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Náufragos digitales en las superislas: el caso de Barcelona

El nuevo distrito de tecnología e innovación, Barcelona @22 en la vieja zona de Poblenou dispone un espacio amable para el vecindario, sin coches, pero hecho a imagen y semejanza de los inquietantes ‘no lugares’.

Poble Nou @22
Distrito 22@, el Poblenou, Barcelona. Foto de Victoriano Javier Tornel García.

Una turista posa sonriente para una fotografía junto a una pintada hecha en los muros de la Basílica de Santa Maria del Mar de Barcelona. Las letras, en un vivo color rojo, son más grandes que una persona y dicen “Tourist go home”. La popularidad de esta fotografía, que circuló hace unos días con profusión en las redes sociales, descansa, obviamente, en lo paradójico de la situación: una turista posa junto al mensaje mismo que la conmina a marcharse.

Este gesto irónico —diríase que típicamente posmoderno, si la palabra no hubiera sufrido un considerable desgaste— también esconde otro significado.

Pero antes, un pequeño rodeo.

Florida se disculpa

‘Richard Florida se disculpa’ (‘Richard Florida Is Sorry’) es el contundente titular de un reciente artículo de la revista Jacobin. Hace más de una década, Florida se hizo conocido por su libro La clase creativa. La transformación de la cultura del trabajo y el ocio en el siglo XXI (Paidós, 2010), en el que argumentaba que una nueva “clase” compuesta por artistas, diseñadores y trabajadores de las nuevas tecnologías creaba riqueza gracias a sus actividades laborales, pero también a sus valores culturales, que disolvían las rígidas estructuras de las sociedades moldeadas por la producción industrial para reemplazarlas por otras más flexibles, acompañadas de valores de tolerancia, cosmopolitismo o experimentación.

Si las ciudades se transformaban para acoger a esas “clases creativas” —con más calles peatonales, carriles bici y una mayor oferta de ocio cultural, reconvirtiendo las antiguas fábricas en centros culturales, galerías y museos— y se convertían en ‘smart cities’ —significase lo que significase eso—, conseguirían atraer inversiones y generar una riqueza que se redistribuiría de manera más equitativa. O esa era la teoría.

“Incluso Florida reconoce hoy que estaba equivocado”, escribe el autor del artículo, Sam Wetherell. “El ascenso de la clase creativa en lugares como Nueva York, Londres y San Francisco —continúa— ha creado riqueza económica sólo para los que ya son ricos, desplazando a los pobres y las clases trabajadoras. Los problemas que afectaban a los centros urbanos se han trasladado a los suburbios”.

La influencia de Richard Florida, según Wetherell, ha llevado a “un paisaje de ruinas” marcado por la “especulación inmobiliaria rampante, el incremento de los precios de la vivienda y el desplazamiento masivo de la población”. En su último libro, The New Urban Crisis (2017), explica Wetherell, Florida se corrige y afirma que las clases creativas “han estrangulado” las grandes ciudades del mundo: “Como resultado, las cincuenta mayores áreas metropolitanas son residencia de solamente el 7% de la población mundial, pero generan el 40% de su crecimiento. Estas ciudades ‘superestrella’ están convirtiéndose en comunidades valladas, y su carácter vibrante, reemplazado con calles desarraigadas, llenas de pisos de Airbnb y residencias de verano vacías mientras la drogadicción y los problemas de las pandillas se han extendido a los suburbios”.

Con buen tino, Wetherell cita al geófrago estadounidense David Harvey para decir que “el mayor cambio en las economías urbanas en los últimos cuarenta años ha sido el desplazamiento de un modelo de gestión a otro de emprendeduría: los gobiernos de las ciudades que proporcionaban servicios a sus residentes en forma de bienestar social e infraestructuras ahora se presentan al mercado como ‘pools’ globales de capital, turismo y fuerza de trabajo cualificada”.

Richard Florida “estaba en lo correcto cuando afirmó que la ‘economía creativa’ es la nueva manera de hacer las cosas en el mundo, pero su evolución no ocurrió como se la imaginaba”, concluye el autor. “Más que lanzar a la humanidad a una nueva fase de prosperidad, la nueva economía simplemente mantiene los diferentes elementos del capitalismo tardío unidos, haciéndola apetecible para algunos, pero profundizando sus crisis y contradicciones para otros”.  

De Poblenou al 22@

Entre otras ciudades, Richard Florida estuvo, por supuesto, en Barcelona. En el año 2011, en concreto, y como invitado estrella del Congreso Internacional de la Asociación Europea de Ciencia Regional de la Universidad de Barcelona, donde puso a Silicon Valley como ejemplo de éxito de “ciudad de industrias” agrupadas en clusters de “espacios creativos”. En el auditorio se encontraban el entonces alcalde de la ciudad, Xavier Trias, y el conseller de Economía de la Generalitat, Andreu Mas-Colell, con quienes después se reunió.

