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La vida y ya
Puñados de caramelos
Lo conocí cuando estaba en el instituto. Vinieron dos mujeres, jóvenes, y nos propusieron participar en un programa. Recuerdo la reunión. El aula en la que se hizo. La luz que había (escasa). Dónde estaba sentada mi mejor amiga de entonces. Dónde estaba yo. Le habían puesto como título “Un joven, un anciano”. Aunque todas las que estábamos en la clase en la que convocaron la reunión éramos chicas. Teníamos catorce y quince años.
La propuesta del proyecto era sencilla. Estudiaban un poco nuestros perfiles de personalidad. Estudiaban los de las personas mayores. Establecían parejas y llegaba un día en el que nos presentaban. El compromiso que nos pedían era ir a la residencia una tarde cada semana o cada dos.
A mí me asignaron como pareja a Timoteo. El primer día, cuando nos despedimos, me dijo: tengo algo para ti. Y, sin esperar a que yo le dijera que no tenía que regalarme nada, puso un puñado de caramelos en mi mano. Caramelos de distintos sabores que tenían la forma exacta con la que los dibujarías si te pidiesen pintar uno.
A mí no me gustan los caramelos, pero nunca se lo dije, y ese regalo dulce se convirtió en un ritual de despedida que se repitió durante los años en los que estuve yendo a visitarlo. Mi habitación se fue llenando de montones cada vez más grandes de caramelos que solo disminuían cuando venía alguien a mi casa dispuesto a llevarse algún puñado.
De Timoteo aprendí muchas cosas pero, sobre todo, entendí lo que significa la soledad
Timoteo tenía otro ritual, uno de bienvenida. Me esperaba siempre junto a la salida del metro. Me esperaba, estoy segura, desde mucho rato antes de que yo llegara, porque no había móviles y no siempre era fácil acertar con la hora exacta a la que llegaría. Su deterioro físico fue determinando el lugar donde hacía ese ritual de la espera. La boca del metro. Un banco en una calle cercana. La puerta de la residencia. La sala de la tele de la planta donde tenía su habitación. Su cuarto. La planta para personas que estaban en fase terminal.
El último día que lo vi solo podía mover los ojos. Tardé dos semanas en encontrar la manera de enfrentarme a verlo así de nuevo. Cuando llegué me dijeron que había muerto.
Ese día me comí un caramelo.
De Timoteo aprendí muchas cosas pero, sobre todo, entendí lo que significa la soledad. Lo que significa ser un anciano y estar solo en una ciudad como Madrid. En cómo tratar de esquivarla comprando caramelos para alguien que sabes que pondrá su mano para recibir un puñado.
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Por su actitud hacia las personas ancianas, con cuánta frecuencia nos encontramos, en los diversos ámbitos de la vida, con gente que deben de pensar que nunca envejecerán.
Gracias, María. https://www.youtube.com/watch?v=zZGF3vRDyIE