Colombia
La nueva colonización de la Amazonía bajo la bandera del cambio climático

Con la llegada a la corte de Carlos I de las noticias del descubrimiento que había hecho Francisco de Orellana de una tierra fértil como pocas en el nuevo continente se destapó la codicia de conquistadores que partieron hacia el Nuevo Continente en busca de fortuna. Y la hallaron. Y así, durante más de tres siglos y medio las potencias europeas —España principalmente— comenzaron el expolio y la explotación de ese nuevo mundo, primero con el trueque fácil del oro a cambio de espejos y otras baratijas, más tarde con la explotación de los aborígenes como mano de obra de saldo y más tarde dejando el paso libre a las grandes compañías extranjeras —europeas y también estadounidense— que continuaron extrayendo los recursos de esa tierra fértil durante otros dos siglos.
Podría pensarse que en pleno siglo XXI, tras múltiples revoluciones sociales y una conciencia global casi generalizada de que los recursos naturales a quien tienen que beneficiar es a quienes los explotan de forma primaria —la tierra para quien la trabaja—. Sin embargo, la realidad nos ofrece aún múltiples ejemplos de explotación colonial.
Incluso desde que los territorios de ultramar lograron su independencia, sus materias primas cayeron en las garras de las grandes compañías internacionales que pagaban una miseria por los minerales y productos hortofrutícolas para venderlos en los mercados europeos con enormes beneficios. Es cierto que los intermediarios siempre se han caracterizado por sus pingües beneficios conseguidos gracias al pago de precios muy bajos al productor y la venta a precios casi desorbitados en los mercados minoristas. Así, esas patatas que se pueden comprar en bolsas en el supermercado por algo menos de 2 euros el kg, al agricultor se le han pagado, con suerte a 0,46 €/kg. Sin embargo, un agricultor colombiano recibe a lo sumo 0,25 €/kg.
Pero hay un nuevo mercado en el que esta explotación se está haciendo mucho más flagrante. A raíz de los acuerdos contemplados en el Protocolo de Kioto, surge la idea de que las empresas y países excesivamente emisores de gases de efecto invernadero compensen esas emisiones destinando capital a la financiación de proyectos que reduzcan o compensen esas emisiones de CO₂. Así surgen los conocidos como bonos de carbono. De esta forma empieza a crearse un mercado de dinero que, se supone, debía estar destinado a preservar bosques y selvas en un concepto global para reducir los niveles de CO₂ en el planeta.
Unos pocos años más tarde surgen los llamados proyectos REDD (Reducción de las Emisiones derivadas de la Deforestación y la Degradación forestal, por sus siglas en inglés). Su objetivo: reducir emisiones de CO₂ mediante la protección de bosques y permitir la venta de los créditos de carbono derivados de esas reducciones.
Sobre el papel, en principio, la puesta en marcha de estos proyectos debería suponer una inyección importante de capital e inversiones para países en zonas que necesitan, y mucho, de inversiones. De este modo, las selvas y bosques del África subsahariana, del sudeste asiático o del centro y sur del continente americano, deberían ser los receptores de una inyección anual que organismos como la FAO estiman entre 1.500 y 2.000 millones de dólares anuales.
Sin embargo, la realidad se ha quedado muy alejada de la planificación. Recientemente, especialmente en Sudamérica, algunas comunidades han denunciado, pública y judicialmente, los contratos que habían firmado por los que supuestamente estaban obligados a la preservación de sus bosques y selvas a cambio de lo cual iban a recibir, les dijeron, cantidades suficientes para hacer prosperar a sus comunidades, que se iban a construir escuelas y centros de formación. Que mantener y cuidar los bosques y selvas, de la misma forma en la que lo habían estado haciendo durante siglos, iba a servir para crear fábricas, cooperativas, centros de producción que llevarían el progreso y las comodidades europeas a sus localidades.
En los mercados financieros internacionales en los que se negocia con este tipo de bonos, los precios que se barajan oscilan entre los tres y los 15 dólares por tonelada de CO₂ compensada
Algunas de estas comunidades como, por ejemplo, el Resguardo Ticuna, Cocama y Yagua de Puerto Nariño, al sur de la Amazonía colombiana, decidieron poner fin al contrato que les ligaba a la empresa multinacional de origen Suizo South Pole, por el que se habían comprometido a frenar la deforestación en las 131.531,7 hectáreas de bosques existentes en su territorio. Una extensión levemente menor que la provincia de Gipuzkoa habitada por 22 comunidades.
