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Análisis
Maternando en contra del sistema de protección de la infancia
Educador social y coordinador del proyecto @femdinamo de la Dinamo Acció Social (Valencia)
El 16 de febrero, la Policía Nacional arrestaba a una mujer de 23 años como presunta autora de un delito de abandono de menores, después de encontrar a su hija de cuatro años sola en casa. La mujer había salido a trabajar y no había encontrado a nadie que cuidara de la pequeña. El miedo a perder el trabajo en medio de una espiral de precariedad provocada por encontrarse en situación administrativa irregular, como explicaba ella misma esta semana, explican esta historia que ha llevado a la niña hasta un centro de acogida, donde permanece.
Dejar a una niña de tan corta edad sola en casa es una situación grave que no puede escapar a la mirada perinatal, que considera que cuidar a la díada madre-criatura debe ser una prioridad para procurar el bienestar de ambas. Pero tampoco puede escapar a esa mirada la situación de precariedad en la que muchas mujeres se ven obligadas a maternar. Y es que este caso no se entiende sin ese contexto, que es consecuencia directa de la distancia, cada día más insalvable, entre los derechos formales característicos de una democracia moderna y las condiciones materiales para hacerlos efectivos. Si hablamos del territorio de la reproducción y del sostenimiento de la vida, la precariedad se intensifica convirtiéndose en vulnerabilidad social y haciendo inviables muchos proyectos de cuidado y de crianza.
Existe una vidente de responsabilidad institucional en el riesgo y en el desamparo social, en este y tantos casos. La falta de vivienda, la falta de empleo o la falta de recursos para transformar situaciones de violencia nunca son atribuibles exclusivamente a decisiones o circunstancias particulares. No nos queda más remedio que utilizar parches, herramientas de urgencia con las que paliar algo del mucho dolor que generamos, pese a poner con ellas la carga en la responsabilidad individual, indultando a un sistema culpable que, de hecho, se fundamenta en la desigualdad.
Con la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor, y con la modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia de la Ley 26/2015, se intenta hacer un cortafuegos para “salvar” de la quema a los niños y a las niñas en cualquier situación que no pueda garantizar su bienestar, y que suponga una amenaza para su desarrollo y su integridad física o mental. El “incendio” puede estar en el seno de la familia, por la incapacidad parental o por el incorrecto ejercicio de las responsabilidades de la guarda. Pero otras muchas veces el “fuego” tiene causas netamente sociales, y sólo explicita la imposibilidad de dar una respuesta satisfactoria a la problemática social que se sufre por una situación de carencia. Es indiferente: en un caso y en otro la “emergencia”, la urgencia, se sustancia siempre en separación.
Centros de menores
Cuando España detiene a madres y encierra a sus hijas
Pese a que la ley dice en su artículo 18 que “la situación de pobreza de los progenitores, tutores o guardadores no podrá ser tenida en cuenta para la valoración de la situación de desamparo”, el mismo artículo, un poco más abajo, enuncia que entenderá que hay desamparo cuando se dé “el incumplimiento o el imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de guarda como consecuencia del grave deterioro del entorno o de las condiciones de vida familiares” o “cualquier otra situación gravemente perjudicial para el menor que traiga causa del incumplimiento o del imposible o inadecuado ejercicio de la patria potestad, la tutela o la guarda, cuyas consecuencias no puedan ser evitadas mientras permanezca en su entorno de convivencia”, lo que termina dejando a criterio de la administración pública, primero los Servicios Sociales y después los equipos técnicos de las consejerías autonómicas, la valoración de si esa precariedad o insuficiencia material, sea injusta o no, pone en peligro a las criaturas y, por tanto, merece una retirada de tutela, una separación.
Si utilizamos un mecanismo administrativo que protege a la persona menor de edad como un sujeto aislado —la coletilla de “por el interés superior del menor” puede ser un salvavidas, pero también diferencia y confronta a una criatura con sus circunstancias familiares, además que puede justificar cualquier tipo de actuación independientemente de sus motivos o efectos—, y sumamos que tenemos un marco legal en el que, por la filiación, la patria potestad recae en los progenitores, la denuncia de una situación de vulneración de la integridad o de los derechos de un niño, niña o adolescente, va a pasar de facto por “culpar” a la familia de no estar ejerciendo su responsabilidad de guarda.
Se justifica la separación como consecuencia del desamparo, pero también la separación es la única forma efectiva que tiene el sistema de proteger
Se justifica la separación como consecuencia del desamparo, pero también la separación es la única forma efectiva que tiene el sistema de proteger, alimentándose así una dinámica que promueve la retirada de tutela, cuando se da una situación de empobrecimiento, precariedad y violencia que condiciona el desarrollo de las criaturas. Un círculo vicioso muy difícil de romper tanto por parte de las familias, que sufren la injusticia, como por parte de los y las profesionales que no pueden hacer otra cosa.
