Menores tutelados
Antipunitivismo y gestión del riesgo en los centros de (des)protección a la infancia

En el Estado español hay 16.991 personas menores de edad que viven en uno de los 1.219 centros o pisos de acogida del sistema de protección. Estas niñas y niños viven una experiencia de control y encierro sin haber cometido ningún delito.
joves migrants
Abdel y Moha -nombre ficticios- son dos jóvenes que, recientemente, han sido expulsados ​​del sistema público de acogida y se han visto abocados al sinhogarismo. Mathias Rodríguez

Educador social y coordinador del proyecto @femdinamo de la Dinamo Acció Social (Valencia)

@PacoHerrero1

25 abr 2022 06:09

En el Estado español hay 16.991 personas menores de edad que viven en uno de los 1.219 centros o pisos de acogida del sistema de protección, según refleja el Boletín número 23 de datos estadísticos de medidas de protección a la infancia del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, que recoge datos de 2020. Son el 47,35% de las personas atendidas en el sistema de protección, pero el porcentaje aumenta a un 70% en las edades de 15 a 17 años y, si reducimos la muestra a las los niños y niñas migrantes no acompañadas, el 98,40% están en centros o en pisos de acogida, 5119 chicos y 460 chicas. A ellos se suman 13.563 personas menores de edad, un 27,6% del total de las personas atendidas en el sistema de protección, cuyos casos están en fase de estudio, muchas de ellos residiendo también en centros.

Estas niñas y niños viven una experiencia de control y encierro sin haber cometido ningún delito. El marco institucional no solo es antieducativo, sino también contraproducente porque victimiza y dificulta los procesos de autonomía y emancipación. Todas las partes implicadas —administración, entidades y profesionales— colaboran con el modelo. La traición a las infancias vulneradas la tenemos normalizada.

El marco institucional no solo es antieducativo, sino también contraproducente porque victimiza y dificulta los procesos de autonomía y emancipación

En un contexto de desigualdad social y de adultocentrismo en el que las infancias están siendo continuamente violentadas, se hace importante reflexionar sobre la respuesta institucional que estamos dando a las situaciones de riesgo y desamparo y analizar hasta qué punto están siendo efectivas y están sirviendo a los niños, niñas y adolescentes para retomar procesos de crecimiento saludables.

Frente a las corrientes ideológicas, y poderes fácticos, que directamente abogan por la desprotección incumpliendo la Convención sobre los Derechos del niño/a, equiparando incluso situaciones de desamparo con prácticas delictivas, está el otro sector que defiende la destinación de recursos económicos públicos a un sistema de protección sin hacer un cuestionamiento de las lógicas imperantes en el modelo, ni tampoco una evaluación honesta de su funcionamiento.

Podría darse el caso de que, por un afán reactivo, y loable, de confrontar a aquellos que niegan las situaciones de malestar y desamparo de las infancias —el caso de las personas menores de edad con proyectos migrantes no acompañados es paradigmático— estemos consolidando un sistema de protección a la infancia que provoca daño a las criaturas atendidas, cuando no directamente vulnera su derechos, lo que es especialmente grave cuando se hace en nombre de una institución pública que tiene el deber de velar por el interés superior del niño/a acogido.

Más allá de la crítica fácil, y a veces superficial, de que tenemos un sistema en manos privadas que saca rendimiento económico del desamparo, está la crítica a los fundamentos del modelo en términos pedagógicos y de lucha contra la pobreza y la exclusión social, origen estructural de la mayoría de las situaciones de desprotección

Más allá de la crítica fácil, y a veces superficial, de que tenemos un sistema en manos privadas que saca rendimiento económico del desamparo y que lleva implícito una precarización del sector —en algunas comunidades autónomas más que en otras—, está la crítica de raíz a los fundamentos del modelo, tanto en términos pedagógicos como en términos de lucha contra la pobreza y contra la exclusión social, que sigue siendo el origen estructural de la mayoría de las situaciones de desprotección.

En un análisis profundo poco hay que merezca ser salvado. La enmienda a la totalidad también es problemática porque, evidentemente, hay que dar respuesta a las emergencias que están viviendo niñas y niños. También es difícil de articular porque lleva implícito un cuestionamiento directo a la labor que hacen muchos profesionales, con buena intención, pero sin capacidad real de subvertir o revertir los efectos nocivos del sistema en las vidas de las criaturas atendidas.

