Cine
Historias del cine dilatado

Películas como La flor de Mariano Llinás y Chamissos Schatten, de Ulrike Ottinger, que visitaron España el pasado otoño, desafían los parámetros de duración convencionales.

La flor
‘La flor’, una película argentina que dura 14 horas.

Cuando un año se dispone a dar paso al siguiente, en los medios de comunicación y las redes sociales proliferan las inevitables listas de las mejores películas (o libros, o discos) de la temporada. Cada cual tendrá sus prescriptores favoritos. Algunos de los filmes que copan las listas llegarán en algún momento, si no lo han hecho ya, a los catálogos de las plataformas de cine online o a la cada vez más en desuso parrilla televisiva.

Hay otros, sin embargo, cuya duración hace difícil encajarlos en una parrilla televisiva o no digamos ya en nuestro propio tiempo. Su apuesta por prolongar la experiencia del visionado y de la atención más allá de los parámetros habituales los convierte, en cierto modo, en una aventura. Hay que ir dispuesto a dedicarles unas cuantas horas, a veces a lo largo de varios días, según como se decida programarlos.

Es el caso de Chamissos Schatten (2016), el último largometraje documental de la cineasta y fotógrafa alemana Ulrike Ottinger, que pudo verse en la Filmoteca de Catalunya, dividida en cuatro capítulos, a lo largo de los dos primeros fines de semana de diciembre. Es la película que cerró en 2018 las proyecciones de la Mostra Internacional de Films de Dones de Barcelona y dura 12 horas. El argentino Mariano Llinás, por su parte, ha visitado este otoño varias ciudades españolas para presentar La flor (2018), otra monumental película río de 14 horas proyectada en tres partes. Es la obra de ficción más larga jamás rodada, superando en algo más de media hora a Out 1: Noli me tangere (1971), de Jacques Rivette, otro cineasta que se interesó por la experiencia del tiempo dilatado. La anterior película de Llinás, Historias extraordinarias (2008), ya superaba las cuatro horas de duración.

“No veo por qué no iba a resultar atractiva la idea de venir aquí tres tardes seguidas. Es un poco como cuando vamos a la Lugones (legendaria sala de cine de Buenos Aires) a ver retrospectivas enteras de algún director”, decía Llinás en el coloquio posterior a la proyección de La flor en Zinebi, el Festival Internacional de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao, que estrenó en exclusiva la película completa en España.

Aunque hoy en día buena parte de la cinematografía mundial es accesible a través de internet, filmes como los de Llinás u Ottinger mantienen vivo ese concepto de la oportunidad única tan vinculado a la cinefilia. La directora de Chamissos Schatten, que estuvo en Barcelona para introducir la primera sesión de la película, recordó la buena acogida de su documental Taiga, de 1992, que superaba las ocho horas: “Fue realmente muy bien en cine. Se estrenó en los Estados Unidos y en varios países europeos. Creo que, ante películas tan inusuales, sí que hay espectadores que saben que van a ver algo especial y tratan de no perdérselo”.

También en noviembre, y en el marco del festival barcelonés L’Alternativa, el cineasta experimental belga Boris Lehman proyectó él mismo en 16mm. su película Babel / Lettre a mes amis restés en Belgique (1991), de seis horas y veinte minutos, en el espacio cultural Nook.

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Cuando se programan filmes de estas características, que adquieren cierta naturaleza de acontecimiento, se suele tratar de contar también con sus autores para que acompañen la proyección y completen la experiencia del visionado poniendo en contexto lo que se va a ver. El cine experimental, por otra parte, suele estar muy ligado a la materialidad de la propia película, que a veces el cineasta lleva consigo.

Consciente de lo insólito de su propuesta, Mariano Llinás incorpora la singular longitud y estructura de La flor al propio discurso del filme: no solo apareciendo en pantalla en distintas ocasiones para advertirnos sobre lo que vamos a ver o incluso diciéndonos los minutos que faltan para que termine uno de los capítulos, sino también, en caso de poder estar presente en la sala, dando pistas a los espectadores sobre cuándo llegan los intervalos. Así, cada una de las tres tardes en que se proyectó su película en Bilbao, las palabras clave que anunciaban la cercanía del intervalo podían ser “escorpiones”, “estrellas” o “chinos”.

El rodaje de La flor abarcó diez años de las vidas de su director, equipo técnico y las cuatro actrices protagonistas: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes, que integran el grupo teatral Piel de Lava. Ninguna de ellas imaginó al principio que el rodaje iba a prolongarse tanto, aunque el paso del tiempo termina siendo muy perceptible a lo largo de los seis heterogéneos capítulos que integran el filme: seremos testigos, por ejemplo, del embarazo de dos de las actrices.