El trabajo social ejecuta un giro de guión jurídico: convierte a las personas, que por ley tienen todos los derechos y obligaciones inherentes a la patria potestad, en sospechosas susceptibles de que les sean retiradas las custodias de sus criaturas cuando pasan por momentos difíciles.
Aceptar como norma general la separación de la familia como una medida de cuidado a los niños y niñas pasa por asumir dos postulados muy problemáticos. En primer lugar, que el valor del vínculo familiar y el arraigo al contexto de origen es relativo, es mucho más lo que puede ganar que lo que pierde. En segundo lugar, que las alternativas que da el sistema de protección garantizan el desarrollo saludable de los niños y las niñas.
Quienes, bien por conocimientos en psicología del apego, o bien por conocer de cerca el funcionamiento del sistema de protección, cuestionamos de raíz ambas premisas, rechazamos la separación como la forma paradigmática de intervenir en la urgencia del desamparo.
¿Lo que un niño o niña necesita es tan diferente a lo que necesita su familia? ¿Qué sentido tiene contraponer ambas realidades? ¿Cuánto del desamparo de la infancia quedaría resuelto si las familias gozaran de derechos sociales efectivos como el derecho a la vivienda, a la alimentación, al empleo, o una renta básico?
Sé que también es problemático asociar los derechos de una criatura a los de su familia, cuando sabemos que las familias no se eligen y que algunas pueden suponer estructuras violentas y privativas para el desarrollo de los niños y las niñas, pero para acabar con esto habría que combatir la esencia, jurídica y social, de la patria potestad. Mientras, lo que no es de recibo es que aceptemos la familia cuando ocupa una posición de privilegio que la acredita a ojos de la sociedad como lugar válido para la infancia, y que, por lo contrario, sea considerada como amenaza cuando no represente lo normativo.
Pero, en cualquier caso, ¿por qué no hay modelos mixtos de protección que pongan al sistema al servicio del protagonismo de las personas implicadas, en coherencia con su función de servicio público, y asumiendo su parte de responsabilidad en el riesgo?
Madres jóvenes y adolescentes
Una realidad que ayuda a visibilizar la lógica contradictoria, y muchas veces perversa, del sistema de protección a la infancia es la situación de las madres jóvenes con proyectos vitales precarios. Aún más si las madres también son menores de edad.
En este caso, al funcionamiento de por sí sesgado del sistema de protección se suma el modelo cultural, un modelo en el que la maternidad no tiene lugar fuera de una pareja establecida, ni tampoco como experiencia previa a un itinerario de promoción personal e independencia económica.
La mayoría de las madres habitan, antes o después, lugares de exclusión social fuera de foco y alejados de lo que “todo el mundo” valora como importante. Las madres adolescentes ya comienzan su vivencia de maternidad en ese “no lugar”.
Un embarazo adolescente es considerado en sí mismo un fracaso del sistema, independientemente de cómo lo viva su protagonista. Todo el trabajo social y educativo es para “prevenirlo”, para evitarlo. Sólo el hecho de que suceda cuestiona el orden social y la moral establecida -si se da en estructuras familiares cerradas, que lo esconden y mitigan sus consecuencias, se puede llegar aceptar, pero nunca cuando se reivindica en primera persona exigiendo recursos y posibilidades para construir un proyecto vital y familiar-. Lo de “nosotras parimos, nosotras decidimos” es una consigna feminista válida para abortar, pero está por ver su efectividad cuando se desea llevar el embarazo a término.
Una madre adolescente, más si está racializada, que tenga una situación de falta de recursos y de vulnerabilidad social, se ve abocada a enfrentarse al sistema de protección de “menores” con pocas garantías de que se vaya a tener en cuenta su problemática, y menos de que pueda obtener de ahí la ayuda necesaria para poder salir adelante.
Ya en el embarazo, los controles médicos tienen la función subsidiaria de control, de dejar registro, junto a otros “indicadores”, de cara a justificar o no una retirada de tutela en el hospital, en el momento del parto o en el puerperio inmediato.
En un momento de fragilidad e incertidumbre en el que necesitan ayuda, muchas mujeres huyen de los servicios sociales porque perciben con más claridad la amenaza de una retirada de tutela que la posibilidad de que el sistema les pueda facilitar las cosas. Este hecho cuestiona de raíz el papel de los servicios sociales como servicio público y demuestra cómo su función de control social impera frente a su necesaria labor de asistencia social.
