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África
Kwame Nkrumah y la búsqueda de la independencia
Si el Estado-nación no había conseguido superar el problema de la dependencia colonial, entonces el reino político poscolonial tenía que ser reimaginado. La visión de Nkrumah de la federación panafricana era un esfuerzo para hacer justamente eso.
Dependiendo de si mirabas desde el Atlántico Norte o el Atlántico Negro, el año 1957 parecía señalar dos futuros políticos diferentes. El 6 de marzo, Ghana aseguró finalmente su independencia de Gran Bretaña tras una década de lucha nacionalista. En las celebraciones de la independencia, Kwame Nkrumah, el líder del Partido de la Convención del Pueblo y nuevo primer ministro, declaró que la independencia ghanesa marcaba el nacimiento de un nuevo africano “preparado para luchar sus propias batallas y mostrar que, después de todo, el hombre negro es capaz de controlar sus propios asuntos”.
Menos de tres semanas después, el 25 de marzo, Bélgica, Francia, la República Federal Alemana, Italia, Luxemburgo y Holanda firmaron el Tratado de Roma, creando la Comunidad Económica Europea (CEE). Para el canciller de Alemania occidental Konrad Adenauer, el tratado era un paso más en “la gran obra de fomentar la reconciliación internacional perdurable y una comunidad de naciones por el bien de Europa”. Mientras la independencia ghanesa señalaba el surgimiento de un mundo de Estados-nación desde las cenizas del imperialismo europeo, el nacimiento de la CEE en las metrópolis imperiales apuntaba hacia la trascendencia del propio Estado-nación.
Nkrumah insistió en que los Estados africanos tenían que unirse en una federación regional para superar la dependencia económica y la jerarquía internacional
Más de medio siglo más tarde, seguimos funcionando dentro de los términos de esta oposición. Cuando nuevos movimientos nacionalistas, esta vez en el Atlántico Norte, han repudiado instituciones internacionalistas como la Unión Europea, sus críticos rechazan los llamamientos a la independencia y la autonomía por fantasiosos y peligrosos. Tal visión asume que el nacionalismo y el internacionalismo son incompatibles. Pero si volvemos a Ghana en 1957 y rastreamos la visión de la descolonización de Nkrumah, encontramos una visión de la independencia nacional que sólo se podía llevar a cabo mediante el internacionalismo.
En los primeros días de la independencia, Nkrumah insistió en que los Estados africanos tenían que unirse en una federación regional para superar la dependencia económica y la jerarquía internacional. Surgiendo simultáneamente a la UE, esta consideración sobre el regionalismo era específicamente poscolonial. Más que domesticar al Estado soberano mediante vínculos económicos regionales, la federación panafricana de Nkrumah buscaba realizar la promesa de la independencia del Estado-nación.
Nacido en 1909 como súbdito del Imperio Británico en la colonia Costa de Oro, Nkrumah había dado la vuelta al mundo del Atlántico como estudiante, trabajador, intelectual y organizador político antes de regresar para liderar el movimiento nacionalista en 1947. Cuando finalmente se consiguió la independencia ghanesa, Nkrumah advirtió de que la lucha sólo estaba comenzando. La independencia ghanesa, insistió, “no tiene sentido a menos que se vincule a la liberación total del continente africano”. Al buscar esta liberación, Nkrumah instó a sus compañeros nacionalistas africanos a seguir el ejemplo ghanés y “buscar primero el reino político” y asegurar “la completa independencia y soberanía”.
Entonces y ahora, esta aspiración nacionalista por la completa independencia inspira escepticismo, desconfianza, incluso desdén. Escribiendo en 1960, Elie Kedourie, el historiador británico de Oriente Medio, expresó su miedo de que esta demanda nacionalista produjera solo dominación poscolonial. Él y otros observadores de la descolonización estaban preocupados porque las élites coloniales hubieran injertado el Estado-nación en las sociedades africanas y asiáticas sin los necesarios prerrequisitos sociológicos: alfabetización, una clase media, e instituciones políticas fuertes.
El nacionalismo era, en el relato de de Kedourie, una ideología ajena y europea que las élites movilizaron para “influir y dominar” sobre las masas no preparadas. El resultado en sociedades poscoloniales serían nuevas formas de despotismo oriental. “El nacionalismo y el liberalismo, lejos de ser gemelos, realmente son principios antagonistas”, escribió. La temprana crítica de Kedourie del nacionalismo anticolonial sobrevive hoy en la preocupación por la estrechez de miras, el provincianismo y el anticosmopolitanismo de los proyectos nacionalistas. En el mejor de los casos, el nacionalismo es una fuerza violenta que socava las solidaridades e instituciones transnacionales.Para Nkrumah, nada podría haber estado más lejos de la verdad.