El drama está en que el debate social no está haciendo más que consolidar los elementos más represivos y totalitarios del modelo. Incluso las legítimas reivindicaciones laborales de los y las profesionales no hacen más que afianzar un sistema que debiera estar enraizado en el tejido social y no fortificado en centros y casas de acogida.

Encerrando no se educa

Ya hace más de 20 años, cuando se aprobó la Ley Orgánica 5/2000 reguladora de la responsabilidad penal de los “menores”, se le dio validez legal a la incongruencia pedagógica de que educar y castigar podría ser la misma cosa, que se podía educar castigando, encerrando, y viceversa, que se podía castigar educando, que las “medidas” son educativas. Esta confusión, muy combatida desde los postulados del antipunitivismo y desde las propuestas de justicia restaurativa, está ampliamente extendida —disciplina en las familias, premios y castigos en escuelas, normativas en institutos, etc.— y se ha instalado también en los centros de acogida de personas menores de edad tuteladas, o en guarda, por la administración. Esto es grave. Hasta para los y las que defienden la legitimidad del Estado a la hora de imponer penas (medidas) privativas de libertad a niños,  nunca puede ser lo mismo el sistema de reforma que el sistema de protección. Pero la realidad es que para muchos chicos y chicas no hay una diferencia sustantiva entre la experiencia de estar en un centro de reforma frente a la de estar en un piso de acogida.

Para muchos chicos y chicas no hay una diferencia sustantiva entre la experiencia de estar en un centro de reforma frente a la de estar en un piso de acogida

La inmensa mayoría de los centros y pisos de acogida, públicos y privados, aplican sistemas conductistas de “economía de fichas” basados en la gestión de las necesidades de los niños y las niñas para promover el funcionamiento del centro, dando por hecho que una convivencia armoniosa en el cumplimiento de las normas es lo único que garantiza el bienestar de los niños y niñas atendidos.

No se reconoce a las criaturas como sujetos que, en una práctica de libertad, pueden ser protagonistas de sus propios procesos de crecimiento. Se confunde la protección con promover una adaptación a un marco predefinido que funciona con lógicas muy ajenas a las vivencias de la chavalería. Y, cuando esta acomodación a las normas no se da, se ponen en marcha castigos, “consecuencias”, que pueden llegar a vulnerar derechos fundamentales. Se obvia que la misión encomendada es la de amparar y que esto implica ponerse al servicio de las necesidades de las criaturas, no a la inversa, obligando a que un niño o niña gestione su vida de manera funcional según el modelo educativo implementado por el centro. Todo esto se da con absoluta connivencia de los equipos educativos, que han aceptado que su principal labor consiste en hacer cumplir las normativas, así se está enseñando en las universidades y así lo están ejecutando de manera acrítica miles de educadores/as.

Si un chaval o chavala no responde a lo previsto, se queda sin salidas, aunque esto implique que no vea a su familia de origen, si la tiene, lo que es un derecho fundamental, o se queda sin “paga” , un dinero público que gestiona el centro a su antojo y que utiliza para condicionar los comportamientos de los chicos/as

Si un chaval o chavala no responde a lo previsto, se queda sin salidas —aunque esto implique que no vea a su familia de origen, si la tiene, lo que es un derecho fundamental—, o se queda sin “paga” —un dinero público que gestiona el centro a su antojo y que utiliza para condicionar los comportamientos de los chicos/as—. Se les somete a registros continuados en su habitación, se les requisan objetos de todo tipo y se hace todo esto, y mucho más, en nombre de la educación y de la protección. Es adultocracia de manual.

A la criatura no le queda otra que adaptarse y asumir un marco residencial inhabitable en el que los mecanismos de coacción van incrementando su intensidad hasta al punto de impedir la relación humana. Los educadores y educadoras se convierten en simples vigilantes ejecutores de normas sin posibilidad de entablar vínculos con la chavalería más allá del puro chantaje emocional. No se dan las condiciones para cultivar relaciones de confianza, de apoyo y cercanía, que sí son importantes para el amparo y la protección. Los profesionales siempre se deben al centro, nunca a los chicos y chicas, lo que se explicita en cada conflicto que se produce.