“Inicialmente, creí que el primer capítulo iba a durar diez minutos y la película unas dos horas y media”, comentaba Llinás, que narró algunos pormenores del intrincado tercer episodio, un relato coral de espionaje que sucede a lo largo de un día y una noche, con distintas excursiones al pasado, y que tardaron cinco años en terminar: “Un día y una noche se construyeron a lo largo de cinco inviernos. Cuando se trabaja en condiciones precarias, ese proceso de filmar durante muchos días la misma secuencia puede llegar a ser agotador”. Hubo, en particular, un accidente con una camioneta que a punto estuvo de hacer perder los nervios al equipo.

La propuesta de Ulrike Ottinger no puede ser más distinta de la de Llinás. Durante tres meses y medio, tras conseguir todos los permisos necesarios, la cineasta alemana viajó por los dos márgenes del estrecho de Bering, el punto donde más cerca están de tocarse los continentes asiático y americano. Yuxtaponiendo sus propias notas y las imágenes que filma con diarios escritos a finales del siglo XVIII y a principios del XIX por varios exploradores y científicos, la cineasta muestra los cambios que ha ido experimentando la región.

Tampoco Ottinger sabía de antemano cuánto iba a durar la película: “Ni siquiera estaba segura de que los militares rusos fueran a dejarme pasar. Una vez allí, la gente fue tan hospitalaria y todo lo que iba descubriendo era tan fantástico que la película fue tomando esta forma. Es el material el que termina decidiendo la duración”.

Chamissos Schatten
Chamissos Schatten (Ulrike Ottinger, 2016)

Chamissos Schatten es un documental sereno y paciente, rico en paisajes e historias, que transpira generosidad a ambos lados de la cámara. Aunque la primera parte de su trayectoria la componen desbordantes fantasías de vivos colores como Freak Orlando (1981), que desafían por medio de la transgresión los modos de representación tradicionales, Ottinger siempre ha tenido un pie en el cine etnográfico, en detener su mirada allí donde pocos miran y fijarse en cómo vive la gente. Sus películas, en sus propias palabras, tratan “de cómo las cosas se pierden y de cómo sobreviven”.

Si algo emparenta a Llinás y a Ottinger, y a otros cineastas que hacen de la aventura su forma de expresión, es el gozo de filmar. Y el de ir a buscar, a descubrir la película que vas a hacer, ya sea partiendo, como en La flor, del deseo de filmar a cuatro actrices en todos los registros posibles o plantándose en tierras olvidadas por el mundo y registrar su historia, como hace Ottinger en sus documentales.


También hay quien, desafiando la duración convencional, pretende trasladarnos la experiencia concreta, por ejemplo, del trabajo: en Park Lanes (2015) el afroamericano Kevin Jerome Emerson muestra, en tiempo real, la jornada de trabajo de ocho horas en una fábrica de suministros para boleras en Virginia. Este documental pudo verse en la primera edición de la muestra de arte audiovisual Intersección, que tuvo lugar en A Coruña a principios de noviembre. Sus organizadores ofrecían cervezas y empanada a quienes se atrevieran a quedarse hasta el final. Tampoco es trivial señalar aquí que las jornadas de trabajo de ocho horas son incompatibles con el visionado de filmes de estas características; tener el tiempo para verlas no deja de ser un privilegio.

Hay más ejemplos célebres de películas inusualmente largas: de las crónicas filipinas de Lav Díaz a la fundamental Shoah (2011), en la que el recientemente fallecido Claude Lanzmann testimoniaba el Holocausto nazi a través de quienes lo vivieron. Cineastas como Peter Watkins o Wang Bing también han trabajado la larga duración, y el húngaro Béla Tarr, adaptando una novela de su guionista habitual László Krasznahorkai, estrenó en 1994 la poderosa Sátántangó, que duraba siete horas y media.

Si nos movemos hacia latitudes más vanguardistas tenemos, además de los filmes más radicales de Andy Warhol, propuestas más cercanas al videoarte o a la performance como las veinticuatro horas de The Clock, de Christian Marclay: sincronizados a tiempo real, podemos ver durante un día entero fragmentos de películas que incluyen relojes o muestran la hora. La forma en la que el tiempo se dilata o se contrae cuando nos precipitamos hacia la oscuridad de una sala de cine, sin embargo, sigue siendo un misterio.

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