Cuando Nkrumah imaginaba nuevos vínculos políticos y económicos que crearían unos Estados Unidos de África, como apuntaba la constitución republicana
Cuando defendía que la independencia de Ghana debía estar vinculada al destino del África colonizada, no sólo quería decir que el resto del continente tenía que salir del dominio ajeno replicando la forma del Estado-nación. En vez de eso, imaginaba nuevos vínculos políticos y económicos que crearían unos Estados Unidos de África. La constitución republicana de Ghana de 1960 apuntaba hacia ese logro.
Por insistencia de Nkrumah, incluía una cláusula que confería al Parlamento “el poder de llevar a cabo la entrega de toda o alguna parte de la soberanía de Ghana” una vez se formara una Unión de Estados Africanos. Guinea y Mali siguieron el ejemplo de Ghana y adoptaron cláusulas similares en sus constituciones. Los tres Estados formaron la Unión Ghana-Guinea-Mali, que debía servir como el núcleo para una futura unión de todo el continente. El reino político poscolonial no era el Estado-nación sino la federación panafricana.
Descolonización, argumentaba Nkrumah, se había convertido en una palabra “utilizada mucho y pedantemente para describir la transferencia del control político de la soberanía colonialista a la africana”. Centrarse en esta transferencia suponía que la principal injusticia del imperialismo era la negación de la soberanía a los pueblos colonizados. Para Nkrumah, sin embargo, el dominio extranjero era sólo un componente de una mayor experiencia de dependencia colonial, y la dependencia era primero y sobre todo una relación económica.
“El imperialismo no conoce ninguna ley más allá de sus propios intereses”, escribió Nkrumha en 1947. Y este interés era transformar la esfera colonial en un apéndice de la economía metropolitana —un lugar para la producción de materias primas, la explotación de trabajadores no blancos y la venta de bienes europeos a un mercado cautivo—. La integración forzosa de la colonia en los circuitos globales de comercio, producción y consumo generó una economía colonial deformada dirigida por intereses foráneos. Incluso tras la independencia reconoció que “prácticamente todos nuestros recursos naturales, por no mencionar el comercio, el transporte, la banca, la construcción… han seguido en las manos de extranjeros que buscan enriquecer a inversores ajenos y frenar la iniciativa económica local”.
La dependencia económica estructuraba las condiciones sociales y políticas de la colonia. Un pueblo “durante largo tiempo sujeto a la dominación extranjera”, observó Nkrumah, se habitúa a la dependencia. Haciéndose eco de las teorías más conocidas de la dominación colonial de Frantz Fanon, Nkrumah subrayaba las dimensiones psíquicas del colonialismo. “Bajo el régimen arbitrario, la gente es apta para volverse letárgica; sus sentidos se embotan. El miedo se vuelve la fuerza dominante en sus vidas; miedo a quebrantar la ley, miedo a las medidas punitivas que pueden resultar de un intento infructuoso de liberarse de sus grilletes”. Desde la economía internacional hasta las experiencias cotidianas del súbdito colonial, el régimen colonial funcionaba alrededor de estructuras de dominación entrelazadas.
Como tal, la demanda de “independencia significa mucho más que simplemente ser libres para ondear nuestra propia bandera y reproducir nuestro propio himno nacional”, argumentaba Nkrumah. La independencia requería un “marco revolucionario”, establecido tanto nacional como internacionalmente. En casa, enfatizaba la necesidad de institucionalizar la ciudadanía poscolonial y el autogobierno democrático. Empezando por movimientos masivos no violentos por la independencia —lo que Nkrumah llamaba “acción positiva”— los súbditos coloniales iban a superar las formas psíquicas y sociales de la dependencia mediante la práctica política. Aunque insistía en que el Estado poscolonial sería una democracia parlamentaria, la ciudadanía poscolonial iba más allá de las elecciones y la representación. Como el reciente libro de Jeffrey Ahlman Living with Nkrumahism ilustra, la ciudadanía ghanesa era una práctica pedagógica que inculcaba los hábitos de la independencia a través de la participación en instituciones como la Brigada del Constructor, los Jóvenes Pioneros, y los sindicatos.
