Tribuna
Solo las Humanidades pueden aún salvarse: la revolución pendiente de la Universidad

Las Humanidades tienen que cuestionar el mundo que las arrincona. Empezando por la economía de mercado y sus tecnologías de la conducta, y siguiendo por las legitimaciones de la democracia hechas a su medida.
Huelga de estudiantes
Manifestación de estudiantes llenan las calles de Madrid contra el decreto 3+2. David F. Sabadell

Profesor de la Universidad de Cádiz

25 abr 2022 10:12

En la entrevista que Heidegger concedió a Der Spiegel en 1953, donde afirmaba que “sólo un dios puede aún salvarnos”, el de Messkirch parece volver sobre un lugar común, en cierto modo constitutivo, de la filosofía pero también de las Humanidades: su impotencia. La filosofía, dice, “no puede obrar transformación inmediata alguna sobre el actual estado del mundo”. Podemos tomar coyunturalmente la sentencia de Heidegger. En la posguerra, la explotación de la tierra y el imperio de la técnica eran un diagnóstico certero de ese mundo, en el que la filosofía no tenía lugar. O al menos en el que había perdido su capacidad transformadora. Porque si la eficacia ha sido acaparada por la técnica y sus saberes acólitos, ¿qué podrá obrar el pensar? La filosofía, al menos en apariencia, era devuelta al redil de la teoría.

En el continuo universidad-mercado, auspiciado por Bolonia (nombre mítico que aglutina la operación de mercantilización del saber en Europa iniciada en la década de los 80), no hay lugar para las Humanidades, que están  abocadas a la improductividad. Desde la perspectiva del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), se justifica su desaparición por el interés social. La “sociedad” no puede sufragar saberes improductivos o inútiles. Las Humanidades, como pura teoría que son, también son un lujo. No debe llevarnos a engaño la alusión al gasto social, pues el corolario de que las Humanidades deben desaparecer es en realidad un corolario del mercado. Sea como fuere, vale la pena preguntarse si esta defensa de las Humanidades es sólo una defensa corporativa, una defensa de parte que sólo busca una prórroga del mercado para subsistir, comprometiendo su supuesta libertad y su capacidad de crítica (que serían una pose) a cambio de unas migajas. El mercado va dejando algunas, como la industria cultural o las entidades mixtas universidad-empresa, marcando el camino a seguir. Porque la enseñanza propiamente universitaria, los grados de Humanidades, arrojan innegablemente un rédito negativo. Entonces, ¿cómo, retomando el tono melodramático de Heidegger, “salvar” a las Humanidades? Anticipemos que la solución está en la paradoja: las Humanidades sólo se salvarán si logran perderse.

Las Humanidades solo se salvarán si se salvan a sí mismas. Por eso la pelea no puede tener lugar al margen de la autocrítica. Comencemos con la pelea

Las maneras de salvar las Humanidades son muchas. Todas, a nuestro juicio, pasan por la pelea pero también por la autocrítica. En su escrito Universidad sin condición (2001), Derrida sitúa certeramente a las Humanidades en el “afuera político-económico” que somete a otros saberes, entrampados en los circuitos de investigación y generación de conocimiento. Ahora bien, paradójicamente, es su reconocida improductividad, su falta de rentabilidad, lo que juega a su favor. En ese afuera, las Humanidades, asumiendo uno de los desiderátum más antiguos de la Universidad, son incondicionales. Esta incondicionalidad no es uno de esos “beneficios caídos del cielo”. Nunca lo ha sido. Las Humanidades solo se salvarán si se salvan a sí mismas. Por eso la pelea no puede tener lugar al margen de la autocrítica. Comencemos con la pelea.  