Una vez dentro del sistema de protección, la mamá se ve atravesada por una dialéctica peligrosa que consiste en que conforme más expresa sus malestares, más argumentos está dando a la administración para justificar que no se puede hacer cargo de su criatura
Una vez dentro del sistema de protección, la mamá se ve atravesada por una dialéctica peligrosa que consiste en que conforme más expresa sus malestares, dificultades y necesidades, más argumentos está dando a la administración para luego justificar que no se puede hacer cargo de su criatura. Se le hace ver que lo responsable sería renunciar a la tutela y dejarla en manos de “profesionales”, pese a poder traicionar con ello sus deseos y renunciar a ejercer sus derechos como progenitora. Por lo contrario, si la renuncia a la custodia no es una opción, y aunque vengan mal dadas hay determinación en sacar adelante la crianza, la madre se convierte en objeto de vigilancia, siempre bajo la sospecha de que finalmente no pueda y su criatura quede desamparada.
En la atención a la maternidad adolescente se da una nefasta dualidad: si la madre se muestra insegura, víctima de una situación que le supera, víctima quizá también de violencia sexual, prevalece su condición de “menor de edad” y desde la institución se le cuida como “niña”, de manera paternalista y adultocéntrica, tratando su maternidad como un “error subsanable”, “habrá más oportunidades”, solo hay que hacer es que todo vuelva a la normalidad lo antes posible (la adopción se pone encima de la mesa..), borrón y cuenta nueva…, y por lo contrario, si la mamá se muestra como una mujer con una sexualidad activa, que está viviendo su vida en base a sus propias decisiones, se asocia su maternidad a una condición adulta y se le exigen todas las responsabilidades consiguientes: ha de garantizar el correcto ejercicio de la guarda sin tenerse en cuenta que aún no ha tenido tiempo material para construir un proyecto de cuidado sostenible, y menos en las condiciones de desigualdad e injusticia social preexistentes.
En ambos casos, tanto cuando prevalece la consideración de “niña” (objeto de protección) como cuando prevalece la consideración de “mujer adulta” (sujeto de riesgo), el sistema invoca la separación. Existe la excepción de los centros de menores de madres adolescentes, como el que muestra fielmente la gran película La maternal, pero son muy pocos; por ejemplo, en la Comunidad Valenciana, solo hay siete plazas, y con trampa: la separación administrativa ya se ha consumado, es una condición previa, los bebés están tutelados por la administración desde el minuto cero y conviven con sus madres pero, cuando éstas cumplen 18 años y han de abandonar el centro, los bebés pueden irse con ellas o no. De hecho, hay madres que, pese a su situación de desamparo, expresan miedo de ir a este tipo de recursos.
Se da el hecho indiscutible que, en términos socioeconómicos, ninguna situación de maternidad adolescente precaria puede competir con la realidad de una familia en disposición de adoptar —hablo de familias adoptivas porque en el caso de bebés son la primera opción; las familias acogedoras suelen entrar como medida de protección en los casos de niños y niñas más mayores—, por lo que si el único objetivo es “proteger al bebé”, aportándole un contexto normalizado y normalizador, no hay mucho más que debatir.
Efectivamente, que una criatura crezca junto a su madre empobrecida en una realidad atravesada por la violencia y por la injusticia social nos hace suponer que no va a tener una vida fácil (mal pronóstico dirían los técnicos), y posiblemente no se pueda garantizar su bienestar (ni por parte de la familia de origen, ni tampoco en una crianza atravesada por el sistema de protección, cambiando de familias y de centros a lo largo de su infancia y adolescencia), pero la cuestión es hasta qué punto una promesa de futuro justifica privar, en presente, a una madre de la relación con su bebé y privar a un/a bebé del vínculo protector que pueda establecer con su mamá, máxime en contextos donde quizá no haya muchos más factores que mimen la resiliencia…
Trabajo social perinatal y “maternaje”
El problema de fondo es la carencia absoluta de una mirada perinatal en el trabajo social. La ceguera al respecto implica una exclusión (otra más) de la voz de las madres en un servicio público, una vulneración sistemática de los derechos parentales de las criaturas y, sobre todo, una agresión y mutilación directa de los vínculos que garantizan la vida.
La díada madre-criatura (o en su defecto la conformada con su cuidador/a primario) es un sujeto político de primer orden en un modelo comunitario basado en las relaciones de interdependencia y en las prácticas de cuidado que lo sostienen -un modelo ecosistémico que integre la complejidad de lo social y los múltiples elementos que lo conforman-, y por ello ha de ser un elemento prioritario que defender y proteger.
En contextos caracterizados por la carencia y definidos por la injusticia social, es la vida lo único que garantiza la vida. Los derechos formales no llegan ni de lejos a cubrir las necesidades básicas. La existencia digna se hace cada vez más improbable en un cuerpo social mutilado y fragmentado. Y el trabajo social, en general, colabora con la erosión del ecosistema humano al no valorar el vínculo primario como algo fundamental que preservar, máxime si todo lo demás queda lejos de estar garantizado.
