Opinión
La crisis climática no es un fracaso humano, sino un éxito capitalista

Es historiador medioambiental y economista político. Coordina la Red de Investigación sobre Ecología-Mundo (World Ecology Research Network) en torno a lo que él llama Capitaloceno. Es autor, junto a Raj Patel, de A History of the World in Seven Cheap Things (California University Press, 2018) y El capitalismo en la trama de la vida (Traficantes de Sueños, 2020).
La crisis climática no es culpa de la humanidad, sino del capitalismo. Este sistema, una máquina que teje poder, ganancias y el mundo vivo en un solo tapiz, ha destrozado los ecosistemas del planeta y, con ellos, el bienestar humano. Su insaciable sed de riqueza busca convertir toda la vida en una oportunidad para obtener ganancias, con consecuencias aterradoras. Desde las matanzas coloniales del siglo XVI hasta los ecocidios y genocidios del siglo pasado, el imperio capitalista ha saqueado la Tierra y a sus habitantes. Esta incesante búsqueda de ganancias alimenta la crisis climática capitalogénica; no “causada por el hombre”, sino por el capital. Olvídense por tanto de “antropogénica”. Es capitalogénica.
Para comprender esta crisis, necesitamos una nueva perspectiva de clase. No basta con decir “cambiar de sistema sin cambiar el clima”; existe un sistema, y la clase capitalista lo gobierna. La clase es más que el poder corporativo, pero vale la pena mencionar que, según el informe más reciente de Carbon Majors (2024), 78 corporaciones son responsables del 70 % de todas las emisiones de gases de efecto invernadero desde 1854. Estos plutócratas y gánsteres tienen nombre y domicilio, como también lo tienen sus cuentas bancarias.
Cada dólar exprimido de un trabajador asalariado se basa en una apropiación más profunda y vasta: el abaratamiento de la vida misma, humana y no humana, más allá del salario
Mientras tanto, desde abajo, la mayor parte de la izquierda ha abandonado el análisis de clase o, como en el importante libro de Matt Huber, El cambio climático como guerra de clases, ha regresado al economicismo socialdemócrata. Es evidente que el sistema salarial —donde los trabajadores venden su trabajo por un sueldo— es un campo de batalla clave. Pero los salarios son solo un hilo en una red más amplia de poder, ganancias y vida. Es una red en la que el trabajo remunerado está vinculado con el no remunerado.
Marx señaló una vez que los trabajadores ingleses estaban sobre un “pedestal” de trabajo esclavizado. No bromeaba, y los pedestales no terminan ahí: también lo son el “trabajo femenino” no remunerado, la servidumbre por deudas, el trabajo migrante y el trabajo silencioso de los bosques, la tierra y los ríos. Cada dólar exprimido de un trabajador asalariado se basa en una apropiación más profunda y vasta: el abaratamiento de la vida misma, humana y no humana, más allá del salario.
El trabajador real nunca fue solo un obrero de fábrica atado a un salario. Centrarse exclusivamente en los salarios —aquello que los marxistas de la vieja escuela llamaban “economicismo”— conduce al desastre político, del mismo que cuando los socialistas europeos apoyaron la Primera Guerra Mundial o, más recientemente, cuando los socialdemócratas occidentales apoyaron la austeridad neoliberal y las guerras eternas de Estados Unidos. Antiimperialistas como Rosa Luxemburgo impulsaron una visión más amplia y dialéctica. Incluso Lenin, escribiendo en El desarrollo del capitalismo en Rusia (1899), advirtió contra una “interpretación demasiado estereotipada... de la proposición teórica de que el capitalismo requiere del trabajador libre y sin tierra”. La clase es más compleja y dinámica de lo que admite el economicismo.
La supervivencia de la clase trabajadora siempre ha dependido de un delicado equilibrio entre el salario y el trabajo no remunerado. Los académicos lo llaman el “hogar semiproletario” y es la realidad básica para la mayoría de las familias trabajadoras. Como todo trabajador sabe, ese delicado equilibrio depende del trabajo no remunerado, a menudo realizado por mujeres, quienes casi siempre también son asalariadas. Son las mujeres proletarias las que con sus esfuerzos biológicos, emocionales y físicos mantienen el sistema salarial funcionando.
El femitariado no son solo las mujeres, sino todas las personas que realizan el trabajo no remunerado que sustenta la vida cotidiana. Esto no es una ley natural; ha sido una invención capitalista
Por cada pizca de “plusvalía” que los capitalistas extraen de las personas trabajadoras, existe un “excedente de género” oculto que reproduce la fuerza laboral. Esta dinámica —llamémosla la dialéctica del proletariado y el femitariado— ha definido al capitalismo desde sus inicios.