Las Humanidades quintaesencian la lucha por la independencia de la Universidad moderna, primero frente al Estado-nación que la alumbró, más tarde frente a los poderes económicos, que son los nuevos promotores de academia. El creciente acoso a la Universidad pública, uno de cuyos indicadores más claros es la constante licitación de nuevos “chiringuitos académicos” privados (cinco más este año en España), es todavía mayor cuando se trata de las Humanidades. Nos referimos a los grados de Humanidades, las filologías, la historia, la geografía o la propia filosofía, pero también al grado de humanidades, una suerte de mixto impuro que aglutina las dificultades y debilidades de todos los demás. Si echamos un vistazo sobre los programas académicos veremos que casi todas las universidades implementan programas de emprendimiento para humanidades o ponen en valor las salidas profesiones para sus egresados. En algunos casos, se promueven menciones de especialidades que, aunque marginales, están reconocidas y tienen alguna posibilidad en el mercado laboral (a veces sólo la apariencia). Es cierto que decir que la empleabilidad es una argucia del mercado o que esas posibilidades son nada más que migajas, es profundamente injusto y no da salida. No se trata de situarse en no se sabe qué torre de marfil. Pensemos que las enseñanzas medias son el nicho laboral básico de casi todas ellas. Sin embargo, eso, desgraciadamente, no las salvará, y las migajas siguen siendo migajas. Como pone de manifiesto la LOMLOE, las materias de Humanidades vuelven a perder terreno. En la Universidad comparten el mismo destino. Pero, ¿cómo proceder? Y sea cual sea ese proceder, ¿tendrá efecto o, como dice Heidegger de la filosofía, para las Humanidades la ineficacia es destino? 

Derrida propone que las Humanidades apuesten por la “disidencia”. Las Humanidades tienen que cuestionarlo todo. “La universidad [...] debería ser el lugar en el que nada está a resguardo de ser cuestionado”. Para empezar, la propia Universidad. Esta propuesta no está lejos del envite “crítico” de Kant, en el que vale la pena detenerse. En un texto postrero, El conflicto de las facultades (1797), Kant hace de la entera Universidad, pero también del Estado, el objeto de la crítica. Kant vio acertadamente que el Estado (a finales del s. XVIII se encuentra en todo su apogeo) es quien tiene interés en la Universidad y sus saberes, que Kant traduce en saberes de gobierno. La universidad estaba formada por cuatro facultades. Las facultades de medicina, derecho y teología, y la facultad de filosofía. Las tres primeras albergaban doctrinas que, una vez convertidas estatutos, regulaban el trabajo de los funcionarios. El objeto de estos saberes y de los reglamentos que arbitran es práctico (un “savoir faire” lo llamaba Kant), pues se trata de ejercer un “influjo sobre el pueblo”, es decir, gobernarle. Pensemos que la salud, las propiedades (la riqueza) y la salvación (la salud del alma) son móviles poderosos de la conducta. A esto Kant lo llamaba gobernar al pueblo “por medio de doctrinas” y por eso a esas facultades las llama “superiores”. La facultad de filosofía, en cambio, no es un saber de gobierno. Es la facultad “inferior”, que se ocupa únicamente de la libertad y de la verdad, las cuales están fuera circuito de saber-poder. En esta división de la Universidad encontramos la oposición teoría-práctica, donde Kant (Derrida seguirá esta estela) equipara el trabajo de la teoría con la “crítica” de los saberes de gobierno. 

Pero, ¿no es la teoría nada sin la práctica?, ¿no condenamos a las Humanidades a la irrelevancia de la pura teoría, aunque esté investida de disidencia y de crítica?