Los jóvenes y los trabajadores se enrolaban ideológicamente en el proyecto de construcción nacional en estas organizaciones. Los ciudadanos aprendían, practicaban y llevaban a cabo “el deber y responsabilidad cívicos” así como “el patriotismo y la lealtad al país”. El nacionalismo, desde este punto de vista, no era un proyecto retrógrado que descansara sobre vínculos preexistentes de lenguaje o parentesco. En vez de eso, Nkrumah reconocía la arbitrariedad de las fronteras coloniales y veía la identidad nacional ghanesa como un proyecto creativo, aún en proceso de construcción colectiva.
Central para el proyecto nacionalista de la ciudadanía poscolonial era un Estado en desarrollo y bienestarista que reestructuraría la economía nacional para asegurar la igualdad. “La mayor ventaja que nuestra independencia nos ha otorgado es la libertad para organizar nuestra vida nacional según los intereses de nuestro pueblo y, junto a ella, la libertad, en conjunto con otros países, para interferir en el juego de las fuerzas de mercado”, defendía Nkrumah. Un Estado intervencionista, como citaba Nkrumah a Gunnar Myrdal, podía “alterar considerablemente la dirección de los procesos de mercado” que habían producido la dependencia. Como los Estados en desarrollo del mundo en este período, la política económica de Nkrumah se centraba en modernizar la agricultura, invertir en la industrialización, y ofrecer servicios sociales clave que incluían la educación y la sanidad universales.
Los precios internacionales para productos como el coco fluctuaban incontroladamente, dejando al Estado ghanés vulnerable ante los mercados globales
Pero el Estado poscolonial estaba aún atrapado entre la independencia política de jure y la dependencia económica de facto. Para Ghana, la dependencia de la exportación de un solo cultivo comercial, el coco, para financiar proyectos de desarrollo ejemplificaba este aprisionamiento. Los precios internacionales para productos como el coco fluctuaban incontroladamente, dejando al Estado ghanés vulnerable ante los mercados globales e incapaz de financiar su programa económico nacional. La financiación y ayuda internacionales, que también apoyaban los proyectos de desarrollo, solo exacerbaron el carácter orientado al exterior del Estado poscolonial.
El famoso neologismo de Nkrumah —el neocolonialismo— diagnosticaba esta persistencia de la dependencia económica. El imperialismo, señalaba, se había reinventado, ajustándose a la “pérdida del control político directo reteniendo y extendiendo su control económico”. Desde las antiguas potencias imperiales a las instituciones financieras internacionales, los actores externos jugaban un papel dominante en asegurar los presupuestos del Estado poscolonial, sostener sus sistemas financieros y facilitar los mercados para sus bienes primarios. Estos actores podían utilizar su impresionante poder económico para dar forma a la política doméstica.
En su Neocolonialismo de 1965, Nkrumah detallaba las concesiones y privilegios que las antiguas potencias coloniales demandaban como parte de la transferencia de soberanía: “instalar bases militares o estacionar tropas en antiguas colonias y el suministro de ‘consejeros’ de uno u otro tipo”, demandar “concesiones de tierras, derechos de prospección de minerales y/o petróleo; el ‘derecho’ de recaudar aranceles, de llevar a cabo actividades administrativas, de emitir papel moneda; de estar exentas de derechos de aduanas y/o de impuestos para empresas expatriadas; y, sobre todo, el ‘derecho’ a proporcionar ‘ayuda”. El resultado era una forma deforme de soberanía poscolonial donde los representantes electos del Estado poscolonial “obtienen su autoridad para gobernar, no de la voluntad del pueblo, sino del apoyo que reciben de sus amos neocoloniales”.
Si el Estado-nación no había conseguido superar el problema de la dependencia colonial, si la soberanía no podía proteger a los nuevos Estados de la coacción externa, entonces el reino político poscolonial debía ser reimaginado. La visión de Nkrumha de la federación panafricana era un esfuerzo para hacer exactamente eso. Una federación de Estados Africanos superaría la dependencia colonial al constituir un mercado regional más grande y al aumentar la capacidad para el desarrollo regional. Mediante la integración económica, los Estados africanos crearían “un mercado común africano de 300 millones de productores y consumidores”.
Fronteras
Neoliberalismo y migración: una visión desde África
Entre 2010 y 2017, la migración de África a la UE aumentó un 7%. En el mismo período el crecimiento de los inmigrantes europeos en África ha aumentado en un 19%. Y sin embargo, no hemos visto a los africanos quejarse de la migración europea.
