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Análisis
Ni Oriente Medio, ni Ucrania: la prioridad de Estados Unidos es Asia-Pacífico
La llegada de Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos en 2009 alteró sustancialmente la estrategia internacional de Washington. Atrás quedaban los días en los que el esquema de poder imperialista norteamericano ponía el foco en Oriente Medio. Por supuesto, Israel iba a permanecer como enclave privilegiado del engranaje colectivo de dominación internacional con sede en la Casa Blanca en la región, al tiempo que los países del entorno de Tel Aviv iban a conservar una relativa atención por parte el hegemón, principalmente por su papel en la pugna internacional por los recursos energéticos.
Es cierto que en la actualidad, debido a la entrada del conflicto palestino-israelí en una nueva fase como consecuencia de la aceleración e intensificación de la violencia sionista sobre el pueblo palestino, Estados Unidos ha vuelto a otorgar cierta centralidad a la región. Sin embargo, hay una dinámica ulterior a cualquier coyuntura: tanto la guerra en Ucrania como el genocidio sionista en Palestina han sido, en cierta medida, “delegados” desde la perspectiva estadounidense. La administración Biden ha pretendido —desde un equilibrio complejo— que los esfuerzos de ambos frentes recaigan sobre los países europeos, en primera instancia, y sobre el propio estado de Israel, en segunda. Además, por preferencia estratégica, Washington no ha deseado ni la “europeización” de la guerra en Ucrania —escenario tercerizado en el que el pueblo ucraniano lleva años ejerciendo como peón de la presión del imperialismo estadounidense contra el Estado ruso— ni la “regionalización” del conflicto en Oriente Medio. Estados Unidos se beneficia de ciertos niveles de conflicto en ambos puntos, siempre y cuando no escalen hasta el punto en que su propia intervención directa se vuelva inevitable.
Pese a la continuidad de su agenda injerencista en América Latina y de su pretendida dominación vía subalternos en Europa y Oriente Medio, Washington ha puesto el foco en la región Asia-Pacífico
Sucede que, pese a la continuidad de su agenda injerencista en América Latina y de su pretendida dominación vía subalternos en Europa y Oriente Medio, Washington ha puesto el foco en la región Asia-Pacífico. Esta nueva priorización se expuso explícitamente en la Defense Strategic Guidance del año 2011, en la que se definieron como “críticas” las alianzas con ciertos actores regionales como Corea del Sur, aunque meses antes había sido ya esbozada por la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton en un artículo en Foreign Policy donde afirmaba que el foco había de moverse desde los “dos teatros” anteriores (Iraq y Afganistán) hasta Asia Pacífico, donde Washington debía invertir su “tiempo y energía” para sostener su liderazgo, intereses y valores. Antes, en 2010, ya se había planteado la importancia estratégica de las alianzas con Japón, Corea del Sur, Australia, Filipinas y Tailandia en la National Security Strategy del año 2010.
El esquema de poder global que Washington ha impreso sobre la realidad internacional tras el fin de la Segunda Guerra Mundial ha sido un esquema colectivo. En él, buena parte —cuando no la totalidad— de los estados centrales del sistema-mundo capitalista se ubicaron bajo el mando único de la Casa Blanca. Así, la lógica de la disputa interimperialista que definió las relaciones internacionales desde las décadas finales del siglo XIX dejó paso a una dinámica de bloque único pretendidamente unipolar. El eje imperialista, dirigido estratégicamente por Estados Unidos —aunque delegase en sus subalternos la gestión de la explotación económica y política de determinadas periferias—, se construyó en torno al hegemón norteamericano que había de encargarse de la coordinación estratégica y del liderazgo cultural y político.
Asia
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Este imperialismo colectivo ha atravesado diversas etapas en lo que refiere a su foco. La confrontación con la Unión Soviética y la guerra contra el comunismo en el Sur Global marcó las décadas cincuenta, sesenta y setenta. El eje imperialista fue protagonista en los procesos políticos antirrevolucionarios en América Latina, África y Asia. Durante los años noventa, el impulso de la nueva mundialización capitalista y el aparente unipolarismo de las relaciones internacionales posibilitó una corta etapa de “calma” para el eje. La “guerra contra el terror” ubicó en Oriente Medio el foco principal de la avanzada imperialista. Con Obama, efectivamente esta lógica se vio modificada a través de la intensificación de las alianzas con actores como Corea del Sur, Japón o Australia y de la creciente presencia estadounidense en Taiwán, quizá el principal escenario de la nueva etapa imperialista.
