Opinión
Del fuego al futuro, repetir o cambiar

Amigas da Terra
Siempre que nos encontramos en plena crisis de incendios, que es cuando nos acordamos de ellos, surgen las mismas preguntas: ¿Por qué arde el monte? ¿Quién lo quema? ¿Por qué lo queman? Y finalmente: ¿se pueden evitar o son un mal endémico? Ningún problema complejo tiene soluciones simples, pero todas estas grandes preguntas tienen respuesta desde hace tiempo. Este mes de agosto solo añadió otras preguntas que en parte también tienen respuesta, pero empecemos por la experiencia acumulada.
¿Por qué arde el monte? La respuesta sencilla tan escuchada estos días sería que porque tiene combustible para arder. Quizás recuerden aquella iniciativa del expresidente norteamericano George Bush Jr. para flexibilizar las leyes medioambientales y facilitar la tala de bosques argumentando que sin árboles se eliminaría el riesgo de grandes incendios forestales. Costaba creer que un presidente norteamericano dijera semejante tontería —poco imaginábamos lo que llegaría después—, pero en rigor el concepto es indiscutible.
Es importante no confundir un incendio provocado y uno intencionado. Las actividades humanas están detrás de la inmensa mayoría de los incendios, pero no todos son intencionados
Más allá de lo evidente veamos las causas por las que arde el monte con base en los datos oficiales de las últimas décadas tanto de la Xunta de Galicia como de los distintos ministerios implicados: sobre un 5 % de los incendios se producen por causas naturales, fundamentalmente rayos de tormentas secas. Un 38% son negligencias, que incluyen quemas no autorizadas o mal controladas, chispas derivadas del uso de maquinaria agrícola —o rutas de 4X4— y desbroces en temporadas de riesgo extremo, barbacoas, colillas, pirotecnia, etcétera.
Añadiendo un 5% cuyas causas son desconocidas nos quedaría la mayor parte, alrededor de un 52%, que son los provocados deliberadamente. Es importante no confundir un incendio provocado y uno intencionado. Las actividades humanas están detrás de la inmensa mayoría de los incendios, pero no todos son intencionados; una negligencia provoca un incendio, sin que esa fuera la intención.
Una vez que sabemos el por qué, vamos con la siguiente: ¿cuándo arde el monte? Ya es muy conocida la regla de los 30 grados de temperatura, con un 30% de descenso de la humedad y unos vientos que superen los 30 km/h, que serían las condiciones más propicias para que los fuegos proliferen y se retroalimenten. Una vez que sabemos el cuándo, vamos con el dónde.
Al legendario pirómano, entendiendo que se trata de una persona con una enfermedad mental que le impulsa a provocar incendios, podemos atribuirle un máximo de un 7%
En el Pladiga (Plan de prevención y defensa contra los incendios forestales de Galicia) se identificaban el año pasado 40 PAAI (Parroquias de Alta Actividad Incendiaria). Esto significa exactamente lo que parece, aquellas parroquias que durante años han sufrido incendios forestales reiterados o de gran virulencia. No resulta una gran sorpresa saber que el 70% de estas PAAI están en la provincia de Ourense, y menos sorprendente saber que varias de ellas han sido las protagonistas de los incendios de este verano. Incluso podemos ajustar la hora de los incendios: la mayoría empiezan entre las 17 y las 19 horas.
Ya sabemos por qué arde el monte y sabemos mayoritariamente cuándo y dónde. Ahora llegaría la gran pregunta: ¿quién quema el monte? Pues también lo sabemos. Al legendario pirómano, entendiendo que se trata de una persona con una enfermedad mental que le impulsa a provocar incendios, podemos atribuirle un máximo de un 7%, que es un porcentaje similar al del incendiario sin otra motivación que simple vandalismo.
Los demás, la inmensa mayoría de los incendiarios, son personas perfectamente conscientes de lo que hacen y tienen una motivación para hacerlo. Deberíamos empezar por aclarar que no existen tramas organizadas ni grupos terroristas incendiarios. En todos estos años de investigación jamás se ha encontrado una sola prueba de organización alguna. El incendiario actúa de forma individual y lo podemos ubicar geográficamente: es un vecino de la zona. Con base en todos los datos de todas las personas detenidas durante los últimos 50 años por provocar incendios sabemos que el incendiario es un hombre, de entre 30 y 58 años, soltero, con un empleo poco cualificado y que vive en un radio menor a unos 15 quilómetros de donde provoca los incendios y en ocasiones es reincidente.
