Opinión
Por un Antropoceno democrático: una lectura crítica de ‘El fin de la paciencia’
Xan López comienza su reciente ensayo sobre política climática partiendo de la conocida tesis de Dipesh Chakrabarty según la cual el tiempo de la historia y el tiempo geológico se estarían dando la mano en nuestra generación. Si el primero lo contamos en siglos, a veces incluso en décadas o lustros, el segundo lo dividimos en eones. Desde esta óptica, el problema de nuestro tiempo actual es que hemos de pensar en tiempos históricos y geológicos, pues los últimos 150 años habrían provocado alteraciones en el sistema Tierra que están poniendo en jaque nuestra propia continuidad como especie.
Hoy en día, sintetiza López, “la temporalidad geológica ocurre a velocidad histórica”. La concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera ha aumentado más en 150 años que en los últimos 5.000.000 de años. En ese contexto, apenas existe “margen de maniobra” si queremos asegurar la viabilidad de la vida humana. Partiendo de esta acertada premisa, el autor formula una valiosa tesis: la mayor amenaza sobre la humanidad nos llega en un momento de máxima debilidad política. Ante ello, sugiere el autor, resulta preciso revisar “la tradición política emancipadora”. No hay lugar ya en nuestro mundo del siglo XXI para la paciencia, nos dice, y aquí está finalmente la idea que da título al ensayo: no la hay ni para la construcción intergeneracional de la revolución, ni para las pequeñas reformas de “avances microscópicos”. El tiempo de la transformación ha de acelerarse y dejar a un lado los dogmas y marcos heredados. Se ha de partir del principio de realidad, de lo realmente existente, y desde ahí avanzar a través de alianzas inesperadas, incómodas, mediante las que “avanzar fracasando”.
Para el autor esto es así porque la crisis ecológica coexiste con una crisis política que procede de la parálisis histórica provocada por el triunfo neoliberal y el cierre del comunismo. En “El ocaso de la política de masas”, primer capítulo de esta obra, López repasa este proceso de paralización progresiva a través de constatar el final de uno de los grandes protagonistas del siglo XX: el partido de masas. Con la mirada puesta en ejemplos como lo que pudo ser el primer SPD alemán, y sobre todo el PCI italiano, López evoca la vieja aspiración a ser “sociedad dentro de la sociedad” que tenían aquellos partidos europeos.
El desarrollo de los Estados de bienestar europeos es inconcebible sin la amenaza de una violencia revolucionaria que trascendía los partidos y permeaba las sociedades occidentales a través de todo tipo de organizaciones
El relato prosigue con las victorias de estas formaciones políticas que, tras las guerras mundiales, permitieron encauzar la confrontación ideológica en compromisos históricos que dieron lugar a un contrato social basado en el tándem de sufragio universal y Estado del bienestar. Tras aquellos años, sin embargo, el triunfo del neoliberalismo habría provocado “el derrumbe del poder de las organizaciones de la clase trabajadora” y, con ello, del partido de masas. Algo que habría afectado no solo a los partidos comunistas, también a la socialdemocracia y la democracia cristiana. En lugar de estos partidos se habría instalado una hiperpolítica, recuperando el término de Anton Jägger, con la que López resume un modo de enfrentarse a la vida pública según la cual casi todo es político y, por tanto, objeto de controversia y combate, pero en la que, en realidad, no se producen grandes transformaciones.
Hasta este punto, la tesis de López es sugerente, aunque ciertamente vulnerable a algunas críticas de matiz. En primer lugar, la historiografía nos demuestra que las grandes conquistas sociales del siglo XX no se deben únicamente a la forma partido. El desarrollo de los Estados de bienestar europeos es inconcebible sin la amenaza de una violencia revolucionaria que trascendía los partidos y permeaba las sociedades occidentales a través de todo tipo de organizaciones. Del mismo modo, esa amenaza comenzó a constituir un peligro real para las elites europeas cuando el socialismo real se alzó en el Este, amenazando con contagiar el resto de sociedades europeas.