Desamparo institucional

El problema aparece cuando hay chicos y chicas que no pueden adaptarse —muchas son personas dañadas con carencias importantes de habilidades sociales que solo se entrenan en la ternura—, o que, en su legítimo derecho, no quieren aceptar el programa establecido. En estos casos el sistema responde con doble dosis de coacción, la protección se vuelve violenta intensificando la dinámica punitiva, etiquetando a los chavales y chavalas como “disruptivas” y haciendo más altos los muros de los centros de acogida. A final se cumple la expectativa y lo que terminan acogiendo es el delito. Se rompen los muebles, se agrede a los trabajadores y trabajadoras, se allana el camino que conduce a los centros reforma… y de ahí, muchas veces, a la cárcel, como un itinerario de continuidad dentro del sistema. Un itinerario de maltrato institucional. Esto es instrumentalizado por la derecha reaccionaria para asimilar la desprotección a la delincuencia, una barbaridad, pero hemos de ser conscientes que el sistema de protección no rompe esta rueda, la impulsa.

También está el caso de chavales y chavalas que no pueden sostener la dinámica de los centros y se fugan. O aprovechan las salidas para, cuando pueden, generar vivencias alternativas y complementarias a lo que les ofrece el sistema en los centros y que son insuficientes para llenar su momento, sus expectativas y su socialización en base a lo que fueron, son y quieren ser. En esta situación, la desprotección es máxima. Pasamos de defender un modelo totalitario de protección en centros al abandono absoluto que se da cuando un chaval no vuelve a la hora prevista. Todo queda en una denuncia a la Guardia Civil que sirve para que la dirección del centro se cubra las espaldas respecto a las responsabilidades de guarda, pero que en la mayoría de los casos no va más allá.

Pasamos de defender un modelo totalitario de protección en centros al abandono absoluto que se da cuando un chaval no vuelve a la hora prevista. Todo queda en una denuncia a la Guardia Civil que sirve para que la dirección del centro se cubra las espaldas

El sistema de protección a la infancia define un vacío absoluto en todo lo que queda más allá de los muros del centro. No hay figuras de educadores y educadoras de calle vinculadas a la realidad de los barrios. Los pocos recursos públicos de “medio abierto”, municipales o de entidades sociales, no tienen competencias en la protección, quedando en el ámbito de la “prevención” y convertidos en estructuras de vigilancia y de detección que derivan las situaciones difíciles al sistema de protección o a los juzgados, desentendiéndose y perdiendo la capacidad, como servicios públicos comunitarios que debieran ser, de dar respuesta a las situaciones de desprotección y desamparo en los contextos de origen —o en los contextos vitales elegidos— de los chicos y chicas tutelados.

Antipunitivismo

La falta de visión comunitaria es también el principal problema de la celebrada Ley Orgánica 8/21 de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia: configura la precaria red pública como una red de vigilancia, llevando un problema social complejo al reduccionismo de unos juzgados que, al igual que está pasando con la Ley integral contra la violencia de género, se van a ver desbordados y no podrán dar una respuesta satisfactoria a la complejidad de la problemática.

Las situaciones que son tanto causa como consecuencia de la violencia no admiten bien el reduccionismo judicial

Las situaciones que son tanto causa como consecuencia de la violencia no admiten bien el reduccionismo judicial. Se crea de esta manera una falsa expectativa de reparación para la “víctima” y una falsa expectativa para el resto de la sociedad que delega en este mecanismo la gestión de un drama que le atraviesa y del que es parte. Las críticas que se hacen desde el feminismo antipunitivista —Laura Macaya, Laia Serra, Cristina Garaizábal, Rita Laura Sagato y muchas otras— a la VioGen podrían ser extensivas a la Ley Orgánica de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia (LOPIVI). Los niños y niñas nunca son solo víctimas. Las criaturas que sufren la violencia necesitan de una visión más positiva que la victimización desde la que poder crecer y repensarse. En cualquier caso, no hay reparación ni capacidad de transformar la situación violenta con una herramienta diseñada con la lógica del Ministerio de Interior, que obvia todo lo estructural y que, en el mejor de los casos, llevará a la separación y al alejamiento de los niños, niñas y adolescentes de sus contextos socioafectivos de origen, sustituyéndolos por el marco precario que estamos analizando en este artículo.