A falta de ponerle a cada uno de ellos el nombre, apellidos y DNI llega la gran pregunta final: ¿cuál es la motivación para provocar deliberadamente un incendio? En contra de muchos tópicos que tienden a simplificar estos motivos debemos diferenciar lo que sabemos de lo que sospechamos, los hechos documentados de lo que imaginamos, y la lista es larga, casi tanto como la de incendios.
Debemos asumir que las reglas en cuanto a los incendios han cambiado y con ellas deben cambiar las políticas y medios de extinción tanto en las comunidades como a nivel estatal y europeo
Vamos con los datos recopilados por la estadística oficial durante los últimos años: campesinos para eliminar matorral y residuos agrícolas 26,8%, pastores y ganaderos para regenerar el pasto 18,3%, pirómanos 5,9%, otras motivaciones 5,2%, vandalismo 3,6%, cazadores para facilitar la caza 2,0%, venganzas 1,2%, ahuyentar animales (lobos, jabalíes) 1,1%, modificación en el uso del suelo 0,3%, contra el acotamiento de la caza 0,2%, animadversión contra repoblaciones forestales 0,1%, delincuentes para distraer a la Guardia Civil o policía 0,1%, disensiones en cuanto a la titularidad de los montes públicos o privados 0,1%, rechazo a la creación o existencia de espacios naturales protegidos 0,1%, favorecer la producción de productos del monte 0,1%, venganzas por multas impuestas 0,1%, para contemplar las labores de extinción 0,1%, ritos pseudoreligiosos 0,1% y bajar el precio de la madera 0,1%.
Ya en porcentajes menores encontramos resentimiento por expropiaciones, obtener salarios en la extinción de los mismos o en la restauración, grupos políticos para crear malestar social, represalia al reducirse las inversiones públicas en los montes, forzar resoluciones de consorcios o convenios, etcétera. Dependiendo de los años y las comunidades estos porcentajes pueden variar, pero en general este es el panorama. Y esto es lo que hemos aprendido hasta ahora. ¿cuáles son las novedades y las nuevas preguntas para las que todavía buscamos respuestas?
Debemos asumir que las reglas en cuanto a los incendios han cambiado y con ellas deben cambiar las políticas y medios de extinción tanto en las comunidades, que son quienes tienen las competencias en materia de prevención y extinción —a pesar de que desde la derecha política consiguieron introducir el relato de responsabilizar al gobierno central— como a nivel estatal y europeo. Como decía Ayn Rand: “Puedes ignorar la realidad, pero no puedes ignorar las consecuencias de haber ignorado la realidad”, y la realidad ha cambiado.
Uno de los incendios de este agosto llegó a desarrollar una nube de convección o pirocúmulo de 11 quilómetros de altura. Para ver algo similar nos tendríamos que ir a una gran erupción volcánica
Para empezar tenemos que enfocarlos con una nueva perspectiva cada vez más frecuente: los GIF o Grandes Incendios Forestales, y entre ellos los llamados “incendios climáticos” o “incendios de 6ª generación”. La emergencia climática no provoca directamente los incendios, pero propicia que las grandes olas de calor acompañadas de pérdida de humedad y fuertes vientos sean cada vez más intensas y prolongadas. Con estos factores aumentan exponencialmente tanto la probabilidad como la intensidad de los incendios. Hemos visto estos días como apenas tres incendios quemaban una superficie equivalente a la que antes quemaban 3.000. Estos incendios no siguen las reglas tradicionales, sino que crean sus propias reglas.
Uno de los incendios de este agosto llegó a desarrollar una nube de convección o pirocúmulo de 11 quilómetros de altura. Para ver algo similar nos tendríamos que ir a una gran erupción volcánica. Este vórtice genera tal cantidad de energía que crea su propio régimen de vientos, a veces superiores a los 150 km/h. modela su propio clima —incluyendo la capacidad de provocar rayos— y lanza las pavesas incandescentes a kilómetros de distancia. La enorme cantidad de gases de invernadero que devuelven a la atmósfera estos gigantes retroalimentan la propia emergencia climática y, por supuesto, superan cualquier capacidad de extinción por muchos medios que se tengan.
Esta nueva generación de incendios aumentan su capacidad destructiva en los suelos —la materia orgánica de los suelos también arde— y multiplica exponencialmente la dificultad para la regeneración de las zonas quemadas, otra gran tarea pendiente de sistematizarse.
Otro factor añadido al problema es la denominada interfaz. En el interior de Galicia los cultivos forestales han llegado a la puerta trasera de las casas y en la costa hemos metido las casas en los cultivos forestales. De una forma u otra hemos invitado al fuego a entrar en casa. Y está entrando. Estos espacios, denominados interfaz entre las zonas forestales y las construídas hace años que pronosticábamos que serían un serio problema en Galicia y se ha cumplido.