En segundo lugar, los marcos históricos que López maneja a la hora de diagnosticar la crisis de la política de masas no terminan de viajar bien a coordenadas como las españolas, donde los partidos obreros tuvieron un éxito mucho más limitado, vinculado fundamentalmente con conquistas sociales acaecidas durante la Segunda República y los primeros años de la Transición. La ‘era dorada del capitalismo’ o los ‘treinta años gloriosos’ son marcos históricos que no corresponden con la historia de España, a pesar de que, en realidad, son el principal reservorio en el que bebe la mirada nostálgica hacia el partido de masas.
El fin de la paciencia no puede conducirnos otra vez a la dictadura de la urgencia
Con todo, López parece esquivar en parte esa nostalgia, postulando una cierta distancia crítica que le permite apostar por algo distinto. Tal vez por eso, pudiera haber sido deseable dedicar algo más de espacio a discutir estos problemas de traducción al caso español, o incluso problematizar algunas de las victorias de esa política de masas. Al fin y al cabo, López dedica apenas una línea a discutir las importantes exclusiones constitutivas que asentaban el modelo de ciudadanía fordista, que se mencionan únicamente de pasada, explicadas con solvencia por la socióloga Melinda Cooper. Y aunque el capítulo 2 dedique algo más de espacio a problematizar las contradicciones del movimiento ecologista cuando se enfrenta a sus propios privilegios, tampoco se tematiza adecuadamente que el modelo de bienestar occidental se asentó en una matriz energética colonial y extractivista aprovechada por estos mismos partidos de masas.
Con todo, estas cuestiones de matiz no nos alejan de la principal conclusión del autor, aunque lleguemos a ella por distintos motivos: el horizonte de expectativas de la política de masas del siglo XX no solo es irrecuperable, sino también indeseable para los estándares desde los que se construye la nueva política climática. Es este el escenario sobre el que el autor de ‘El fin de la paciencia’ plantea su apuesta por una política experimental, sin garantías, protagonizada por actores que cooperan desde temporalidades asíncronas. Una política donde las viejas estrategias de la tradición emancipadora —ancladas en también viejos diagnósticos y viejas confianzas—, no serían ya posibles, siendo necesaria la concurrencia de otros actores que traerían sus propios diagnósticos y estrategias.
Hasta este punto, compartimos la tesis de López. La política por venir ha de ser necesariamente una política sin garantías anclada en una coyuntura tan excepcional como la que define el término de Antropoceno. Con todo, recogemos el guante de su desafío y proponemos ir un paso más allá en la revisión de la tradición emancipadora. Si queremos realmente estar a la altura de la ambición con la que Xan López postula el escenario de ‘El fin de la paciencia’, consideramos que es necesario tomarse en serio la apuesta por otra concepción de la política.
En ese sentido, una de las principales limitaciones de buena parte de la tradición que López identifica como emancipadora ha sido su dificultad para escapar de una visión de la política unidimensional que tiene en la guerra su principal modelo de referencia. Sobre la base de un escenario fundante que reconocemos como legítimo —el conflicto de clase—, tradiciones políticas como el socialismo han tenido profundas dificultades para pensar en otras formas de vinculo político más allá de la competencia.
Para llevar a buen término una transición ecológica justa hemos de aprender a coordinar el tiempo lento de la democracia con el tiempo acelerado que nos impone la extrema urgencia de la policrisis ecosocial
De Karl Marx a Chantal Mouffe, pasando por Antonio Gramsci o Vladimir Lenin, buena parte de la tradición socialista ha cimentado su práctica sobre un repertorio de conceptos —lucha de clases, guerra de posiciones, conquista de la hegemonía o vanguardia histórica serían los principales— que refuerzan la dimensión conflictiva de lo político, confundiendo su espacio con el de la violencia y descuidando sus aspectos consensuales. Aunque esto resulte explicable por la pugna del socialismo con la negación del conflicto que caracteriza a muchas de las ideologías conservadoras, no deja de tener implicaciones políticas. Muchas de ellas son bien conocidas en nuestro país, donde en los últimos años el paradigma belicista tomaba nueva centralidad para la izquierda a través de conceptos como aquel de la ‘maquinaria de guerra electoral'. Recordemos que entonces también había prisa ante la crisis social y se nos decía que había que correr y atarse los cordones a la vez. Algo que, tras importantes tropiezos, acabó en un debilitamiento de nuestro espacio político cuyos costes hoy pagamos.
