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Contigo empezó todo
Cuando la Patagonia rebelde hizo rodar la ruleta de la venganza
La feroz represión en 1922 de la huelga general en la Patagonia argentina dio lugar a una espiral de represalias entre individuos de los dos bandos.
El 10 de enero de 1922 terminó la campaña militar del Gobierno de Hipólito Irigoyen contra la Patagonia rebelde, el episodio más importante y trágico del sindicalismo argentino. Lo que en septiembre de 1920 había comenzado como una huelga de los trabajadores laneros y peones rurales convocada por la Sociedad Obrera de Río Gallegos desembocó en un levantamiento de toda la provincia de Santa Cruz.
Las peticiones originarias, relativas a sueldos y condiciones de vida y de trabajo, fueron en primer lugar desoídas. La Sociedad Obrera, dirigida por Antonio ‘El Gallego’ (era de Ferrol) Soto, convocó huelga general. El Estado acabó por dictar un laudo aceptado por ambas partes. Sin embargo, la patronal no lo cumplió, sino que tomó represalias contra los huelguistas y comenzó una campaña nacional contra el “bandolerismo anarquista” para obligar al Gobierno nacional a actuar de forma contundente. El objetivo se cumplió. Frente a la intransigencia de los latifundistas rurales y faltos de apoyo por el enfrentamiento interno en su central nacional, la Federación Obrera Regional Argentina, los huelguistas formaron varias columnas que, armadas, tomaban estancias de los propietarios rurales. El regimiento 10º de Caballería, dirigido por el teniente coronel Héctor Benigno Varela, arrasó, dejando entre 300 y 1.500 obreros fusilados. Por órdenes suyas, cada uno fue ejecutado con cuatro disparos. Lo que Varela no esperaba es que su actuación daría lugar una increíble ruleta de la venganza y que, sólo un año después, esos cuatro disparos resonarían al salir de su casa, esta vez dirigidos hacia él.
Acto 2: La venganza de Wilckens
Nacido en el norte de Alemania en 1886, Kurt Gustav Wilckens había emigrado a Estados Unidos en 1910. Allí trabajó en una fábrica de conservas de pescado que producía dos marcas, una de buena y otra de mala calidad. La primera iba a los barrios altos, mientras que la segunda se distribuía en los barrios proletarios. Wilckens convenció a sus compañeros para proceder de manera inversa, lo que supuso su despido cuando se descubrió el cambiazo. Posteriormente trabajó en minas de carbón, lo que conllevó su deportación a Alemania por participar en las huelgas. En 1920 volvió a cruzar el océano, esta vez con dirección Argentina. Allí fue estibador y recogió fruta, a la vez que ejercía como corresponsal de periódicos revolucionarios de su país. Siguió de cerca los acontecimientos en la Patagonia, y el trágico final le conmocionó tanto que, pese a sus ideas pacifistas y tolstoianas, decidió intervenir.
Eran las siete de la mañana del 27 de enero de 1923 y Wilckens aguardaba frente a la puerta del domicilio de Varela en Palermo (Buenos Aires). Cuando el militar salió a la calle, el pasado se le echó encima en forma de cuatro balas, como las que él ordenaba disparar en cada ejecución. Wilckens las acompañó con una bomba. Ésta fue la perdición de Varela, pero también de su verdugo, porque el azar hizo que una niña de diez años apareciera de repente y Wilckens la cubrió para salvarla de la bomba a punto de explotar. Herido, no pudo escapar. En la cárcel, Wilckens explicó: “Él era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal”.
Acto 3: La venganza de Pérez Millán
La ruleta siguió girando: el 15 de junio de 1923, Ernesto Pérez Millán, expolicía miembro de la ultraderechista Liga Patriótica Argentina y pariente de Varela, entró impunemente en la cárcel en la que Wilckens cumplía condena, armado con un fusil Mauser. Le asesinó en su celda. Después declaró: “Yo he sido subalterno y pariente del comandante Varela. Acabo de vengar su muerte”. A pesar de ello, un oportuno dictamen médico manifestó que acusaba “síntomas bien claros de hallarse bajo la acción de una ligera crisis nerviosa, y en ciertos momentos de su interrogatorio presenta rasgos de perturbación de su memoria pues ciertos pasajes de su vida anterior los recuerda con alguna dificultad”. Así, le internaron en el bonaerense Hospicio Vieytes, un centro psiquiátrico donde podría pasar sus ocho años de reclusión sin miedo a represalias.Acto 4: La respuesta final
Pero los fantasmas patagónicos disponían del último movimiento de la ruleta. Aquí entra en escena un nuevo protagonista de la historia: Germán Boris Vladímirovich, hijo de una familia de la aristocracia rusa a la que renunció tras casarse con una trabajadora revolucionaria. Médico, biólogo, catedrático en Zúrich, políglota, en 1909 se trasladó a Argentina. Allí optó por la vía expropiadora para financiar sus proyectos políticos, y dio con sus huesos en un penal.Allí se enteró de la muerte de Wilckens, episodio que le afectó mucho, al igual que a Wilckens le habían afectado los hechos de la Patagonia. Aquejado por problemas de salud y ya con casi 50 años, Vladímirovich consideró que la historia desencadenada por la masacre de 1922 no debía acabar en el asesinato del alemán. Y en el penal, tramó un plan. El ruso empezó a fingir ataques de locura y fue trasladado al hospicio donde estaba recluido Pérez Millán.
Vladímirovich estaba cerca, pero no lo suficiente. El ultraderechista se encontraba en otro pabellón al que él no podía acceder. Quien sí podía era Esteban Lucich, un preso con problemas mentales que por su buen comportamiento tenía acceso libre a todos los sectores del centro. Y lo mejor de todo: Lucich se encargaba de atender a Pérez Millán.
A mediados de 1925, Vladímirovich, el culto profesor que había renunciado a todo para cambiar el mundo, y Lucich, el pobre inmigrante croata maltratado desde niño y encerrado por matar al médico en cuya casa trabajaba después de que éste le despidiera, ya eran amigos. El ruso le contó la historia de la Patagonia rebelde, de lo que había hecho Wilckens y de lo que le habían hecho. Quizá fue por su vínculo con este nuevo amigo que le enseñaba tanto, quizá por solidaridad política (se sabe que Lucich había estado afiliado a la FORA anteriormente), quizá por su mente problemática. Fuera cual fuera el motivo, se convenció y Vladímirovich consiguió recibir un revólver desde el exterior.
El 9 de noviembre de 1925, Lucich entregó a Pérez Millán su bandeja del desayuno. Cuando éste la cogió, sacó el arma. Antes de alojar una bala en su pecho y dar por terminada la ruleta de la venganza, Lucich dejó un recado a Pérez Millán: “Esto te lo manda Wilckens”.
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Interesantísima historia de la Patagonia Rebelde. Una vez más vemos cómo los gobiernos liberal siempre apoyan, sea cual sea la situación, a las élites explotadoras.
Por otro lado, estos dos obreros solo intentaron hacer justicia Ante tales asesinos del pueblo