No hay reparación ni capacidad de transformar la situación violenta con una herramienta diseñada con la lógica del Ministerio de Interior, que obvia todo lo estructural y que, en el mejor de los casos, llevará a la separación y al alejamiento de los niños, niñas y adolescentes de sus contextos socioafectivos de origen

Desde una propuesta comunitaria, antes incluso que los servicios públicos, están las personas de referencia de las personas atendidas en el sistema. La desprotección aumenta cuando no se valida el papel que pudieran tener los propios familiares de los chicos y chicas, u otras personas con las que eligen relacionarse —novios, novias, colegas—, que si bien en algunos casos pueden ser muy peligrosos, en la mayoría, suponen una realidad compleja en la que se mezcla el riesgo con cierto cuidado, además de con el arraigo y la pertenencia que los chicos y chicas no encuentran en los centros. Estas personas debieran tener un lugar central en el sistema de protección, ya que no queda otra que pensar un sistema complementario a la realidad de los chicos y chicas, nunca sustitutivo. Pasa lo contrario: las visitas y las llamadas son escasas y siempre controladas, apenas se facilitan espacios reales de encuentro, dentro o fuera de los centros, con las familias o con los colegas. Son considerados como factores desestabilizadores y son repelidos por el sistema de protección.

La burbuja se pincha muchas veces, pero sobre todo se ve cuando se cumplen los 18 años de edad y se les devuelve, se les abandona, a una realidad que no han podido integrar porque no se les ha permitido explorar

Esta hostilidad se concreta en una paulatina ruptura de lazos, la fantasía de la protección se puede mantener dentro del centro, pero fuera hay cada vez más desierto. Y lo más peligroso para un niño o una niña siempre es el aislamiento. Y el sistema de protección lo cultiva en su vocación totalitaria. La burbuja se pincha muchas veces, pero sobre todo se ve cuando se cumplen los 18 años de edad y se les devuelve, se les abandona, a una realidad que no han podido integrar porque no se les ha permitido explorar. Aquí el aislamiento fabricado puede ser letal, pero ya la administración está exenta de responsabilidad.

Riesgo cero

El sistema de protección tiene un problema que no se quiere abordar con la gestión y la asunción del riesgo. Y un modelo que no integre el riesgo se convierte irremediablemente en un sistema represivo y carcelario, además de en un sistema autorreferencial que solo se preocupa por la inmediatez y que externaliza las consecuencias indeseables, muchas de las cuales se darán con posterioridad, cuando ya no es competente. Quizá queremos creer la quimera de que se puede proteger sin libertad, pero es una falacia: amparar, acompañar o educar de manera responsable precisa de contextos reales, de situaciones complejas, de la vida misma.

Quizá queremos creer la quimera de que se puede proteger sin libertad, pero es una falacia: amparar, acompañar o educar de manera responsable precisa de contextos reales, de situaciones complejas, de la vida misma

Cuando elevamos la voz socialmente exigiendo que a las personas menores de edad tuteladas no les “pase nada” —está siendo muy importante el problema de las chicas que viven en centros y las redes de trata— estamos demandando una dinámica fehaciente de control que vulnera los derechos fundamentales de quienes no han cometido ningún delito. El sistema no tiene soluciones, lo único que puede y debe hacer es proveer de un acompañamiento efectivo a las derivas vitales de las personas atendidas para que, en el entrenamiento cotidiano con la vida, puedan ir adquiriendo competencias para la autodefensa y la autonomía. Esto se hace con acompañamiento, pero nunca de espaldas a la realidad que los chicos y chicas expresan y reivindican.

Si no podemos asumir que una chica, por estar tutelada, pueda tener relaciones sexuales o se pueda quedar embarazada —aunque sea mayor de 16 años, edad mínima legal prevista para el consentimiento sexual—, estamos coartando su libertad, incluso vulnerando sus derechos sexuales. Somos mucho más restrictivos respecto a la tenencia y el consumo de tóxicos con las personas tuteladas que con el resto de chicos y chicas de su edad. Por no hablar de salidas, movilidad, horarios de vuelta a casa, etc. Estar en centros implica una dificultad insuperable para poder participar con normalidad en los espacios establecidos para la socialización en esas edades.

Estar en centros implica una dificultad insuperable para poder participar con normalidad en los espacios establecidos para la socialización en esas edades

No hay mayor falacia que pensar que, para personas que por su situación social y familiar tienen que gestionar peligros de mayor envergadura, los modelos de “riesgo cero” son educativos. La alternativa estaría en poner recursos para un acompañamiento efectivo, en minimizar las consecuencias de los riesgos que las criaturas, por el simple hecho de vivir, asumen, pero esto pondría de patas arriba todo el sistema de protección.