¿Por qué ahora y por qué Asia? La respuesta corta solo tiene cinco letras: China. la reconstrucción de la sociedad y la economía chinas que comienza durante el liderazgo de Deng Xiaoping (1978-1989) sentó las bases de lo que hoy es una República Popular de China potencia que ha redefinido la escala internacional económica, comercial, política, diplomática y simbólicamente. Al margen del —todavía difuso— largo plazo del proyecto del socialismo chino redefinido por Deng Xiaoping y conducido en la actualidad por Xi Jinping, lo evidente es que su existencia imposibilita el sueño estadounidense del orden unipolar.
En los años noventa convergieron una multiplicidad de factores que hicieron posible el espejismo de la hegemonía indisputada del imperialismo estadounidense y de su cadena de alianzas y de dominio colectivo
De hecho, aquella experiencia apenas duró una década y media: en los años noventa convergieron una multiplicidad de factores que hicieron posible el espejismo de la hegemonía indisputada del imperialismo estadounidense y de su cadena de alianzas y de dominio colectivo: el bloque soviético acababa de caer y encontraba a Rusia sumida en una crisis económica y política que lastraría su reacomodamiento militar; China se hallaba todavía transitando los primeros momentos de la “economía de mercado orientada al socialismo” o “socialismo con características chinas”; América Latina, dirigida políticamente por las distintas expresiones nacionales del consenso de Washington —con las izquierdas todavía lastradas por las noches represivas de los gobiernos militares alineados con Estados Unidos—, aceptaba las “relaciones carnales” con el imperio, etc.
China continuó con Jiang Zemin (1989-2002) y Hu Jintao (2002-2012) la senda reformista iniciada por Deng. El estallido de la crisis del año 2008 y la consolidación del crecimiento económico chino hicieron evidente la nueva realidad. Pekín terminó con el esquema unipolar. Su expansión comercial —hoy es el principal socio comercial de una multiplicidad de estados en distintas regiones— desafía frontalmente la hegemonía del imperialismo colectivo liderado por Estados Unidos. Para muchos estados, es ya imposible recuperar la retórica unipolar; aunque sus clases dominantes tuvieran este prejuicio, y aunque los gobiernos electos deseasen un alineamiento pleno con Washington, la dependencia comercial con el Gigante asiático se lo impide —por eso el presidente argentino Javier Milei ha tenido que recular atropelladamente en sus vínculos con el país.
Las élites estadounidenses, cuyos intereses de clase casan con el dogma del “destino manifiesto” nacional, reaccionan a esta nueva realidad pese a ser ellas mismas en muchos casos dependientes de Pekín. En este sentido, no puede pasarse por alto que las guerras preventivas y comerciales, las presiones diplomáticas y las injerencias políticas son parte de un engranaje de poder que responde a una máxima históricamente reconocida por los distintos grupos de poder en Estados Unidos: no se debe consentir la formación de una nueva potencia económica o militar que cuestione el dominio de Washington sobre el planeta. Es por ello que se ha priorizado la región Asia-Pacífico y que se busca tensar los diferentes escenarios desde los que se presiona a China: Taiwán y Corea son algunos de ellos.
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Incapaz de impedir la expansión económica china, Estados Unidos se ha centrado en la diplomacia y, sobre todo, en el apartado militar. Con tropas en Japón, Corea del Sur, Tailandia, Filipinas, Indonesia, Malasia o Australia, Estados Unidos despliega su red de alianza y la erige en una verdadera base de operaciones. Con Taiwán, la relación es algo diferente, aunque Washington sigue siendo el mayor soporte internacional de Taipei y su principal suministrador de armamento en el marco de la Ley de Relaciones con Taiwán de 1979, aprobada tras el reconocimiento de la República Popular de China y en la cual se establece que Washington debe “proporcionar a Taiwán armas de carácter defensivo” y “mantener la capacidad de los Estados Unidos para resistir cualquier recurso a la fuerza u otras formas de coerción que pondrían en peligro la seguridad, o el sistema social o económico, del pueblo en Taiwán”.
Una suerte de carrera armamentística define las relaciones Estados Unidos-China, aunque Washington sigue liderando con claridad el ranking de gasto militar anual en todo el globo. Las presiones del imperialismo norteamericano y sus aliados sobre Pekín definen las relaciones internacionales, por cuanto el ascenso del Gigante asiático continúa siendo el principal desafío global a la hegemonía del bloque que ha venido dirigiendo lo mundial desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En lo diplomático, el eje encuentra la dificultad de que China se ha consolidado como un actor fundamental para las economías nacionales de buena parte de los estados del globo, que no pueden dar la espalda a Pekín incluso aunque acepten la retórica anti China. A las alianzas en Asia-Pacífico, la Tríada —todavía en desarrollo— Washington-Seúl-Tokio han de sumarse los acercamientos de Washington a los estados de la ASEAN (“Asociación de Naciones del Asia Sudoriental”). La resolución en el largo plazo de esta dialéctica definirá el siglo XXI y tendrá lugar en todos los planos al mismo tiempo: económico, militar, político, diplomático, comercial y cultural.
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