotografía de guerra, y en él su autora aseguraba, polémicamente, que este tipo de imágenes únicamente deberían verlas las propias víctimas fotografiadas, mientras el resto no seríamos más que meros voyeurs, ya que no “podemos entender, no podemos imaginar” su dolor. Ante el dolor de los demás fue, por cierto, el último libro de Sontag antes de su muerte como consecuencia de una leucemia, y fue publicado en 2003, un año antes del lanzamiento de Facebook y tres años antes del de Twitter, dos redes sociales que han multiplicado la difusión masiva de imágenes. ¿Se pueden extrapolar a una pandemia estas conclusiones (a las que, por lo demás, pueden presentarse bastante objeciones, como ya se hizo en su momento)? La pregunta no deja de tener su miga porque los términos pueden invertirse: ¿qué ocurre política y socialmente cuando no se muestran esas imágenes de dolor?
Michel Houellebecq ofreció una respuesta interesante en una carta leída en la emisora France Inter. En ella, el escritor francés consideraba el SARS-CoV-2 como “una amenaza angustiante y aburrida, ya que se trata de un virus banal, casi sin cualidades”. Para Houellebecq, la pandemia del covid-19 ha sido un acelerador de tendencias que ya estaban en marcha, ya que “desde hace años, todas las evoluciones tecnológicas han tenido como objetivo reducir las relaciones entre la gente, ya sea a partir de una masiva oferta audiovisual de pago que provoca menos colas en los teatros y en los cines, o evidentemente, a partir de cosas como el teletrabajo, las compras por internet o las redes sociales”. Esto incluye también nuestra percepción de la muerte: “Hemos visto cómo las víctimas eran enterradas de forma casi clandestina, sin testigos y después de haber muerto solas en un hospital, convirtiendo seres humanos en poca cosa más que un número más: cifras en estadísticas”.
No menos interesante ha sido comprobar la reacción de quienes se negaban a ver estas imágenes o pedían que dejasen de mostrarse incluso las radiografías de los pulmones de pacientes de covid-19. Resulta sin duda más difícil tolerar imágenes de la muerte cuando esta se encuentra a la vuelta de la esquina y no a miles de kilómetros.
Christian Kohlross ha caracterizado bien el covid-19 como “una enfermedad epocal”: “Así como la peste fue la enfermedad epocal un proceso civilizatorio higienista de a comienzos de la era moderna, la histeria en torno a 1900 la enfermedad epocal del materialismo o el VIH la de la revolución sexual, el covid-19 es la enfermedad de nuestra época”. Y ello, a juicio de Kohlross, porque acentúa los rasgos paranoides de las sociedades industriales —la idea de que nuestro prójimo puede convertirse en cualquier momento en nuestro enemigo, el distanciamiento social, la meticulosidad a la hora de tomar precauciones y reforzar nuestra seguridad— y enturbia nuestra capacidad de juicio.
Flirteando con el neodarwinismo social
El ‘coronaoptimismo’ está fuera de lugar. No se equivoca del todo Michael Welton al comparar a estos con flagelantes medievales. “Durante la peste negra algunos grupos religiosos intentaron actuar en comunidad para impedir la propagación del contagio de esta enfermedad […] un grupo, los ‘flagelantes’, descansaba en una tradición minoritaria en el catolicismo consistente en flagelar los cuerpos para arrepentirse de sus pecados: convencidos de que los ‘desastres naturales’ o ‘pestilencias’ atraían la ira de Dios por su maldad, los flagelantes buscaban la expiación a través de procesiones y flagelos, esperando desviar el castigo de Dios”, escribe Welton, para quien “una suerte de flagelo mental es evidente en las reflexiones sobre el covid-19 cuando vemos expresiones profundas de resentimiento hacia la codicia humana, la crueldad en la búsqueda de beneficios cuando tantas personas sufren y todos participamos en el derroche de los recursos mundiales, todos somos flagelantes morales”.
Estas últimas semanas de confinamiento podrían acabar revelándose como un espejismo si determinadas tendencias sociales subterráneas han seguido, como parece, su curso antes de resurgir con más fuerza a la superficie
En suma, estamos ante la enésima demostración de cómo la ‘nueva política’, como recordaba no hace mucho Angela Nagle, se ha conducido a sí misma al papel de “testigos del sufrimiento”. Un sufrimiento que, como no escapa a muchos, podría ir a más y seguramente irá a más. Estas últimas semanas de confinamiento podrían acabar revelándose como un espejismo si determinadas tendencias sociales subterráneas han seguido, como parece, su curso antes de resurgir con más fuerza a la superficie.
