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A estas alturas muy pocos parecen cuestionar todavía que las consecuencias de la pandemia de SARS-CoV-19 puedan dejar intacta la arquitectura de nuestras sociedades, y son muchos ya los artículos intentando dilucidar cuál será su impacto desde en las relaciones internacionales hasta las interpersonales. ¿Hasta qué punto llevará esta crisis a replantearse el modelo de globalización, que se ha visto afectado por las alteraciones e interrupciones en las cadenas de producción y suministro? ¿Se hará dentro de un mayor desorden internacional y en un contexto de repliegue al egoísmo nacional y retorno a la competencia económica entre estados o, por el contrario, con un refuerzo del multilateralismo y la cooperación? ¿Desgastará aún más la posición de Estados Unidos como potencia hegemónica, permitiendo a China promover su propio modelo de globalización? ¿Logrará la Unión Europea superar esta crisis preservando su modelo actual con unos pocos cambios, se reformará –y en qué sentido– o podremos llegar a ver, incluso, a algún miembro optar por abandonar el bloque en los próximos años?
La capa de Perseo
Desde la izquierda se han destacado estos días –sin ir más lejos, desde las páginas de este medio– iniciativas impulsadas por diferentes colectivos para la fabricación de mascarillas caseras o la creación de redes de apoyo. Todo ello es desde luego encomiable, pero conviene recordar que estas iniciativas surgen para suplir la ausencia de una respuesta institucional adecuada, que difícilmente pueden sustituir a la gran industria en la fabricación de aparatos de respiración o material de laboratorio ni al Estado en la organización del envío de equipos médicos, y que en el peor de los escenarios una administración que opte por el cinismo puede fiar a sus ciudadanos la realización de acciones que, en propiedad, les corresponden a ella, y luego congratularse por la existencia de héroes anónimos.
Se nos ha invitado asimismo a considerar la crisis como una oportunidad para modificar nuestros hábitos de consumo o a celebrar la drástica caída de la polución por las medidas de confinamiento, obviando que este tipo de correlaciones puede llevarse sin demasiados problemas a territorios favorables a la derecha: gracias a esas mismas medidas también ha caído en picado el número de delitos y las sanciones contra los infractores son más duras debido al estado de alarma, en el que como es sabido se sustituyen los derechos por prerrogativas y los cuerpos y fuerzas de seguridad de los estados se encuentran desplegados por las calles.
Pero llama sobre todo la atención quienes, desde un optimismo digno de mejor causa, parecen dar por sentado que, por alguna fatalidad, nuestras relaciones sociales mejorarán y los gobiernos cederán a sus postulados neoliberales y llevarán a cabo medidas keynesianas para reactivar la economía.
La pregunta que pocos parecen formularse, y que condena a muchos de estos artículos al wishful thinking, es, ¿qué organización, política o sindical, tiene ahora mismo la fuerza y la determinación de presionar a los gobiernos para que lleven a cabo este tipo de medidas? ¿Cuáles son capaces de recoger, organizar y canalizar el más que probable descontento social? ¿Cuál es su preparación y capacidad de movilización y cuál es el grado de conciencia de sus militantes y simpatizantes? Incluso en un plano teórico, el estado de la cuestión puede definirse con las palabras con las que Rosa Luxemburg calificó el edificio ideológico de Eduard Bernstein: “Una pila de escombros en el que fragmentos de todos los sistemas, los cascotes del pensamiento de todos los pensadores, grandes y pequeños, han encontrado su fosa común.” La situación exige algo más que vacuos eslóganes como “poner la vida en el centro”.
La historia no avanza siempre “por su peor lado”, pero el balance es desde luego desigual, y no particularmente positivo para la izquierda que supuestamente iba a salir fortalecida de estos enviones
Este moderado optimismo ante la catástrofe es recurrente. ¿Acaso la crisis financiera de 2008 no fue vista por algunos autores como una oportunidad en términos no muy diferentes a determinados artículos que vemos publicados estos días? Los ajustes estructurales iban a llevarnos a valorar la frugalidad, a consumir menos y mejor, replantear nuestro estilo de vida, prescindir más del automóvil y así sucesivamente. Dos décadas antes, la desintegración del campo socialista en Europa oriental iba a suponer el regreso de la izquierda con bríos renovados, librada de una vez por todas de la ominosa carga de la historia soviética.
Huelga decirlo, el pesimismo está de más: la historia no avanza siempre “por su peor lado”, pero el balance es desde luego desigual, y no particularmente positivo para la izquierda que supuestamente iba a salir fortalecida de estos enviones. La crisis económica causada por la pandemia de Covid-19 muy bien podría terminar, ¿por qué no?, en una nueva fase de concentración de capital y un mayor control social.