Organizados a escala continental, los Estados africanos podrían renunciar a su dependencia de los mercados internacionales y reorientar sus relaciones económicas hacia otros Estados africanos. Habiendo roto sus “fronteras artificiales”, los Estados africanos podrían conseguir colectivamente “un poder de compra y negociación igual a cualquiera de esos bloques comerciales y monetarios que ahora dominan el comercio del mundo”.
La federación panafricana no era simplemente una zona de libre comercio o una unión aduanera. En vez de eso, los vínculos entre los nuevos Estados africanos necesitarían ser inventados. Como a menudo apuntaba Nkrumah, dado el carácter de la dependencia colonial, los Estados africanos estaban más conectados con los mercados internacionales que entre ellos. Los ferrocarriles llevaban desde los interiores ricos en recursos hasta los puertos para facilitar la extracción.
Las líneas telefónicas y los servicios postales estaban canalizados a través de Europa. Nkrumah argumentaba que un Estado federal organizado al nivel continental con igual representación para todos los Estados miembros podría transformar gradualmente estas condiciones. Una federación política con poderes para recaudar impuestos, suscribir préstamos y dedicarse a la planificación económica podría establecer conexiones de las infraestructuras y diversificar la economía regional. Un centro federal fuerte también aseguraría que la integración económica fuera igualitaria. A falta de mecanismos redistributivos federales, concluía el Gobierno de Nkrumah, “hay un verdadero peligro de que los sectores urbanos y protoindustriales existentes capturen todos los beneficios”, recreando las relaciones dependientes entre los miembros de la unión.
Nkrumah lideró la lucha por este modelo de federación panafricana hasta que le depusieron del cargo en un golpe en 1966. Para 1963, sin embargo, el debate había girado decisivamente contra su proyecto. Una mayoría de Estados respaldaron un modelo más débil de integración —la Organización para la Unidad Africana (OUA)—. El fracaso del programa de Nkrumah puede utilizarse para confirmar que los proyectos de nacionalismo e internacionalismo son en última instancia incompatibles. Pero los debates que llevaron a la formación de la OUA también comenzaron desde el punto de vista de que bajo la existente dependencia económica “la salida del colonialismo no es sino ilusoria”. La unidad, defendieron, “es el objetivo aceptado”, pero ofrecieron concepciones contrapuestas de la combinación precisa de integración e independencia.
Hoy el sueño del panafricanismo persiste bajo los auspicios de la Unión Africana, que ha comenzado el proceso de constituir un acuerdo de libre comercio continental como parte de la Agenda 2063. Antes de firmar ese acuerdo en nombre de la segunda economía más grande del continente, el presidente sudafricano Cyril Ramaphosa se hizo eco de Nkrumah, apuntando que “al comerciar entre nosotros, podemos retener más recursos en el continente”.
El compromiso de Nkrumah con el desarrollo y la planificación económica está ligado a este contexto de mediados del siglo XX, pero recuperar el internacionalismo del nacionalismo anticolonial puede ayudarnos a navegar por los impasses de nuestro momento contemporáneo.En su visión de la descolonización, la independencia nacional debía ser asegurada en un contexto de enredos imperiales que generaban jerarquía y dependencia. Imaginar que pudieras escapar completamente de esos enredos era, señalaba Nkrumah, una especie de “nacionalismo ciego”.
La crisis contemporánea de la globalización neoliberal ha dado luz a sus propias versiones de nacionalismo ciego. En la izquierda, el sociólogo alemán Wolfgang Streeck y otros defienden un modelo de Estado-nación democrático contra la UE. En la derecha también, la fantasía de una soberanía nacional liberada del derecho y las instituciones internacionales persiste en el populismo autoritario que azota el Norte Global.
Contra este esfuerzo de acordonar la nación, Nkrumah insistía en que la cooperación internacional y la federación regional eran mecanismos para asegurar la independencia nacional. Al mismo tiempo, se negaba a rechazar la solidaridad nacional —la base de la “unidad política”—. Ayudaba a dar forma al “auto” colectivo en la autodeterminación. Y podía hacerlo sin apelar a un pasado distante, sino más bien mediante el trabajo compartido de superar la dominación colonial y fundar el Estado poscolonial. El problema no era la aspiración a la independencia nacional como tal sino que la forma institucional del Estado-nación parecía inapropiada para asegurar ese objetivo.
