Opinión
De los microinfartos de Amazon a la pérdida de soberanía

Cuando aún era adolescente, aunque ahora parezca un tiempo lejano, hacíamos prácticas de mecanografía en clase de tecnología y guardábamos nuestros documentos de Word en un cuadrado negro: el disquete. No puedo decir que me impresionara demasiado. Aquello no despertaba en mí ninguna inquietud. Era, simplemente, una tarea más. En cambio, mientras yo veía la pantalla y el cursor parpadeante, mi madre seguía fiel a sus carretes de fotos, yendo dos veces al año a la fotógrafa de la calle principal de nuestro pequeño pueblo, Banyeres de Mariola. Cada carrete tenía sus secretos: fotos mías en los campos de refugiados, retratos familiares, veranos torpes aprendiendo a nadar —o más bien a no ahogarme—. Allí, en el laboratorio de la fotógrafa, los recuerdos tenían forma, peso y olor. Cada carrete terminado era casi una biografía en miniatura.
Cuando le regalamos una cámara digital por Navidad, pensé que ayudarla a organizar sus fotos sería sencillo. Yo le pasaba imágenes a disquetes de un giga, luego a CDs, luego a pendrives —“el chuflo”, como ella los llamaba—, siempre con la sensación de estar trasladando sus recuerdos de un estante a otro, con la constante amenaza de que se perdieran. Con cada nuevo soporte, su aprendizaje tenía que reiniciarse y ella siempre decía, entre risas y resignación, que “esto lo inventan solo para joderme a mí”. Yo me reía, pero con el tiempo comprendí que tenía razón: cada salto tecnológico no era una promesa de libertad, sino una mudanza forzosa, y lo que mi madre vivía a pequeña escala era una metáfora perfecta de lo que hoy nos ocurre a todos con nuestros datos.
Poco antes de irme a la universidad llegó la nube. Ese concepto abstracto prometía guardar sin límites, acceder desde cualquier lugar, pero para mi madre se convirtió en un territorio extraño: “¿Dónde están mis fotos?”, me preguntaba. Cada contraseña olvidada era un pequeño drama, cada fallo del sistema un recordatorio de que lo que ella había confiado a empresas extranjeras ya no estaba bajo su control. Sus recuerdos habían pasado de un estante físico a un espacio alquilado y etéreo, y ella sentía, sin saberlo, el mismo vértigo que hoy sentimos frente al big data: todo lo que consideramos nuestro puede ser detenido, borrado o retenido por terceros. Ese cambio invisible —de lo tangible a lo inmaterial, de lo propio a lo alquilado— se refleja a gran escala en nuestra administración pública.
Entregar los datos o la infraestructura a terceros es entregar el control, y también nuestra soberanía
Este pasado lunes, una avería global en Amazon Web Services (AWS) dejó sin servicio durante horas a medio planeta: bancos, videojuegos, plataformas de streaming, aplicaciones de pago. Un solo centro de datos en Virginia bastó para que en España se cayeran BBVA, Santander, Prime Video, Duolingo o Alexa, el asistente virtual de la propia Amazon. Sin embargo, aunque el incidente pareció un “infarto tecnológico” del gigante AWS, en términos técnicos fue apenas un microfallo. La incidencia se produjo únicamente en la región US-EAST-1, una de las más utilizadas por la compañía, y fue resuelta en pocas horas. Gracias a la estructura global y redundante de Amazon, que replica cada granja de servidores en distintas regiones del mundo, el servicio se recuperó con rapidez.
La dependencia es tan absoluta que basta un fallo para que se paralice la economía digital. Viendo esto, recordé cómo cuándo trabajaba para grandes bancos de este país confiaban ciegamente en servidores estadounidenses, como si quisieran ser ajenos a los problemas que yo misma había vivido enseñando a mi madre a no perder sus fotos. No hay diferencia: entregar los datos o la infraestructura a terceros es entregar el control, y también nuestra soberanía.
Mientras seguimos delegando, se perpetúa el modelo de vender nuestra soberanía digital a trozos, bajo el slogan techie “infraestructura as service” o “software as service”. La última muestra la dio Ayuso desde Texas, anunciando un laboratorio público de datos e inteligencia artificial junto a la multinacional estadounidense Cloudera, muy similar a Amazon. Se nos presenta como eficiencia y seguridad, pero en la práctica es el mismo patrón: entregar datos públicos y privados a empresas extranjeras. Me pregunto si alguien pensó en qué pasaría si la plataforma falla, si se pierden registros, o si cambian las condiciones de uso. La metáfora vuelve: es como si mi madre hubiera confiado todos sus álbumes de fotos a un servicio remoto y tuviera que llamar a alguien en otro país cada vez que quisiera ver un recuerdo.
Cada día que pasa sin invertir en infraestructuras públicas es otro disco, otro pendrive, otro cloud perdido que nos recuerda lo frágil que es nuestra memoria digital colectiva
Mientras tanto, España debate poco sobre soberanía digital. Desde la institución, puedo decir que en lo que llevamos de legislatura apenas hemos debatido más de tres propuestas relacionadas con la digitalización. Tres. A los medios no les interesa, al Congreso tampoco. Y el mundo sigue adelante, mientras nosotros seguimos quedándonos atrás. Cada día que pasa sin invertir en infraestructuras públicas es otro disco, otro pendrive, otro cloud perdido que nos recuerda lo frágil que es nuestra memoria digital colectiva.
Por todo ello, mi propuesta es que España cree su propio Fondo de Infraestructuras Digitales Públicas, inspirado en iniciativas europeas y en papers como los de OPEN Future, el Fondo de Tecnología Soberana de Alemania, PublicCode y el portal de datos abiertos español. La idea es clara: construir un ecosistema digital que sea público, interoperable y democrático. Infraestructuras digitales públicas que permitan a instituciones, ciudadanos y proyectos cívicos comunicarse, organizarse y acceder a información sin depender de gigantes comerciales. Espacios que respeten los valores europeos y promuevan la soberanía digital. Que la financiación, como principio, garantice que el código y las herramientas desarrolladas sean abiertos, maximizando la interoperabilidad y la participación ciudadana.
Es hora de pasar de ser simples reguladores a ser constructores de nuestra propia soberanía digital
Invertir en estos espacios no solo tendría un impacto social, al empoderar a la ciudadanía y reducir la dependencia tecnológica, sino también económico: crearíamos oportunidades, fortaleceríamos el ecosistema digital y protegeríamos nuestra democracia frente a monopolios extranjeros. Es hora de pasar de ser simples reguladores a ser constructores de nuestra propia soberanía digital.
Y al final del día, vuelvo con mi madre y sus carretes. Pienso en cómo sus recuerdos siempre buscaron un espacio seguro, tangible y accesible. Ese mismo impulso es el que necesitamos hoy: proteger nuestra memoria digital, garantizar que sea nuestra, que podamos acceder a ella sin intermediarios extranjeros, y asegurarnos de que nuestra soberanía y libertad no dependan de nadie más. Como con mis primeras fotos de verano, necesitamos un hogar confiable para lo que más valoramos, sólo que esta vez el hogar debe ser digital, público y democrático.
Ibex 35
Cuando el Ibex 35 sucumbió a Silicon Valley y el Estado perdió la soberanía digital
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