En 1954 la escritora estadounidense Pearl S. Buck escribió que “nuestra sociedad debe hacer que sea justo y posible que los ancianos no teman a los jóvenes o se vean desertados por ellos, pues es prueba de una civilización cómo trata a sus miembros indefensos”. Es claro que las sociedades occidentales han fracasado estrepitosamente. Kim Fennebresque, un banquero de inversión de Wall Street, reclamó en Vanity Fair “reabrir la economía” porque “la gente se va a morir, la gente muere, la gente de mi edad muere, ¿no es así?”. “No podemos cerrar el país por un minúsculo grupo de personas —seguía Fennebresque—, esto no tiene una mortalidad del 100%”. El riesgo, añadía, es individual: cada uno ha de responsabilizarse de su seguridad, lavarse las manos, guardar las distancias.
En Rusia, el gobernador de Omsk, Aleksandr Burkov, respondió con visible enfado a los empresarios locales que querían reabrir centros comerciales invitándoles a visitar a los hospitales: “Para nosotros es fácil hablar aquí, todo son risas y bromas: vayan a los hospitales, hablen con los médicos para que les expliquen en qué condición llegan los pacientes, cómo ‘se queman’ en horas, cómo viven entubados. Les busco un traje protector y vamos juntos a los hospitales. Comprendo a quienes pierden negocios y la habilidad para dar de comer. El gobierno ofrece ayudas a los empresarios. ¿Pero nos hace falta un comercio que nos pueda llevar a la muerte?”.
Pero nos engañaríamos de creer que comentarios como los de Fennebresque se limitan a determinados círculos empresariales o a la ultraderecha, que siempre ha defendido, más o menos abiertamente, el darwinismo social. Comentarios de esta guisa se oían y leían al comienzo de la pandemia, cuando algunos sostenían a partir de los primeros estudios estadísticos que el SARS-CoV-2 afectaba sobre todo a los mayores —obviando otros grupos de población inmunodeficiente, desde los enfermos de cáncer o diabetes hasta los de sida— y, en consecuencia, el resto podía más o menos despreocuparse por el asunto (hoy sabemos que pacientes de entre 30 y 40 años pueden padecer ataques al corazón y producir síndrome de Kawasaki en niños).
La socialización neoliberal, en la que prima el cuidado de uno mismo —un “valor” en el que hay que “invertir” para obtener ciertos “retornos” en materia de salud o prestigio social— potenciaba la sensación, y quizá ello fuese lo que empujase a tantas personas a salir a la calle a hacer ejercicio sin respetar las medidas de seguridad ni pensar en la responsabilidad colectiva tan buen punto como les fue posible. De esta socialización tampoco se libra el ‘neoliberalismo progresista’, ¿acaso se ha olvidado aquel mantra postelectoral de “los viejos votan mal” con el que se justificaban los malos resultados de la izquierda? También algunos sectores del nuevo movimiento ecologista presentan la lucha contra el cambio climático como un enfrentamiento generacional: al recoger el Premio a la Libertad de Normandía en julio de 2019, Greta Thunberg pidió que “se fiscalizase a los adultos”, pero no a las grandes empresas contaminantes o el complejo-militar industrial. El trabajo de, al menos, dos generaciones de científicos y activistas del movimiento ecologista son desterrados, así, al olvido.
En su reflexión Sobre la vejez, Publio Cornelio Escipión, en presencia de Cayo Lelio, pregunta a Cicerón cómo es posible que su avanzada edad no le resulte una carga cuando muchos otros “la consideran más pesada que el Etna”. “Pienso, amigos, que os sorprendéis de un logro que está lejos de ser complicado”, responde Cicerón, “pues para quienes no disponen de los medios para una vida feliz y virtuosa, todas las edades suponen una carga”.
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La cultura capitalista de mercado debe de ser contrarrestada y puesta a tel de juicio, sacando todas sus profundas contradicciones y mentiras. Y textos como éste ayudan mucho a ello
No, no ayudan en nada, llevamos 200 años escribiendo textos como este, has la p. de todo