En un texto publicado poco después de su visita, Florida elogió el carácter comercial y emprendedor de la ciudad y se confesó “especialmente impresionado”, como era de esperar, por “el nuevo distrito de tecnología e innovación, Barcelona @22 [sic] en la vieja zona de Poblenou”. “Tras una década de renovación planificada y nuevo desarrollo”, escribía, Poblenou “es un incubador de talento y un modelo de urbanismo” que aloja “diez universidades con más de 25.000 estudiantes, 12 centros de I+D y tecnología, 1.500 compañías de nuevas tecnologías, biotecnología y otras innovaciones, y más de 40.000 nuevos empleos”.

Richard Florida también celebraba que Poblenou estuviese “lleno de comodidades como hoteles, tiendas, restaurantes y espacios verdes” y contase con “amplios paseos y aceras y carriles bicis”. “Y por supuesto”, añadía, “hay miles de apartamentos nuevos o recientemente renovados, muchos de los cuales con alquileres de gama alta, un factor importante para atraer a los trabajadores del conocimiento actuales, crecientemente móviles”, seducidos muchos de ellos por “el clima suave, restaurantes modernos y tiendas de lujo“ de Barcelona así como por “su esplendor arquitectónico”.

No es lugar éste para explicar con detalle la remodelación de Poblenou, que se remonta a la Barcelona post-olímpica, como explicaba Manuel Vázquez Montalbán en 1992 en el prólogo a la edición británica de Barcelonas, recientemente rescatado por su traductor, Andy Robinson. La gentrificación de Poblenou es a estas alturas evidente. Ahí están los hostels y bed & breakfast, los falsos pubs irlandeses o los restaurantes a precios poco asequibles para el bolsillo local para atestiguarlo.

Poblenou fue también el primer barrio en el que el Ayuntamiento de Barcelona puso a prueba las llamadas superislas, que agrupan varias manzanas urbanas con el objetivo de transferir a los peatones el espacio que antes ocupaban los automóviles, sustituyéndolo por carriles bici, áreas de juego infantil o zonas para practicar deporte, para reducir así la contaminación a la vez que aumentar la calidad de vida de los residentes. Sin embargo, algunos vecinos del barrio lamentaron en sus inicios que la creación de la superisla de Poblenou no se acompañase de una mayor oferta de transporte público —queja compartida por los comercios minoristas, que aseguraron ver cómo sus ingresos menguaban— ni se tradujese en una disminución del tráfico, sino en su traslado a otras calles que pasaron a estar más congestionadas.

Entendámonos, desde el punto de vista ecológico, las superislas son un buen proyecto. Ahora bien, la manera en que han sido implementadas merece una aproximación más crítica. Los poemas de Miquel Martí i Pol o las esculturas de arte moderno de Xavier Mascaró que adornan las superislas están en la calle Roc Boronat, donde se encuentran desde RTVE hasta la Universitat Pompeu Fabra pasando por la sede de Indra o el restaurante Sopa, que se define en su página web como “vegetariano y macrobiótico”. Todo ello a tiro de piedra de las oficinas de RBA, Mediapro o Booking.com.

¿A quién se dirigen en última instancia estas intervenciones? ¿Para el disfrute de quién en una ciudad dónde el espacio público parece más bien ir reduciéndose?

Lo que la fotografía citada al comienzo de este artículo también ilustra es justamente eso: la paradoja, si no directamente el fracaso, de buena parte de las estrategias políticas destinadas a combatir la masificación turística o la gentrificación. Lo que en un principio estaba pensado para disuadir ha acabado por producir el efecto contrario: Barcelona es una ciudad “atractiva” debido a, y no a pesar de, estas políticas y acciones. Las pintadas de Tourist Go Home o Tourist you are the Terrorist —que recibieron principalmente apoyo de las organizaciones juveniles de la izquierda independentista— demuestran, por citar a Angela Nagle, “cuán superficial e históricamente accidental” es la transgresión como estilo político y cultural, y la relativa facilidad con la que ésta puede asimilarse.

Las superislas del Ayuntamiento de Barcelona —a pesar de los esfuerzos del gobierno de Ada Colau en ésta y otras tantas áreas— atenúan la imagen de gentrificación de barrios como Poblenou al mismo tiempo que la aceleran, atrayendo (aún más) a quienes actúan como punta de lanza del proceso. Las “clases creativas” de las que hablaba Richard Florida, esos trabajadores desarraigados y con ingresos relativamente medios y en ocasiones no tan relativamente altos, son las que acaban disfrutando de las mesas de ping-pong y los carriles bici que les permiten acudir hasta sus puestos de trabajo diseñando aplicaciones para teléfonos móviles o programas de televisión, y otro tanto ocurre con los espacios verdes y las “interesantes” muestras de arte urbano.