Metáforas, gramáticas, conceptos e imágenes provenientes de un paradigma bélico que, en aras de ser expeditivos, han reducido la democracia interna de nuestras organizaciones, eliminando un pluralismo interno que ahora reclamamos como imprescindible. Con los ojos puestos en esta experiencia, la conclusión es evidente. El fin de la paciencia no puede conducirnos otra vez a la dictadura de la urgencia. Una política climática que sea masiva y emancipadora no será posible si la planteamos únicamente desde paradigmas políticos que carecen de modelos de gestión del conflicto con los que encauzarlos más allá de la aceptación de la jerarquía y los silenciamientos que habitan en los Estados, empresas o grupos de interés realmente existentes en nombre de “la resolución eficaz de problemas”. La construcción política desde abajo ha de ser lenta y cuidada para, precisamente, volar políticamente en los tiempos que precisamos.
Maticemos este punto. No se trata de caer en adanismos ni de abandonar una tradición que aún sigue siendo profundamente democrática en muchos aspectos. Referentes como Silvia Federici o Cornelius Castoriadis, por pensar dos figuras dentro de la tradición marxista, son hoy más que nunca necesarios para no caer en una excesiva nostalgia hacia unos partidos de masas verticales que apartaron de las decisiones reales a millones de personas a las que redujeron a la categoría de militantes, condenándolas a labores inferiores una vez establecían el marco divisorio entre trabajo manual e intelectual. Partidos que exigían relaciones complacientes con unas élites dirigentes que acaparaban, y nunca repartían, el poder del Estado.
Junto a ellos, sin embargo, también reclamamos la recuperación de otros referentes como Carole Pateman, Sheldon Wolin o Benjamin Barber, con quienes desde otras tradiciones reivindicar la importancia de una ciudadanía activa que se construya no tanto desde lógicas sacrificiales y éticas de la abnegación, sino desde un compromiso con el cuidado de la vida de los otros y un gozo sincero por la vida pública. O como Hannah Arendt, Iris Marion Young o Judith Butler, quienes son hoy más que nunca necesarias para ayudarnos a reconstruir desde el respeto honesto por la diferencia un vínculo comunitario que, en el desierto post-neoliberal, está siendo abandonado en manos de las solidaridades excluyentes que plantea la derecha radical.
Todos estos referentes, propios y ajenos, nos recuerdan que la tradición emancipadora necesita alimentarse de conceptos tan valiosos como amistad política, mundo común, felicidad pública, cuidado o interdependencia. En ellos se encuentran hoy las hebras con el que recuperar ese hilo rojo republicano que tanto añoraba Antoni Doménech, y que tanto necesitamos para construir esa clase ecológica reclamada por Bruno Latour y Nikolaj Schultz. “Persuadir a la gente de que ellos importan” —como plantea Alyssa Battistoni y recupera Xan López— requiere organizaciones que puedan hacerse cargo de la pluralidad y compartir el poder político.
La política climática que hoy ya habitamos requiere conflicto. Requiere que seamos capaces de combatir los discursos de quienes bloquean la transición ecológica con argumentos deshonestos que ocultan la defensa del privilegio
Desde todos estos referentes, afirmar que la política ecologista es una política sin garantías es, sin duda, algo de agradecer. Por eso resulta tan valioso leer a Xan López cuando admite la necesidad de abandonar la “soberbia epistemológica” del materialismo histórico, apostando de manera honesta por la “experimentación”, “proyectos más plurales” o la aceptación de la incertidumbre). Para ello, es necesario reivindicar la humildad de quien se considera susceptible de errar y se reconoce capaz de aprender del otro. Es esa apertura al error, a la diferencia y al aprendizaje, la que inaugura la apuesta perspectivista del discurso democrático, que sumado al pragmatismo filosófico reivindicado por López, reconoce en el pluralismo un valor esencial con el que afrontar problemas tan complejos como los que implica la crisis ecológica. Pero apostar por esa vía como forma de construir nuevas subjetividades políticas no puede asentarse en una concepción de la política tan hostil al pluralismo como la que contiene la apelación a una “guerra de posiciones climática”.
