Opinión
Con los impuestos en juego: el menú escolar también es política agraria

La objeción fiscal a la guerra nos parece evidente, pero guardamos silencio ante menús escolares que sostienen la injusticia global. A través de la revista Global Food Journal de Welthungerhilfe, estamos al día sobre el estado de la cuestión. Peras recogidas en Argentina, enviadas a Tailandia para su procesado y enlatado, y finalmente consumidas en Europa. Cangrejos del Mar del Norte que viajan a Marruecos para ser pelados y devueltos a Alemania para su venta. Carne industrial de Brasil, mariscos de Tailandia, frutas tropicales procesadas en África…
Estos ejemplos muestran cómo funciona lo que se conoce como cadenas globales de valor en la alimentación. Productos que cruzan varias fronteras desde el campo o el mar hasta el plato. Detrás de cada trayecto hay emisiones, explotación laboral y un sistema alimentario que antepone el beneficio de las multinacionales a los derechos de las personas y a la salud de la Tierra.
Lo más preocupante: también ahí se inscribe la alimentación escolar. La comida que llega a los menús de colegios, hospitales y residencias en España forma parte de esas cadenas globales, invisibilizando a quienes la producen y cómo lo hacen.
Del sur global a la mesa escolar: en juego el derecho a la alimentación de la infancia
Las cadenas alimentarias que abastecen a estas empresas se extienden por todo el planeta. Y en ellas, los derechos humanos se ponen a menudo en entredicho. La lista de las razones es extensa: condiciones laborales precarias, uso de agrotóxicos que afecta a comunidades enteras, deforestación para cultivar soja o criar ganado destinado a la exportación…
El Estado español (en su conjunto, administración central, autonómica y local) entendido como el contratante, es responsable de garantizar que la alimentación que paga con dinero público no conlleve violaciones de los derechos humanos. Incluso cuando las comete una empresa proveedora en otro país. Así lo establece el derecho internacional y así lo refuerza ahora la Directiva (UE) 2024/1760 sobre diligencia debida en materia de sostenibilidad (CSDDD). Esta obliga a las empresas de Europa y a las empresas extracomunitarias con presencia en el viejo continente a identificar, prevenir y mitigar los impactos adversos sobre los derechos humanos y el medio ambiente en sus operaciones y cadenas de valor.
Si la universidad muestra su intención de aplicar este criterio a su contratación pública, ¿por qué nuestras administraciones no pueden garantizar que los menús escolares tampoco financien vulneraciones de derechos humanos o injusticias internacionales?
Un ejemplo reciente de cómo se puede trasladar este principio a la contratación pública lo encontramos en el pronunciamiento del Consejo de Gobierno de la Universitat de València sobre Palestina (28 de mayo de 2024), que en su punto 4 establece: “Revisar las posibles relaciones institucionales con entidades o empresas que no cumplan con el Derecho Internacional Humanitario, e incorporar a la compra pública de la Universitat de València cláusulas administrativas de carácter social de manera que no puedan concurrir empresas que se beneficien, de forma directa o indirecta, de la violación de los derechos humanos y de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, de acuerdo con las recomendaciones y orientaciones de Naciones Unidas.”
Si la universidad muestra su intención de aplicar este criterio a su contratación pública, ¿por qué nuestras administraciones no pueden garantizar que los menús escolares tampoco financien vulneraciones de derechos humanos o injusticias internacionales?
Lo cercano: salud infantil y agricultura local
Frente a esta lógica globalizada e injusta, existe otra posibilidad: invertir ese dinero público en alimentación de proximidad, saludable y ecológica. Porque cada menú escolar puede mejorar la situación de la agricultura local. Cada euro destinado a un comedor sostenible puede ayudar a que una finca agroecológica sobreviva, a que una cooperativa de campesinas tenga futuro, a que un territorio mantenga vida y empleo digno. Porque a su vez estamos orientando a que la producción de alimentos de otros países no se destinen aquí sino a sus poblaciones. Porque no es solo nutrición, es política agraria, es política de salud y es política de justicia social.
Si ya sabemos que comer productos de aquí y ecológicos en la escuela debería ser una obligación de las administraciones. ¡Exíjámoslo!
Escuelas que saben a justicia y a derechos del campesinado
Queremos escuelas que sepan a justicia y a derechos del campesinado, no a contratos globales que invisibilizan quién produce lo que comemos. Queremos que los menús escolares no alimenten la desigualdad ni la explotación, sino la salud, la equidad y la sostenibilidad.
La compra pública alimentaria es una herramienta poderosa: puede reforzar sistemas alimentarios justos, apoyar la economía local, garantizar derechos laborales en toda la cadena y cuidar el medio ambiente. O puede perpetuar un modelo que nos enferma y destruye comunidades, aquí y en el sur global.
El papel de madres y padres: de comensales a ciudadanía activa
Las familias concienciadas, que ya se preocupan por la calidad de lo que comen sus hijas e hijos, tienen en sus manos una herramienta transformadora. No sólo como consumidoras, sino como ciudadanía que puede exigir cambios políticos.
No basta con pedir menús más sanos o más baratos: es momento de reclamar que nuestros impuestos no sostengan injusticias globales, sino que las reparen. Que el derecho a la alimentación adecuada se cumpla en todas sus dimensiones: salud, sostenibilidad, justicia social y respeto a los derechos humanos.
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