El femitariado no son solo las mujeres, sino todas las personas que realizan el trabajo de cuidados feminizado y no remunerado que sustenta la vida cotidiana. Esto no es una ley natural; ha sido una invención capitalista. Cocinar, limpiar, criar a los hijos y brindar apoyo emocional: en cada oportunidad, el femitariado consigue trabajadores asalariados, hombres y mujeres, listos para la fábrica, la oficina o el trabajo informal. Mientras tanto, el trabajo feminizado se devalúa como “natural”. Sin embargo, es la columna vertebral de la supervivencia del capitalismo. Sin este trabajo no remunerado —los sociólogos lo llaman el “segundo turno”—, el Sr. Rico no puede obtener ganancias y el sistema colapsa.
No son solo los humanos cuyo trabajo no remunerado hacen posible los enormes beneficios. El capitalismo nunca prosperaría sin un tercer pilar del trabajo: el biotariado. Es una idea que tomo del poeta Stephen Collis. La idea de un biotariado no es una fantasía posthumanista. Plantas, microbios y caballos se ponen a trabajar para el capital. Pero no de la misma forma que el trabajo humano. Lo que nos une, proletarios y biotarianos, es una subordinación compartida a la fantasía capitalista: que toda vida y todo trabajo pueden reducirse a una pieza intercambiable, insumos para la acumulación sin fin que nos degrada a todos. El biotariado no es un objeto para ser encerrado y explotado; es el pulso vital del planeta. No necesitamos teorías complejas para reconocer lo que cualquiera que haya pasado tiempo en un jardín o trabajado con animales entiende: hay vida y trabajo más allá de la condición humana. El capitalismo no podría pasar un día, un minuto, un segundo sin ese trabajo.
Cuando Marx describió que los trabajadores se sentían humanos solo en sus momentos “animales” —comiendo, durmiendo, amando—, señalaba la condición biotariana del proletariado
El biotariado, entonces, no son solo las plantas o los ríos. Es el suelo que cultiva nuestros alimentos, los bosques que almacenan carbono, los cuerpos humanos que trabajan, cuidan y dan a luz. El capitalismo reduce este pulso a Naturaleza Barata. El pulso de la creación de vida se rebela contra él. Cuando Marx describió que los trabajadores se sentían humanos solo en sus momentos “animales” —comiendo, durmiendo, amando—, señalaba la condición biotariana del proletariado. Cuando escribió sobre las “patologías industriales” que transforman la sangre obrera en capital, comprendió la violenta unidad del proletariado y el biotariado. ¿La lección? Un socialismo que ignora al femitariado y al biotariado pasa por alto la esencia de la solidaridad. Como lo expresaron los Industrial Workers of the World (IWW): “Herir a uno es herir a todos”. No es de extrañar que Marx citara al sacerdote comunista Thomas Münzer: “Las criaturas también deben ser liberadas”.
El proletariado planetario es un todo dialéctico: toda clase trabajadora es proletaria, feminitaria y biotariana. No se trata de compartimentos estancos; son realidades entrelazadas en la red vital del capitalismo. Si el cambio climático es capitalogénico, se deduce que la crisis climática es producto del trabajo, alienado y violado por nuestros señores plutócratas. Esto es radicalmente diferente a ver el cambio climático como un conflicto entre “humanos” y “naturaleza”; esa ha sido la visión de conquistadores, clérigos y capitalistas a lo largo de los siglos. La crisis climática refleja cinco siglos de lucha entre la burguesía imperialista y el proletariado planetario. El argumento del Capitaloceno afirma esta realidad esencial contra el Antropoceno.
El mito del Antropoceno culpa a todos los humanos del caos climático, como si fuéramos igualmente culpables, como si el planeta hubiera contraído un caso típico del virus humano. El problema es mucho peor que culpar a las víctimas de la crisis climática capitalogénica. El Antropoceno no es más que la expresión más reciente del proyecto civilizador nacido en el siglo XVI. Sus esquemas del “Hombre” contra la “Naturaleza”, sus argumentos a favor de la “ley natural”, se han traducido en políticas de abaratamiento y subordinación de trabajadores y campesinos. Hoy, el mito del Antropoceno blanquea estafas como los “Green New Deal” y soluciones tecnológicas como la geoingeniería, prometiendo salvar el planeta sin afectar al capitalismo.
La tesis del Capitaloceno, en cambio, señala al verdadero culpable: un sistema instaurado en 1492 cuando los imperios europeos robaron tierras comunales y colonizaron pueblos. En Inglaterra, los campesinos fueron expulsados de sus campos para trabajar a sueldo, convirtiéndose en el proletariado, aunque aún cultivaban modestos huertos rurales para sobrevivir. En América, las plantaciones y las minas esclavizaron a millones y arrasaron bosques, explotando al biotariado. El femitariado —mujeres y cuidadoras— mantuvo estos sistemas en funcionamiento con trabajo no remunerado, devaluado bajo el mismo signo de la Naturaleza. Los orígenes de la crisis climática se encuentran en los orígenes del capitalismo y en la creación de un proletariado planetario.