El proyecto de Mitigación Forestal Resguardo Ticuna, Cocama y Yagua que se había iniciado en 2010 contemplaba la recuperación y rehabilitación de los bosques existentes en la zona, la puesta en marcha de proyectos productivos y empresariales agropecuarios sostenibles para el beneficio directo de las comunidades y el fortalecimiento de la seguridad alimentaria de sus habitantes por medio del fortalecimiento de sistemas productivos tradicionales. Pero, según denunciaba la Asociación de Autoridades Indígenas Ticunas, Cocamas y Yaguas (Aticoya), la realidad es que nunca se lograron desarrollar ningún de esos objetivos porque “la plata era muy poca”.
Según las alegaciones que presentaron los responsables de Aticoya para poner fin al contrato, a lo largo de los más de 12 años que estuvo vigente tan solo recibieron dos pagos por un monto de unos 37.000 dólares. Cantidad que se repartía entre las 22 comunidades que pueblan tan basta zona.
En los mercados financieros internacionales en los que se negocia con este tipo de bonos, los precios que se barajan oscilan entre los tres y los 15 dólares por tonelada de CO₂ compensada, si se trata del mercado voluntario y de entre 50 y 90 dólares por tonelada en el “mercado regulado”. Se estima que cada hectárea de selva puede “capturar” anualmente una cantidad de CO₂ entre las dos y las seis toneladas anuales. Es decir, podría calcularse que el Resguardo Ticuna, Cocama y Yagua transforma entre 405.000 y 810.000 toneladas de CO₂ anuales.
Se puede calcular, por lo tanto, que los bonos de carbono correspondientes al mencionado territorio movieron anualmente entre 810.000 y 12 millones de dólares de los que tan solo llegaron menos de 8.000 dólares al año a los supuestos beneficiarios del proyecto. Entre certificadores, consultoras, brokers internacionales, comercializadores y otros intermediarios desaparece más del 99 por ciento del dinero abonado para las compensaciones del CO₂.
Pero no se trata solo de una injusticia económica. En ocasiones estos acuerdos trasladan e imponen un modelo europeo de “protección” en el que en ocasiones se ha llegado a prohibir no solo la tala de árboles para la construcción de canoas o viviendas tradicionales, sino que actividades como la caza, la pesca o la agricultura itinerante quedan expresamente prohibidas pretendiendo transformar la autonomía de estas comunidades, al tener que transformar sus hábitos alimentarios y pasar a depender únicamente del dinero que reciben (o deberían recibir). Para muchas de estas comunidades, mediante los acuerdos que firman para beneficiarse de esos bonos verdes lo que realmente hacen es renunciar a la selva o al bosque que durante generaciones ha sido su forma principal de sustento. renuncian a decidir que van a cultivar en esas tierras, renuncian a la caza, se les impide talar un árbol con el construir, por ejemplo, una canoa para poder pescar. Se les pide que renuncien, incluso, a penetrar en determinadas zonas de ese bosque que forma parte de su cultura y su naturaleza. Así consta en una sentencia de la Corte Constitucional colombiana sobre el caso del proyecto REDD+ Baka Rokarire ante una solicitud presentada por las indígenas del territorio Pirá Paraná, (en el departamento del Vaupés, al sureste de Colombia).
Estos acuerdos trasladan e imponen un modelo europeo de “protección” en el que en ocasiones se ha llegado a prohibir no solo la tala de árboles para la construcción de canoas o viviendas tradicionales
En esta sentencia se dice textualmente que “en la implementación del proyecto REDD+, las empresas privadas ignoraron sus modos de vida y estructuras de gobierno propio se les impuso restricciones culturales y territoriales incompatibles con el modo de vida indígena”.
En muchos casos, como en el del territorio Pirá Paraná, los acuerdos firmados estaban redactados en un lenguaje especialmente retorcido, una jerga que sería difícilmente inteligible para un licenciado medio, y que impone las más de las veces unas condiciones imposibles de llevar a la práctica sin renunciar a la identidad cultural de un pueblo, Pueblos para los que los bosques forman una parte esencial de sus costumbres, de sus tradiciones y, en definitiva, de su cultura.
Los mercados financieros son incapaces de comprender que, para las comunidades autóctonas, los árboles, el bosque, es un espacio vivo que la mejor forma de cuidarlo es usándolo como han venido haciendo desde hace cientos de años. Que es por eso por lo que han sabido conservarlo.
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