Si cada vez que un incendio amenaza una casa todos los medios de extinción disponibles abandonan sus puestos para intentar salvarla los incendios se descontrolarán todavía más y lo peor es que tampoco estamos consiguiendo ya, con casi 200 calcinadas este verano, salvar las casas —y es muy sintomático que dos tercios de ellas estuvieran vacías—. Es imprescindible eliminar todos los factores de riesgo en esa interfaz y tomarse en serio las franjas de seguridad y no solo cumplir, sino ampliar las medidas preventivas.
Como dice el CSIC, la implicación de las entidades locales es clave en el interfaz urbano-forestal. Su papel es fundamental en la aplicación de los planes de autoprotección, en el manejo de la emergencia durante la extinción o en la concienciación del peligro. Resolver este problema es una prioridad. Todos estos elementos desbordan a unos medios de extinción que se pensaron, a raíz de la primera gran oleada de incendios de 1989, pensando en la agilidad: poder desplazarse muy pronto para atajar los incendios en su desarrollo inicial antes de que fueran incontrolables. En esa época comenzó la espiral de aumento de presupuestos para extinción en detrimento da prevención generando la espiral perversa de la economía del monte quemado. El problema es que ya no funciona, ahora los incendios se pueden volver incontrolables antes de que lleguen los medios de extinción.
Necesitamos revisar el concepto de “limpiar los montes”. Limpiar un monte significa retirar la basura y los escombros. Toda la maleza, así como el sotobosque con sus cientos de especies de flora y fauna asociadas no son basura
Con todo ello llegamos al principio recurrente que escuchamos este verano como lo escucharemos el siguiente y exactamente igual lo hemos escuchado los 40 veranos anteriores: solo nos acordamos de los incendios en el momento de las medidas reactivas, y nos olvidamos de ellos cuando llega el momento clave de las medidas preventivas estructurales, aunque una y otra vez decimos —cuando los montes están ardiendo— que la clave es la prevención; es el famoso “los incendios se apagan en invierno” y uno de sus elementos clave: hay que limpiar los montes. Este verano ha triunfado el bulo de “las leyes progresistas que prohíben limpiar los montes”.
En realidad es todo lo contrario, tanto la ley estatal (Ley de Montes 43/2003) como la Gallega (Ley 3/2007, de Prevención y Defensa contra los Incendios Forestales) obligan a hacerlo, y por cierto, según el artículo 15 de la Ley 3/2007, los ayuntamientos gallegos deben elaborar y aprobar planes municipales de prevención y defensa contra incendios forestales, integrándolos en los planes de emergencia municipales ¿Todos lo cumplen? Los últimos datos nos dicen que un 20% no.
En cualquier caso quizás tengamos que revisar a fondo ese concepto de “limpiar los montes”. Limpiar un monte es retirar la basura y los vertederos que hay en el monte. Todo el matorral y monte bajo, así como el sotobosque con sus plantas y arbustos asociados no son basura, son elementos vitales para la conservación de la biodiversidad del monte, los bosques y la continuidad de sus procesos ecológicos esenciales. Ver toda esa vegetación, ya no solo como basura que se necesita “limpiar” sino como un combustible potencial en caso de incendio es como el dicho popular de que hay quien ve un bosque y solo ve tablones.
Como bien dice el profesor Alfredo Ojanguren, la Biblioteca Nacional está repleta de combustible potencial, ¿eliminamos los libros de la Biblioteca Nacional para evitar un incendio? A nadie se le ocurriría eliminarlos por el valor de esos libros, pero sin embargo pensamos que el matorral y la vegetación silvestre de un bosque carece de valor ¿Qué hay que “limpiar” en la Devesa da Rogueira, las Fragas do Eume, el Bidueiral de Montederramo o el Teixadal de Casaio? Sin duda asfaltar nuestros montes y convertir los bosques en campos de golf evitaría que ardan. ¿Es eso lo que necesitamos? No solo debemos ver rentabilidad económica sino los bienes y servicios ecosistémicos que nos brindan los bosques; el monte no es solo madera y pasta de celulosa.
De hecho tenemos un enorme déficit en cuanto a espacios naturales protegidos y los pocos que existen están muchas veces en la práctica abandonados a su suerte. Menos cultivos forestales, más bosque y agroganadería. Pongamos en su lugar ese concepto de la limpieza de los montes: lo que se tienen que mantener libres de vegetación susceptible de expandir un incendio son los cultivos forestales, no los bosques, y seguramente parte del problema es que confundimos una cosa con otra. No todos los montes con árboles son un bosque. Los cultivos forestales, especialmente los de especies exóticas invasoras tienen sus métodos de gestión, los ecosistemas autóctonos aunque humanizados, tienen los suyos. Los cultivos forestales hay que mantenerlos limpios, los bosques hay que mantenerlos vivos.