Pero, ¿no es la teoría nada sin la práctica?, ¿no condenamos a las Humanidades a la irrelevancia de la pura teoría, aunque esté investida de disidencia y de crítica? Derrida también apuesta por la teoría, porque la teoría trabaja, aunque no rinda. Descomprometida de la práctica (obstinándose contra la práctica, cuestionando la misma distinción y, sobre todo, su pretendida contradicción), la teoría pone en obra otro modo de pensar. Derrida tenía en mente las disciplinas que, en la Universidad americana, se aglutinaban como theory, que eran la teoría de la literatura (estudios culturales), los estudios de género, los estudios postcoloniales o el psicoanálisis. Se trata de disciplinas disidentes, tan discutidas como problematizadoras. La lectura que hace Kant de la crítica abunda en esta pulsión disidente que debe animar a todas las Humanidades, no sólo por situar a la Universidad enfrente del Estado, sino por anticipar brillantemente el continuo saber-poder. La valiosa lección de Kant es que el Estado se la juega en la Universidad y que la Universidad se la juega con el Estado. No es difícil imaginar que hoy en día el saber de gobierno que atraviesa el interés del Estado por la salud, la riqueza y la psique, el saber que marca las reglas de cualquier juego, es la economía, que es la tecnología de la conducta por excelencia. La medicina, el derecho y la teología sufren un inédito enrarecimiento (no dejan de ser tecnologías, pero con un cambio de escala –y con él una pérdida– sustancial), y dan paso a la biopolítica, las relaciones internacionales y el mindfulness. Los fines individuales de la salud, la propiedad y la salvación ceden ante los fines globales (los fines del mercado) de la vida útil, el capital y la paz interior. 

Pues bien, las Humanidades tienen que cuestionar el mundo que las arrincona. Empezando por la economía de mercado y sus tecnologías de la conducta, y siguiendo por las legitimaciones de la democracia hechas a su medida. Nos referimos al argumento aducido todo el tiempo de que la Universidad debe responder a las “demandas de la sociedad”, que no son otra cosa que las imposiciones del mercado (la retórica del EEES es rigurosamente falaz, es una retórica del oxímoron en la que los términos significan justo su contrario: demanda es obediencia, reto es remisión, complejidad es simplicidad... de la obediencia y la remisión, etc.). Las Humanidades deben enfrentar los saberes para los que cualquier razonamiento tiene que partir de la premisa de la rentabilidad (del capital financiero, también del capital humano), cuyo corolario es la aniquilación de las Humanidades y, con ellas, de la teoría y de la crítica. 

Como esto puede suceder de varias maneras, también diversas deben ser las estrategias. Las Humanidades tienen que hacerse valer. Una de las más conocidas defensoras de las Humanidades, la filósofa norteamericana Martha C. Nussbaum, sostiene en Sin fines de lucro (20l0) la potencia política de las Humanidades, oponiendo la  “educación para la democracia” a la “educación para la renta”. Pero la propuesta de Nussbaum sabe a poco. Para empezar porque cifra la supervivencia en manos de la bonhomía de las administraciones públicas, cuando no en “los aportes de la filantropía”, las primeras convencidas por los efectos socializadores del “cultivo” de las artes y las humanidades, los filántropos, por el buen recuerdo de las materias de Humanidades cursadas en los colleges por donde pasaron. La remisión es la estrategia con la que Bolonia arremete contra la Humanidades, comenzando por la reducción de materias y carga lectiva en la educación secundaria, siguiendo con los ajustes en la Universidad, eliminando grados e itinerarios. Pero, las “bondades” de las Humanidades para la sociedad no son suficientes para revertir esta tendencia. Incluso acompañada de la promesa de un rédito político, como la profundización en la “democracia”, la propuesta, que viene de la parte que está en clara desventaja, no pasa de ser meliflua (¿la democracia se sostiene con donaciones?). Lo que deben hacer las Humanidades es cuestionar esa misma democracia, que permite la intervención del mercado en la Universidad. La promoción de la educación intercultural (es uno de los ejemplos de Nussbaum) promete la estabilidad pero no la transformación social. Ante la remisión, por tanto, la crítica social. 