Los hoy comprometidos con el internacionalismo tienden a ver las reclamaciones nacionalistas como estrechas de miras, excluyentes, y frecuentemente violentas. Pero la época de la descolonización nos recuerda que el nacionalismo también fue un vehículo para reivindicar democracia e igualdad internacional. Los nacionalismos anticoloniales no eran ideologías de élite, como concluía Elie Kedourie, sino movimientos de masas que buscaban superar las estructuras estratificadas de la dominación colonial.
Estas perspectivas sobre la imbricación de lo doméstico y lo internacional, así como la necesaria relación entre independencia nacional e internacionalismo surgieron de los circuitos globales que los nacionalistas anticoloniales habitaban. Los años de formación de Nkrumah pasaron en Estados Unidos y el Reino Unido. En estas metrópolis del poder imperial, Nkrumha, como muchos otros nacionalistas, cultivaron redes internacionalistas subalternas.
Estudió en la históricamente negra Universidad Lincoln, siguiendo un camino que el nacionalista nigeriano Nnamdi Azikiwe ya había recorrido. Durante sus años de estudiante, se unió a organizaciones internacionalistas negras como la Asociación Universal para la Mejora del Hombre Negro.Rastreando la larga historia de los marinos negros, trabajó en una naviera entre Estados Unidos y México. Cuando viajó a Londres, ayudó a organizar el Quinto Congreso Panafricano con el marxista trinitense George Padmore.
El nacionalismo de Nkrumah surgió de estas redes globales y subalternas. Estas mismas redes ayudaron a dar forma a la administración y programa político del naciente Estado poscolonial. Cuando Nkrumah pasó a ser primer ministro, Padmore ejerció como su consejero de asuntos africanos, mientras que otro antillano, el economista santalucense W. Arthur Lewis, tomó el puesto de consejero económico. W. E. B. y Shirley Graham Du Bois llevaron poco después de la independencia como huéspedes de Nkrumah.
Accra se convirtió en una cosmópolis negra, albergando nacionalistas y luchadores por la libertad de todo el continente. El nacionalismo ghanés, nacido del internacionalismo negro, se volvió el hogar para ese proyecto internacionalista. La política ghanesa también tomó prestado e hizo adaptaciones de los repertorios globales de construcción nacional. Programas como los Jóvenes Pioneros y la Brigada del Constructor no fueron proyectos autóctonos y particularistas, sino extraídos de modelos utilizados en lugares que iban de Israel al bloque comunista.
Estos circuitos globales ayudaron a constituir proyectos nacionalistas que no son particulares del nacionalismo anticolonial. Los nacionalismos de derechas contemporáneos despliegan y habitan sus propios circuitos transnacionales —desde la letal violencia parapolicial en Charleston y Christchurch a los esfuerzos de presión política de granjeros sudafricanos blancos—.
El asunto entonces no es recuperar un “buen” nacionalismo que sea suficiente o apropiadamente internacionalista y cosmopolita. Ni la izquierda ni la derecha tienen un monopolio sobre el internacionalismo. Además, el proyecto de Nkrumah, como de forma más amplia el nacionalismo anticolonial, sufría sus propias contradicciones. La concepción de ciudadanía como práctica política continua ataba a los ghaneses al Estado y al Partido de la Convención del Pueblo, cerrando el espacio para las libertades individuales y reproduciendo la alienación que tenía intención de superar.
Además, la visión internacionalista de Nkrumah vacilaba entre una defensa de la soberanía nacional en las Naciones Unidas y la delegación de soberanía a una federación regional. Si estas posturas podían reconciliarse, y cómo, nunca fue abordado. Como resultado, el fracaso de la federación panafricana culminó en el afianzamiento de la soberanía estatal dentro de la OUA.
Más que buscar un buen nacionalismo, debemos plantear la cuestión del valor de la nación en contexto histórico. Las respuestas dependen en parte del contexto internacional en el que se desarrolla el drama nacional. Incluso los nacionalistas más autárquicos tienen que considerar las condiciones externas que se requieren para hacer posible su proyecto.
No hay verdaderos reinos ermitaños, y no hay elección significativa que hacer entre nacionalismo o internacionalismo como tales. La cuestión es cómo aquellos interesados en la emancipación humana pueden trabajar dentro del Estado-nación para deshacer la jerarquía global de los Estados-nación —para conseguir una solidaridad internacionalista desde el terreno específico sobre el que estamos, y para oponernos al internacionalismo reaccionario que encarnan nuestros antagonistas—. Nkrumah vio el mundo en las cuestiones que Ghana afrontaba; nosotros no debemos hacer menos.