Opinión
Te doy mi monedero

El gesto, con pequeños matices, es siempre el mismo. Una mujer que ya tiene suficiente edad para no ver bien de cerca saca el monedero y se lo da, con absoluta confianza, a la persona que cobra.
19 oct 2025 09:30
Es una tienda de esas que tienen un poco de todo. Algo de fruta. Algo de verdura. Leche. Pan. Galletas y chocolates. Papel higiénico, pasta de dientes, compresas y ese tipo de cosas que se compran en el cotidiano. La mujer entra, coge lo que necesita y se dirige de nuevo a la puerta de entrada que es, en realidad, la misma puerta por la que, al llegar, había dado los buenos días al hombre joven que está junto a la caja registradora colocada detrás de un pequeño mostrador.

Al ir a pagar, la mujer no hace el gesto de mirar si lleva las gafas de ver de cerca en la bolsa de la que saca el monedero para, a continuación, ir metiendo los productos que cogió de las estanterías. Primero los más pesados y, al final, el pan. No las busca porque sabe que no las va a necesitar. Estira ligeramente el brazo y le da el monedero al hombre joven que lo abre y le dice “Amelia, te cojo un billete de diez, son ocho con cuarenta así que te meto el euro con sesenta que te sobra en el bolsillo pequeño”. Ella asiente sin escucharlo y le acerca la bolsa para que él introduzca el monedero dentro. “Gracias, felicita a tu niña de mi parte, hasta mañana”. Y se va.

El gesto, con pequeños matices, es siempre el mismo. Una mujer (en general son mujeres, pero no siempre) que ya tiene suficiente edad para no ver bien de cerca ni, en ocasiones, habilidad para elegir bien las monedas, que a la hora de pagar en cualquier tienda del barrio, saca el monedero y se lo da a la persona que cobra.

Esa es una forma de construir barrio. Saludar por su nombre a la persona que viene a comprar a tu tienda. Tener la certeza de que puedes entregar tu monedero a quien te cobra con total confianza. Saber que en ese entramado donde se hacen las compras del día a día te echarán de menos si faltas sin avisar. Que preguntarán por ti. Una forma de relacionarse que se traslada muchas veces a las casas que están alrededor de esas tiendas. A las vecinas con las que te cruzas en la entrada cuando vuelves de la compra. Con las que compartes un rato de conversación en huecos de las escaleras o pasillos estrechos con poca luz.

Hace poco hablaba con una adolescente sobre cómo el turismo masivo cambia todo este entramado. Cómo imposibilita las conversaciones cotidianas con un vecindario que cambia cada fin de semana porque tu edificio se llenó de pisos turísticos. De cómo cambian las tiendas y con ellas todo lo demás.

“Las cosas son así ahora, las personas somos mucho más independientes que antes”, me dijo sin que le pareciera una pérdida el vivir en un edificio donde no conoces a las personas con las que compartes descansillo y, como un valor importante, el ser lo suficientemente independiente como para poder pagar tu compra sin tener que darle tu monedero a nadie.

No sé de dónde sale esa idea de que los humanos somos cada vez más independientes unos de otros. Cómo se apagó la certeza de que nos necesitamos para poder afrontar las vulnerabilidades que nos habitan.

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