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Leo en un número reciente de Finanzas y Desarrollo, publicación del Fondo Monetario Internacional, un artículo firmado por Eric Brynjolfsson y Gabriel Unger que lleva por título La macroeconomía de la inteligencia artificial. En el texto se afirma lo siguiente: “Las economías más avanzadas tienen el mismo problema de crecimiento de la productividad. Más que cualquier otro factor, la productividad -producción por unidad de insumo- determina la riqueza de las naciones y el nivel de vida de su población. Con una productividad más elevada, problemas como los déficits presupuestarios, la reducción de la pobreza, la salud y el medio ambiente son más manejables. Promover el crecimiento de la productividad puede ser el desafío más relevante al que se enfrenta el planeta”.
Un párrafo que puede parecer obvio, lleno de sentido común en términos económicos, pero que, en mi opinión, tiene mucha miga; de hecho, abre las puertas a debates que son cruciales. Resume en pocas palabras una idea esencial del pensamiento convencional (y dominante), asumida también por una parte de la economía heterodoxa (¿crítica?). Sitúa en el mismo corazón de la problemática de las economías desarrolladas el insuficiente avance de la productividad y considera que dicho avance es la clave de bóveda del progreso económico y social.
Aquí hay una primera reflexión fundamental, en la que no voy a entrar en estas líneas, referida a las causas estructurales que explican los discretos resultados obtenidos en las últimas décadas en materia de productividad (no es una problemática que ha emergido con las crisis) y que, entre otros factores, tienen que ver con la inversión productiva y la difusión tecnológica y con la oligopolización de los mercados. Aquí me interesa llamar la atención, especialmente, sobre las secuencias que presuponen los autores del artículo, un conjunto de apriorismos y automatismos que, en mi opinión, deben ser cuestionados.
Afirman, en primer término, que la “productividad determina la riqueza de las naciones”. Vinculan, de este modo, el aumento de la riqueza disponible con el crecimiento de la producción -medido a través del Producto Interior Bruto (PIB)-, tanto en cantidad como en calidad, mejora que estaría en la base del avance de la productividad. Una primera pregunta al respecto de esta afirmación: ¿Acaso no está a disposición de los profesionales de la economía una abrumadora evidencia de que esa (i)lógica productivista trae de la mano, en una medida creciente, la destrucción de recursos que, por sentido común, deben ser considerados integrantes de la riqueza y que la merman? ¿No habría que cuestionar, desde esta perspectiva, la validez del PIB como inequívoco indicador de éxito?
Esos procesos están inmersos en una dinámica más amplia de reproducción de los ecosistemas y, de este modo, interactúan con la naturaleza
Reconocer que el crecimiento económico conlleva de manera simultánea procesos de creación y destrucción de riqueza sitúa el análisis en un territorio distinto del que habita confortablemente el pensamiento convencional, donde la actividad económica se explica en sí misma, como si fuera un espacio que se autorregula y autorreproduce, libre de interacciones, y donde los eventuales efectos negativos de los procesos productivos son considerados “externalidades negativas” a reducir y corregir. Lo cierto, sin embargo, es que esos procesos están inmersos en una dinámica más amplia de reproducción de los ecosistemas y, de este modo, interactúan con la naturaleza; más concretamente, el capitalismo se encuentra instalado en una lógica extractiva que, además, genera crecientes residuos, todo lo cual destruye riqueza, en lugar de crearla.
Pero esta es la primera parte de la cuestión. Porque los autores también sostienen que la productividad “determina… el nivel de vida de la población”. El razonamiento anterior desmonta esta afirmación, pues, como acabo de señalar, la destrucción de riqueza asociada al productivismo incesante es un importantísimo factor de deterioro de las condiciones de vida de la población; no sólo en el denominado “Sur global”, también en el “Norte próspero”. Valgan como ejemplo los episodios climáticos extremos o el irreversible deterioro de los ecosistemas (que, por cierto, ha estado en el origen de la pandemia).
Si, por otro lado, consideramos que el nivel de vida de la población tiene que ver con los salarios -es un supuesto pertinente, pues una parte sustancial de la misma está constituida por las personas asalariadas-, hay que decir que, tendencialmente, a lo largo de las últimas décadas, las retribuciones de los trabajadores han crecido, cuando lo han hecho, menos que la productividad del trabajo. Por esa razón, el porcentaje imputable a las rentas del trabajo se ha reducido mientras que ha aumentado la parte de las ganancias de capital.
Los autores dan un paso más en su razonamiento al afirmar que los déficits presupuestarios, la pobreza, la salud y el medio ambiente serán más manejables si la productividad mejora. Una afirmación que, asimismo, me parece discutible. Conectar esos ámbitos exigiría, entre otras cosas, que los eventuales progresos obtenidos en la productividad se tradujeran en una mayor capacidad de las administraciones públicas para llevar adelante una agenda centrada en el fortalecimiento de lo común, que ni debe ni puede quedar al albur de los mercados y de la iniciativa privada.
La evidencia empírica apunta, sin embargo, en una dirección muy distinta a la sugerida en la frase que estoy comentando. Pensemos, por ejemplo, en el peso cada vez menor de la imposición que graba las grandes fortunas y patrimonios, así como los beneficios de las corporaciones; o también en la impunidad con la que, hasta ahora, han operado los paraísos fiscales; o, en términos más generales, en la capacidad que han puesto de manifiesto las elites políticas y económicas para colonizar en su propio provecho las instituciones y las políticas públicas. Al contrario de lo sostenido por el pensamiento convencional, la economía realmente existente, en la que hay que poner el foco, revela que mayores o menores aumentos en la productividad han ido de la mano de un generalizado deterioro de lo público y un aumento de la desigualdad.
Los autores concluyen que “el crecimiento de la productividad puede ser el desafío más relevante al que se enfrenta el planeta”. Siendo este un factor decisivo para la dinámica capitalista, me parece claro que la humanidad, el propio capitalismo, se enfrentan a desafíos de gran calado que, en modo alguno, deben interpretarse en clave productivista. La reducción de la desigualdad, abordar el cambio climático y la destrucción de los ecosistemas, la sostenibilidad de las actividades productivas y los patrones de consumo y movilidad, y el pleno ejercicio de los derechos humanos exigen de los economistas una reflexión que esté a la altura de estos desafíos y para ello no queda otra que impugnar los paradigmas vigentes.
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“La riqueza de las naciones”, no se basa en la productividad interna de cada una de ellas. La riqueza de UNAS naciones se basa en extraer los recursos de OTRAS naciones, y por lo tanto éstas no pueden ser productivas. Yo propondría a los economistas ortodoxos, un juego: olviden por un momento “la riqueza de las naciones”, y plantéenlo como “la riqueza de la Humanidad”. A ver si así abren los ojos.