No es que estos “nómadas digitales” del cognitariado tengan vidas envidiables, a pesar de que su continua auto-escenificación en Instagram y Facebook pueda indicar lo contrario. El autor de un deprimente artículo en The Guardian convivió con un grupo de ellos en Silicon Valley y nos dejó la siguiente descripción: “Éramos adultos que vivían como jerbos cautivos, tirando de una palanca para que apareciese la comida y otra para algún entretenimiento pasajero, todo on demand. Airbnb y Foodpanda alimentaban la carne, Netflix y Lifehacker nutrían el alma”.

Sustitúyase Foodpanda por Deliveroo o Glovo y ahí tiene a nuestro héroe local desplazándose en bicicleta fixie por las superislas de Poblenou o El Raval como un destacamento de tropas coloniales del capitalismo californiano, en ocasiones junto a sus émulos nativos. Corey Pein, el autor del mencionado artículo de The Guardian, explica cómo este personaje es a la vez consecuencia y agente de esta fase del capitalismo tardío.

“Más de un tercio de los trabajadores estadounidenses son ahora ‘freelance’ o ‘trabajadores contingentes’, esto es, su sustento depende de los caprichos de sus mánagers”, escribe. “Esto ocurre porque la elección de ser emprendedores ha sido tomada por ellos”, continúa Pein. “La destrucción del Estado social, la educación pública y el movimiento obrero organizado ha creado lo que puede ser denominado economía de 50 céntimos, un sistema estructurado para ofrecer únicamente dos opciones: ‘Hazte rico o muere intentándolo’. George W. Bush lo llamó ‘la sociedad de propietarios’. Obama, rendido a sus donantes de Silicon Valley, nos dio Startup America”.

En Barcelona lo llamábamos hasta no hace mucho “la millor botiga del món”. Ahora, además, la tienda es veggie friendly y cuenta con productos de comercio justo. Ya en 2016 el entonces regidor de la CUP Josep Garganté se mostraba en una entrevista muy crítico con muchos aspectos de la política de Barcelona En Comú (BEC). “Nosotros estamos en contra de las externalizaciones”, ponía como ejemplo, mientras BEC “las mantienen, pero las llaman ‘externalizaciones cooperativas’. Es decir, que se externalicen los servicios a cooperativas. Es algo que les compran ciertos sectores de la autonomía obrera y los movimientos sociales. Para nosotros es neoliberalismo de cara amable”.

Hace unos días, hablando de todo esto con Jordi Navarro en Madrid, el escritor y periodista de Nou Barris me recordaba este paso de la ‘Juerga catalana’ de Albert Pla, y no veo mejor manera de poner fin a este artículo: “No és gran cosa la ciutat / cada cop està més sosa / I aquest cony de Barcelona / a mi em sembla més cada cop / com un poble de mala mort”.

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Arnau
11/6/2018 16:46

Creo que la afirmación sobre el "neoliberalismo amable" de las externalizaciones merece mas texto y se injerta en el artículo de una forma algo extraña. El efecto boomerang de determinadas políticas de mejora de la ciudad es un tema, y el de las externalizaciones otro, que necesitaria desarrollarse. Estan vinculados, pero son procesos distintos. Creo que externalizar un servicio a una cooperativa no tiene que ser siempre bueno o siempre malo. El problema de algunas lecturas muy ideologizadas de las CUP es que al cualificar estas políticas automáticamente como neoliberales... ya no hay espacio para el debate.

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anonimander
9/6/2018 19:56

Estupendo. Impecable repaso a la capitalización de las expectativas renovadoras en las grandes ciudades. En ciudades pequeñas, en "provincias" sucede algo similar, y en los pueblos fenómenos parecidos son estacionales o "findesemanales", pero están igualmente ahí. Recuperar la vida rural se convierte en muchos casos en vivir por y para el turista interno, y las ciudades pequeñas se llenan de comparsas folclóricas que no estaban aquí hace tan solo unos años, atontando al turista obnubilado por las gaitas y los trajes regionales, mientras provoca rechazo su roncón insistente al lugareño desubicado y perplejo ante tanta farsa . Es el capitalismo hidra, con cabezas que surgen cada vez más dispersas y unificadoras. Es la franquicia multiforme y dispersa, pero dependiente y alimentada siempre por el omnímodo nodrizo del capital. Una queja: el uso de neologismos y modismos es otra forma de invasión, aunque no quieran darse cuenta. Abusa de ellos el autor, y por "cool" que sean despistan al personal.

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#18389
9/6/2018 12:49

Gracias por el artículo. Tan solo un pequeño aporte, porque siempre quedan las mismas en el olvido: las campañas contra el turismo masivo y la gentrificación se dieron en primer lugar desde el movimiento libertario y la okupación. La izquierda independentista las recogió y espectacularizó con el apoyo más o menos indirecto de los medios de comunicación, que vieron en ello una manera de atacarles (a ellas y a BeC por su supuesta permisividad) en nombre de la ciudadanía bien-pensante.

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