Maticemos aquí una segunda cuestión. Superar la concepción unidimensional y bélica de la política que denunciamos resulta perfectamente compatible con el reconocimiento de que la esfera de la política democrática tiene límites, y es importante saber reconocer la antidemocracia. En este sentido, apostamos más bien por una teoría política integradora capaz de combinar conflicto y consenso.
La política climática que hoy ya habitamos requiere conflicto. Requiere, por ejemplo, que seamos capaces de combatir los discursos de quienes bloquean la transición ecológica con argumentos deshonestos que ocultan la defensa del privilegio. Pero esto no tiene nada que ver con la escucha atenta del malestar, el encuentro necesario que hemos de entablar con el y la ciudadana de a pie que abunda en clichés negacionistas o antidemocráticos. Hemos de tender puentes de comprensión, sabiendo que las identidades no son algo cerrado a cal y canto para siempre, y así construir, más pronto que tarde, antídotos frente a quien excluye, suelos comunes de respeto y entendimiento para la transformación ecosocial, inclusiva y democrática que anhelamos.
En todos estos casos, nuestra tradición emancipadora debe recuperar esa mirada hacia el conflicto que lo aborda desde el diálogo, la escucha y la no violencia, tal y como la retórica clásica y humanista viene estudiando desde hace siglos. Cuando el conflicto que tenemos enfrente adopte formas que desborden los marcos políticos y democráticos, habremos de indagar en esa fuerza de la no violencia que autoras como Butler han explorado, cuestionando el recinto cerrado del yo/nosotros a la hora de justificar el último recurso de la defensa propia, incluida la violencia legal establecida.
Un ensayo valioso, bien escrito y documentado, que anima a pensar y sabe incorporarse al ritmo de nuestro tiempo
Para todo ello, resulta particularmente útil recuperar otra noción clave como es el concepto arendtiano de juicio, tan importante para escapar de dogmatismos y proselitismos que refuerzan las toscas identificaciones grupales que nos recorren hoy, azuzadas desde la propaganda digital. Una capacidad de atender testigos y pruebas diversas respetando las verdades de hecho, de escuchar voces distintas legítimas en el espacio público, así como de reposar las pasiones para llevar a cabo una deliberación en calma, no apresurada, todo lo cual nos conduce a pensar cada realidad como un evento que interrumpe los automatismos tan propios del clima bélico. Algo, en fin, que debemos cultivar también si queremos una ciudadanía que sea capaz de distinguir entre libertad de expresión y discurso de odio, entre representantes democráticos y elitistas u oligárquicos, entre fascismo y democracia.
Sostener la tensión entre los aspectos consensual y conflictivo de nuestras democracias, así como cultivar el juicio crítico de la ciudadanía, son dos aspectos cruciales para salir de esta encrucijada histórico-geológica por caminos que privilegien valores como la igualdad, la justicia o la inclusión. Para llevar así a buen término una transición ecológica justa hemos de aprender a coordinar el tiempo lento de la democracia con el tiempo acelerado que nos impone la extrema urgencia de la policrisis ecosocial.
Xan López acierta a la hora de diagnosticar algunas de nuestras fallas, especialmente cuando señala lo obsoleto que queda bajo el Antropoceno el debate entre reforma o revolución, al menos tal y como se pensó el pasado siglo. Lo que objetamos es que no deberíamos entregarnos de forma acrítica a la impaciencia, sometiendo una vez más nuestro hacer político al dominio de una eficacia ciega. La reivindicación del encuentro en la era de la soledad digital, del diálogo y la escucha en plena cerrazón al otro, de la crítica respetuosa en plena proliferación sectaria, o de la toma de decisiones desde el acuerdo entre distintos cuando las órdenes ejecutivas son la norma, es lo que hemos de aspirar a convertir en el sentido común de esa época solar a la se apunta en la obra.
Cerramos estas palabras con unas palabras elogiosas hacia el texto de Xan López: un ensayo valioso, bien escrito y documentado, que anima a pensar y sabe incorporarse al ritmo de nuestro tiempo. Es desde esa apertura al diálogo y la reevaluación de sus propias hipótesis desde donde nos hemos atrevido también a formular nuestra crítica. Esperamos que sea el comienzo de futuros diálogos teóricos guiados por una amistad política capaz de construir poderosas alianzas entre distintos dentro de la política ecologista de nuestro país.
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