Sería loable (e implicaría un cambio de paradigma) poner el trabajo social al servicio de los vínculos sociales y de las relaciones humanas, comprometido con la cohesión social necesaria para amparar procesos de desarrollo en bienestar. Promover un trabajo social que fuera sinónimo de “maternaje social”, que llevara los diferentes programas de intervención a las dinámicas de cuidado, reciprocidad y simbiosis que nos sostienen en la fragilidad consustancial al ser humano, y que se expresan con toda su potencia en lo perinatal.
Por lo contrario, un trabajo social patriarcal al servicio de los itinerarios individuales de promoción capitalista -que define a la otra como competidora en el consumo de derechos, recursos y contraprestaciones-, y que penaliza todo gasto de energía y de tiempo invertido en cuidar, opera como uno de los elementos más definitivos para la fragmentación. Es una herramienta del sistema que violenta y hace añicos el tejido social normalizando el desierto resultante como el contexto habitual desde el que hay que enfrentar la vida. La atención se basa en un paradigma médico, con un diagnóstico y, si cabe, una intervención quirúrgica que aspira a extirpar el problema, externalizando las consecuencias y sin pararse a evaluar los daños, los “efectos secundarios”, ni a curar las heridas.
Las criaturas, cargas, las mayores, cargas, las discapacidades cargas, todas las personas dependientes (todas las personas) cargas.
La vida carga hasta el punto que vendemos (y obligamos a comprar) que la única existencia viable es en soledad. Se hace creer en la falacia de una individualidad autosuficiente, que quizá se puede concretar en alguna que otra biografía de privilegio, pero que dista mucho de ser un sueño posible y alcanzable para el común de las personas.
El maternaje social —el trabajo social impregnado de mirada perinatal—, se pondría al servicio de mimar, cuidar, preservar y restaurar el vínculo entre las personas, en general, y entre las criaturas y quienes les cuidan, en particular. En los casos, muchos, en que las condiciones materiales no fueran las suficientes debiera aportar los recursos necesarios (siempre serán menos que el dinero que cuestan las plazas en los centros residenciales), y en los casos, menos, en que las personas del entorno signifiquen un peligro manifiesto y sea necesaria una separación, proceder a ella con la máxima delicadeza y ternura, poniendo toda la atención en curar la herida y nunca normalizando el daño.
Una retirada de tutela tendría que ser como una cesárea: solo las imprescindibles y necesarias, defendida de los protocolos de violencia institucional y hecha con un mimo y una delicadeza exquisita
Una retirada de tutela, en el marco de un sistema de protección restaurador, tendría que ser como una cesárea: solo las imprescindibles y necesarias, defendida de los protocolos de violencia institucional y hecha con un mimo y una delicadeza exquisita. Y, por supuesto, respetando los derechos de la madre, de la criatura y las características del vínculo entre ellas, con las garantías legales suficientes respecto a su autorización y consentimiento. También liberada del racismo -en lo reproductivo, tanto en hospitales como en los despachos de los servicios sociales, las categorías raciales operan con violencia-...
No es de recibo que normalicemos la cara y excepcional cirugía de la retirada de tutela como la única manera de hacer trabajo social efectivo en los casos de desamparo. Así, la mayoría de las situaciones de pobreza y desventaja social, quedan desatendidas. Entender el trabajo social como un servicio público dista mucho de contemplarlo como un ejército bienintencionado de operaciones especiales que interviene arrasando con todo – como esas películas americanas en las que hay que “extraer” rehenes de situaciones de conflicto-, por mucho que su lema de combate sea “el interés superior del menor”.
En el maternaje social, como en la crianza, las cosas no van de extremos, del todo o nada, hay infinitos matices y situaciones intermedias, y por tanto, se precisan soluciones mixtas y cooperativas que cuenten con el apoyo institucional sin negar el protagonismo y la participación de las personas afectadas. Soluciones que hagan viable la vida, que vertebren lo comunitario con ternura nutriendo los lugares de socialización básica para que puedan ser habitables, posibilitando, sin necesidad de ejércitos de salvación, que se pueda acoger la vida y su desarrollo.
Un trabajo social inspirado en lo perinatal es radicalmente democrático y transversal, se libera de la función de control de la pobreza y de la marginación y emerge como un servicio público universal que atiende a todos y a todas, sin distinción, como personas necesitadas e interdependientes que precisamos de una crianza social para poder desarrollarnos en bienestar y en libertad y así poder aportar, con nuestra existencia nutrida, caricias al cuerpo social que conformamos y nos conforma.
Sólo por este camino podremos hablar de anticapitalismo, perspectiva de género, desarrollo comunitario, cuidados o transformación política, desde el trabajo social, sin impostura.
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Estupendo artículo, enhorabuena a su autor.
Completamente de acuerdo con que es una aberración intentar proteger a la infancia separándola de su familia por razones económicas, yo diría un crimen. Saludos