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Violencia machista
Este es el silencio que quería yo romper
Eso es de lo que yo quería hablar, del silencio que sufriremos mientras no escribamos historias que nos den el poder de contarnos a nosotras mismas, a nuestras hermanas.
Hace algunos meses, cuando estaba a punto de publicarse mi primer libro, una de las cosas que más miedo me daban era cómo sería leído. Lo escribí con la vocación de romper algunos silencios, pero no solo en torno a mi propia vida y a mi propio cuerpo; lo que yo quería era romper algunos de los silencios cómplices que sufrimos las mujeres en torno a la violencia contra nuestros cuerpos. En el libro, hay un capítulo dedicado a la violación de una amiga durante mi Erasmus. Fue uno de los textos más difíciles de escribir: el pudor, la vergüenza me impedían contarlo todo, contar las cosas exactamente como las recuerdo. Octubre de 2007, tres chicas españolas de 21 años con minifalda en una fiesta de estudiantes extranjeros en una ciudad alemana de nombre impronunciable. Quería volver justo a esa primera fiesta Erasmus, a la noche cerrada en Braunschweig, a los 20 años. Y no podía. Me temblaban las manos y se me secaba la boca y había algo dentro de mí que me decía que jamás podría contar aquello porque aquello no me pasó a mí. Porque a mí no me violaron. No era mi propia historia la que quería contar; no tenía autoridad para escribirla.
Durante días, di vueltas y vueltas en la cama, salí a pasear por los caminos de tierra que abrazaban mi pueblo y leí una y otra vez el capítulo de Teoría King Kong de Virginie Despentes donde cuenta cómo la violaron. El único texto que conocía en el que una autora escribía sobre su propia violación. El año que yo nací, violaron a Despentes y a su amiga: “Julio de 1986, tengo 17 años. Somos dos chicas en minifalda”. No solo era importante por lo que contaba, sino por la reflexión en torno a ese silencio cómplice, cruzado con el que la víctima de una violación tiene que lidiar el resto de su vida. Eso es de lo que yo quería hablar, del silencio que sufriremos mientras no escribamos historias que nos den el poder de contarnos a nosotras mismas, a nuestras hermanas.
En la cabeza tenía unas palabras de la poeta norteamericana Adrienne Rich, que consideraba el silencio como el principio básico de la inacción: todo lo censurado, todo aquello que no se cuenta, se convierte en algo paralizante y condiciona nuestras vidas. Romper un silencio. Conseguí armarme de valor y contar cómo fue aquella noche de Erasmus y todo lo que vino después. Y de verdad, que cuando el libro llegó a las librerías, cuando me tocó enfrentarme a las preguntas de los periodistas, pensé que me hablarían de la violación, de ese capítulo que tanto me costó escribir. Pensaba en Mary Ellman: “El baremo crítico más comúnmente aplicado a la mujer es la estridencia: condénese algo escrito por una mujer como estridente, alábese algo como no estridente”. Mi deseo era ser condenada como estridente, eso significaría que lo que había escrito tenía cierto poder. Pero no. Ningún periodista llegó a preguntarme por ese episodio de mi vida. Y de nuevo: el silencio. Quizá fui demasiado ambiciosa al pensar que un libro como el mío —naranjita, con ilustraciones, aparentemente naíf, feminista— rompería algún tabú. ¿Tan desapercibido podría haber pasado el relato de una violación? Necesitaba escribir sobre aquel episodio porque si algo he aprendido leyendo e investigando sobre literatura escrita por mujeres es que nos hemos visto desprovistas de relatos, de textos y de modelos que nos podrían servir para asumir el poder, para tomar el control sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos.
Entonces, un día, llegué a un pueblo de Galicia para charlar con alumnas y alumnos de bachillerato y, sin saber muy bien cómo, me encontré debatiendo sobre violación con una veintena de chicas que habían leído mi libro. Chicas de 17 años que querían hablar sobre el miedo que pasaban cuando volvían a casa solas por la noche, sobre el tío aquel que en el metro de Barcelona las persiguió de vagón en vagón acosándolas, sobre aquel chico que les gustaba hasta que intentó arrinconarlas en una noche de fiesta, sobre todas esas veces que sus propios compañeros las han juzgado por su ropa o por su manera de hablar. Necesitaban contarse en voz alta, contar la violencia sexual que sufrían por el hecho de ser mujeres, de tener un cuerpo. Y sin saberlo, aquellas chicas estaban tomando el control sobre sus vidas. Al fin, el silencio se rompía.