Parte del problema es que hoy tenemos en nuestros montes el mayor número de árboles de los últimos 150 años pero menos bosques; la inmensa mayoría de ellos son monocultivos que han ocupado las antiguas tierras de cultivo que formaban un mosaico que, mucho antes de conocerse el concepto de resiliencia, ya lo eran ante los incendios. Las políticas estructurales de prevención de los incendios van más allá de eliminar el “combustible” aunque sea necesario en los cultivos forestales, que no en los bosques que siempre han sido, justamente, más resilientes ante el fuego.
Otra de las nuevas preguntas a las que todavía no podemos adjudicarle respuestas: se habla ahora en las redes sociales de proyectos como el de ALTRI o las instalaciones eólicas o fotovoltaicas y las explotaciones mineras de Litio, como origen de los incendios intencionados pero, a día de hoy, no tenemos datos que lo confirmen más allá de ese genérico 0´3% de intencionalidad por modificación del uso del suelo. Si vemos el mapa de los incendios de las últimas cuatro décadas las zonas quemadas de forma recurrente son mayoritariamente las mismas que actualmente, antes de que existieran estos proyectos. ¿Es posible que detrás de algunos de estos incendios puedan estar estos intereses? ¿Tenemos datos que lo acrediten? Necesitamos mucha investigación y seguimiento para conseguir las respuestas.
Seguimos siendo incapaces de hacer lo fundamental: un pacto de país participado y consensuado entre todos los agentes sociales, empezando por los grupos políticos, para desarrollar políticas más allá del horizonte electoral, con lo que implica a todos los niveles. Decía Aldo Leopold que deberíamos “pensar como una montaña”, no a cuatro años vista. La inercia de estos procesos es muy grande, por eso lo que estamos viviendo es la herencia de las políticas de hace décadas y por eso las soluciones no dejarán sentir sus efectos hasta la siguiente generación.
Nuestro paisaje rural tradicional no era otra cosa que el resultado de siglos de una cultura de alianzas entre el medio y las personas
Como bien dice Lourenzo Fernández Prieto, catedrático de Historia Contemporánea de la USC, lo que estamos viviendo tiene su origen en la política autárquica de la dictadura, cuando el Patrimonio Forestal del Estado (1941) expropió los montes vecinales y planto todo con pinos primero y eucaliptos después, eliminando usos ganaderos y agrarios. Cuanto más tardemos la situación no va a hacer otra cosa que empeorar porque los ritmos ya no los marcamos solo nosotros, sino la emergencia climática, que a su vez no deja de ser, como dice el profesor de Historia Contemporánea David Soto, solo la manifestación más visible de una crisis ecosocial global.
Este pacto de país se tendría que traducir planes, programas y recursos materiales y humanos para abordar no solo la política forestal e integrarla en el territorio —esa es apenas la punta del iceberg— sino reorganizar la ordenación del territorio, desarrollar la multifuncionalidad de los montes, volver a fijar población en el rural con lo que implica de políticas estructurales, recuperar tierras de cultivo y fortalecer una agricultura y silvicultura ecológica con su valor añadido, de la que seguimos estando a la cola a nivel estatal y europeo, y una ganadería extensiva.
Nuestro paisaje rural tradicional no era otra cosa que el resultado de siglos de una cultura de alianzas entre el medio y las personas. Y todo ello debemos plantearlo adaptado al nuevo escenario climático. Nadie dijo que fuera ni rápido ni fácil. Y por supuesto y para finalizar, la educación ambiental es fundamental, como afirman todas las instituciones que, simultáneamente, destinan una parte ínfima de sus multimillonarios presupuestos a eso que consideran fundamental.
Quizás crean que publicar durante semanas un anuncio a toda página diciendo “si ves fuego llama” es educación y concienciación ambiental. La educación y concienciación ambiental no es ir a dar una charla a los alumnos de quinto de primaria de los colegios del centro de la ciudad sobre lo terribles que son los incendios, que también. Nos equivocamos gravemente al considerarlos destinatarios clave. Tenemos que utilizar esos instrumentos sociales de educación y concienciación con los actores determinantes para solucionar el problema ahora, que es cuando lo sufrimos. Les aseguro que para solucionar hoy este problema poco pueden hacer los niños y niñas de quinto de primaria. Y esperar a que crezcan no es una opción. No tenemos más tiempo que perder.
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