La negación del riesgo por parte del sistema es taxativa, de manera que la perversión es total y se termina culpabilizando a la propia chavalería de los riesgos —experiencias vitales fuera del control institucional— que viven. Y la culpa pronto la convertimos en sanción. Los chicos y las chicas perciben que aquello que les motiva la vida es justo lo que no se puede hacer, así lo reprimen, convirtiéndose en sus propios policías, o más frecuente, lo llevan a la clandestinidad, donde los riesgos de amplifican.

La culpa no solo lleva a una doble victimización, la eleva al cubo. Muchos de ellos y ellas se sienten responsables de sus fracasos en la familia —“qué malo/a soy para que no me quieran” o “qué mal me porto para que no me dejen vivir con ellas”—. Muchos ya viven la retirada —o asunción— de tutela como un castigo que luego se ve reforzado con la vivencia de encierro. El sistema, en vez de neutralizar con ternura y aceptación dicho sentimiento, lo consolida y le devuelve a la persona tutelada que sí, que es culpable, y que se lo merece porque tampoco se adapta a las normas y al funcionamiento del piso de acogida. Se da así una continuidad entre la vivencia de culpa inherente al desamparo en edades tempranas con la vivencia de castigo disciplinario impartido por los educadores y educadoras del centro. Ambas quedan asociadas en detrimento de la autoestima de la persona acogida,  imposibilitándose un proceso de restauración y de sanación biopsicosocial.

No queda otra que volver al origen: el amparo, la protección y la educación solo se dan en libertad. No hay atajos para ello. A nivel social hemos de dejar de pedir imposibles al sistema de protección, y el sistema de protección —en su dimensión de casas, pisos y centros, la realidad de las familias de acogida precisa de un análisis aparte— ha de tener el coraje y la valentía de reconocer que está cotidianamente implementando un sistema de control a las infancias vulneradas, administrando premios y “consecuencias” en una dinámica absolutamente autorreferencial que no está sirviendo para cuidar a las criaturas, y menos para modificar las causas estructurales del desamparo.

Por ello, cuando un problema social de niños, niñas o adolescentes nos desborde, indigne e incluso nos escandalice, cuidado con esconderlo debajo de la alfombra del sistema de protección de la infancia, ocultándolo de la mirada de la opinión pública, porque ahí su pronóstico es reservado. Desear que el sistema funcione es muy diferente a que de facto lo haga y podemos estar cultivando nuestra adherencia al modelo establecido mientras dejamos a las criaturas a su suerte, culpándolas de lo que les pasa.

La alternativa siempre pasa por socializar cualquier malestar de las infancias, asumir la parte de responsabilidad que nos corresponde, colectivizarlo y exigir a todos los servicios públicos —sanidad, educación, servicios sociales— que se hagan cargo de estas situaciones.

Y siempre, siempre, reconocer y validar el protagonismo de las personas afectadas, chavalería y familias, en la gestión de su situación. Son sujetos de derechos, no objetos de protección, y esto tan básico se ha olvidado y ha sido desestimado por demasiados profesionales, entidades e instituciones, traicionado la esencia misma del trabajo y la educación social.

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Esculta
27/4/2022 17:03

Enhorabuena por el texto, expone de manera clara y contundente la desprotección que padecen un alto número de niñas y niños menores de edad y sus familias. Entiendo que es una opinión formada y creada también a partir de sus relatos, de compartir su día a día y de estar a su vera, y por eso cobra más valor la exposición, en mi opinión.
Me gustaría resaltar algunos aspectos importantes para mí, y es que debemos centrarnos en las soluciones, en las alternativas, aquí y ahora, a la vez que por supuesto exponemos en que estamos, en que situación están los menores. Pero claro no podemos hacer una enmienda a la totalidad. Dentro del mal gestionado y propuesto modelo, hay personas que habiendo llegado a un diagnóstico parecido, han tenido que favorecer nuevas respuestas que traten de generar de manera autónoma, oportunidades para ese crítico momento de la salida de la cobertura de (des)protección. Actuando desde que llegan en ese sentido, todo el modelo orientado hacia la autonomía crítica con la que poder tener oportunidades futuras.
Por eso, ante la difícil situación, más alternativas, más Redes creadas entre buenas experiencias.
Salud y ánimo

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