La cuestión del proletariado planetario es el corazón palpitante de la lucha de clases en la red de la vida. Ninguna política climática revolucionaria puede evadirla. La creación del proletariado planetario fue mucho más que económica; fue ecológica, política e ideológica. Su explotación construyó el capitalismo y su lógica destructora del planeta. El ambientalismo dominante, incluso sus expresiones de izquierda, oscurece esta verdad. Se obsesionan con los gases de efecto invernadero —“Paren de extraer petróleo”— pero guardan silencio sobre la lucha de clases que convirtió el carbón y el petróleo en combustibles fósiles. Los recursos, la contaminación, los alimentos: no son solo “cosas”; son productos del trabajo en la red de la vida.
En el siglo XIX, la Revolución Industrial impulsó el cambio climático capitalogénico a toda velocidad. Las fábricas de carbón quemaron los restos fosilizados del biotariado, mientras los trabajadores asalariados trabajaban arduamente y el femitariado engendró y mantuvo mano de obra barata. Este patrón persiste hoy: las minas de litio en el Salar de Uyuni de Bolivia destruyen ecosistemas, los trabajadores con bajos salarios se enfrentan a una precariedad implacable, y los cuidadores, a menudo mujeres, mantienen unidas a las familias sin compensación. La crisis climática —que desencadena inundaciones, incendios forestales y olas de calor— es capitalogénica, impulsada por un sistema que trata a las personas, los cuidados y la biosfera como “cosas baratas” para saquear. Y con demasiada frecuencia, los ambientalistas se alinean con esa lógica. El problema no son las cosas malas, sino el sistema de poder y lucro que convierte el rico mosaico de la vida en objetos para ser destrozados, comprados y vendidos.
Los movimientos obrero, feminista y ambientalista aún no han encontrado lo que los une: el trabajo y la lucha por la emancipación de la jaula de hierro del capital
La narrativa del Antropoceno evade esta verdad. Peor aún, es un apoyo académico a las “soluciones” climáticas de la élite que hacen pagar al proletariado planetario. Décadas de estafas verdes —compensaciones de carbono y captura de carbono, baterías y ecovigilancia provenientes del cobalto congoleño, políticas de “cero emisiones netas” respaldadas por la deslocalización industrial— son suficientes para revelar la mentalidad de la clase de Davos. El silencio de la izquierda ante estas estafas ha permitido que la derecha populista tache las políticas climáticas de la élite de engaño, y no se equivocan del todo. La superclase planetaria ha utilizado el ambientalismo como arma para impulsar la austeridad, exprimiendo a los trabajadores y campesinos mientras protege su riqueza. El Capitaloceno, en cambio, expone un sistema que prospera arrancando a los humanos de la tierra, sus herramientas, sus familias y su bienestar emocional y espiritual, justificando así la explotación del proletariado, el femitariado y el biotariado. Pero esta separación es una mentira. Los humanos y todas las redes de la vida están unidos, y su relación puede reimaginarse. Una política climática democrática sitúa a los trabajadores asalariados, a los cuidadores y al planeta vivo en su centro.
Mi propuesta —el proletariado planetario— es una propuesta para un nuevo pensamiento, que va más allá de la sabiduría convencional del marxismo y el ambientalismo. Parte de la creatividad e interdependencia de toda la vida —humana, animal, vegetal, suelo— y nombra la violencia que el capitalismo inflige en estas redes.
El proletariado planetario —esta fusión de proletario, femitariano y biotariano— ilumina un camino a seguir. No se trata solo de trabajadores que cobran un salario, cuidadores que mantienen unidas a las familias o ecosistemas que generan vida. Los movimientos obrero, feminista y ambientalista aún no han encontrado lo que los une: el trabajo y la lucha por la emancipación de la jaula de hierro del capital. El trabajo es los tres momentos: entrelazados, explotados y alzándose juntos.
Imaginemos a la trabajadora de almacén en Memphis, Tennessee, trabajando para el imperio de Amazon. Es proletaria, trabajando arduamente en turnos de 12 horas por salarios miserables, con su cuerpo desgastado por tareas repetitivas bajo vigilancia. Es feminitaria, corriendo a casa para cocinar, limpiar y cuidar a sus hijos, trabajo no remunerado que mantiene a flote a su familia —y a la fuerza laboral del capitalismo—. Y es biotariana, con su salud erosionada por el aire contaminado de los centros logísticos cercanos, del mismo modo que el río Misisipi se ahoga con los vertidos industriales.
Esta lucha de clases, entretejida con el trabajo asalariado, el trabajo de cuidados y la construcción de vidas, expone la mentira central del capitalismo: que los humanos y la naturaleza pueden ser desmembrados, mercantilizados y descartados. Para construir este futuro, debemos desmantelar la lógica del abaratamiento del capitalismo: mano de obra barata, atención médica barata, dinero barato, guerra barata, vida barata. La crisis climática no es un fracaso humano, sino un éxito capitalista. Es hora de que todos desafiemos y alteremos ese éxito. Uniendo al proletariado, al femitariado y al biotariado, podemos forjar un mundo donde la vida, y no el lucro, marque la pauta; un mundo donde la red de la vida prospere.
Pensamiento
Jason W. Moore: “La crisis climática es una lucha de clases”
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