Por lo pronto, muchas pequeñas y medianas carecen del capital y el acceso al crédito que les permita sobrevivir a esta crisis, mientras los grandes grupos inversores disponen desde hace años de la liquidez necesaria como para absorber a muchos de sus competidores. ¿Qué impide a las élites recurrir a medidas de fuerza para asegurarse ese escenario, aprovechando la experiencia de los estados de alarma decretados ya en varios países y el cansancio psicológico de la población después de semanas de confinamiento, mucho más vulnerable económicamente, y, en consecuencia, también más receptiva a los discursos que prometen una mayor seguridad? ¿Por qué la solidaridad habría de aumentar espontáneamente en una situación en la que se incrementa la competición por unos recursos más escasos y cuyo modelo de distribución no contempla criterios de justicia ni equidad? Son preguntas que convienen repetir estos días.
Oportunamente, Chris Gilbert recordaba días atrás una frase de Karl Marx en el prefacio a la primera edición de El capital: “Perseo llevaba una capa mágica que lo hacía invisible a los ojos de los monstruos que perseguía. Nosotros la extendemos sobre nuestros ojos y oídos para poder negar la existencia de monstruos.”
A vueltas con el Estado
“La pandemia vuelve a situar posiciones de izquierda en el centro del debate: sanidad, economía, redistribución; en todo ello se espera la intervención del Estado”, afirmaba en su segundo número de abril el semanario de economía alemán Wirtschaftswoche. En efecto, “la pandemia ha aumentado considerablemente el carisma del Estado fuerte en todo el mundo”, escribía Matan Kaminer en LeftEast. “En Occidente, las primeras y precipitadas caracterizaciones de las respuestas en Asia oriental como autoritarias e iliberales”, continúa, “han quedado completamente desacreditadas a medida que las principales democracias liberales, como Reino Unido y EE UU, sucumben a una aterradora espiral de contagios mientras países como China, Singapur y Vietnam emergen relativamente indemnes, por no mencionar el bochorno de los equipos médicos cubanos proporcionando asistencia médica en suelo europeo.”
Kaminer recuerda en su artículo la histórica desconfianza, cuando no hostilidad, de la izquierda hacia el Estado. Sin duda, fundamentada por su carácter histórico de clase. Pero ésta puede demostrarse fatal en momentos como el actual, cuando “facciones de la clase dirigente se enfrentan por la adopción de medidas, cuando los intereses inmediatos del capital financiero para la circulación ininterrumpida de mercancías contradicen el interés de la salud pública”.
Con el ánimo de despejar dudas, el autor aplaude todas las iniciativas de base y llama a apoyar las reivindicaciones de los trabajadores del sector de la sanidad, pero también alerta de la posibilidad de que los estados blinden todavía más sus aparatos represivos en ausencia de un contrapeso político capaz de ejercer un verdadero control democrático. “A medida que las fauces de la crisis se abren y son más temibles”, escribe, “muchos estarán tentados de arrojar el análisis y los matices por la borda y correr bajo el ala del Estado, ‘el sujeto que en teoría hemos de conocer’”.
La cuestión que empieza a vislumbrarse es, por lo tanto, política, y su importancia seguramente crecerá en los tiempos venideros. No parece que el debate entre los “referentes intelectuales” –mejor ahorrémonos nombres– esté a la altura del momento, y buena parte de lo publicado más bien arrastra todos los problemas que han caracterizado a estos círculos académicos, y aledaños, desde hace décadas y aparece, así, como extemporánea y fuera de lugar a los ojos de la mayoría de lectores. En una entrevista concedida en 2007, Antoni Domènech recalcaba cómo lo que necesitaba la izquierda “son expertos competentes, no cantamañanas, ni falsarios especuladores de tres al cuarto (aunque se columpien en un ‘pensamiento débil’), ni arbitrarios cultivadores de arcanas ‘ciencias privadas’.” Por lo demás, continuaba, “al lego siempre le resultará más fácil controlar democráticamente a un experto especialista de verdad, obligado a hablar el lenguaje de la razón y de la deliberación públicas, que al ideólogo de turno (al perito en ‘paz’, en ‘socialismo del siglo XXI’, en ‘deconstrucción’, en ‘discursos de género’, en ‘biopolítica’, en pretendidas ‘ontologías de lo social’, en ‘sociedad de la información’ o en ‘alterglobalización’) que, buscando fascinar a propios y extraños con una jerga privada esotérica y apenas inteligible, termina por cultivar lo que los franceses –¡que de eso saben un rato!— llaman el bluff à l’expertise”.
En su prólogo a ¿Comunismo sin crecimiento?, Manuel Sacristán llamaba a “sobreponerse a esa tentación de celtíbero libertario” frente al papel interventor del Estado ya que “el problema material (no sólo el moral) no es un invento, está planteado realmente y no se puede reducir a disposiciones culturales” del autor de aquel libro, el controvertido pero intelectualmente fértil Wolfgang Harich. Quizá volver a los debates clásicos sobre el Estado, sobre su control político y su transformación en un sentido republicano democrático, no sea tan mala idea después de todo.
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