Nos referimos al argumento aducido todo el tiempo de que la Universidad debe responder a las “demandas de la sociedad”, que no son otra cosa que las imposiciones del mercado

La remisión va de la mano del juicio de irrelevancia. Primero hay que marginar a las Humanidades, poniéndolas fuera de los asuntos e importancias de la sociedad, para luego reducirlas o, en su caso, transformarlas en “cultura”. Por eso las Humanidades tienen que luchar, no para abrirse un espacio “en el conjunto del saber”, sino para denunciar ese conjunto del saber que, capturado por el mercado, las condena a la irrelevancia. Kant estaba loco si pretendía que la filosofía supervisara al Estado. Consejeros áulicos filósofos los ha habido antes (con resultados lamentables), pero lo verdaderamente atinado de su propuesta, en cualquier caso enormemente ambiciosa y difícil, es dirigirse no al gobierno sino a los saberes que  utiliza para gobernar. La Universidad, su situación respecto al Estado y al mercado, debe ser el primer objeto de la crítica de las Humanidades. Su presencia en los currículos de todos los grados, como se hace en algunas universidades, promete la multidisciplinariedad pero no garantiza la crítica a menos que las materias se planteen con este sesgo. Las Humanidades tienen que hacerse valer en la Universidad contra la Universidad y contra sus saberes (perdiéndose en cierto modo, buscando la desorientación tanto como la subversión) pero no porque no sean valiosos, sino porque han perdido el coraje. Esto es lo que hay que revelar. ¿Por qué no programar en medicina lecturas de Séneca o de Foucault o de Chomsky, para pensar la política sanitaria de los Estados o el valor de la vida que defienden?

La irrelevancia también se combate con la ocupación del espacio público. Las Humanidades tienen que bregarse en la arena. No justificándose a sí mismas (este texto sería un ejercicio infecundo más), sino haciendo crítica social y aportando sus disciplinas como valiosas herramientas de transformación social. Las Humanidades, esta sería otro modo de decirlo, tienen que politizarse. Lo político es algo completamente ajeno a la “realidad” que impone la rentabilidad, cuyas leyes son tan naturales como inviolables. La naturalización de la economía neoliberal, que comienza con su antropologización (añadiendo a la condición de “animal racional” o de “animal político” del hombre, postuladas por la filosofía, la condición inédita de homo oeconomicus), desvirtúa lo político, que denuncia como interferencia, dándole el marchamo de pensamiento sectario o “ideología”. Por su parte, la Universidad asume sin remilgos los detritus éticos que produce el neoliberalismo. Los “valores”, la “responsabilidad social”, la “sostenibilidad”, naturalmente la “democracia” (la del truco-trato, no las de los derechos), son incorporados como apuestas formativas fuertes de todos los estudios. Pero con esta pátina pseudo-ética se neutraliza la apuesta política fuerte de las Humanidades. 

Las Humanidades tienen que asumir el sesgo crítico y político. Primero enfrentando los argumentarios con que se las pretende eliminar o volver irrelevantes. También los que pretenden neutralizarlas

Por último, las Humanidades tienen que hacer también crítica de sí mismas (tienen que perder-se). Sus reconocidas capacidades formativas (la “empatía”, el “pensamiento crítico”, son  mantras de toda defensa de las Humanidades que se precie) de poco sirven si no van acompañadas de su propia revisión, que para ser valiosa debe ser harto displicente. Las Humanidades tienen que asumir el sesgo crítico y político. Primero enfrentando los argumentarios con que se las pretende eliminar o volver irrelevantes. También los que pretenden neutralizarlas. Pero sobre todo deben asumir cómo se han  situado ellas mismas en el EEES y a dónde ha conducido esto. ¿En qué se han convertido? Las Humanidades tienen que perderse, disponiéndose a la desorientación para encontrarse, y la subversión y la crítica para reafirmarse.  

En este sentido, vale la pena volver la mirada hacia los grados de humanidades. Los grados de humanidades, que podrían aportar una valiosa interdisciplinariedad, también se han visto acosados por la amenaza de eliminación, buscando en muchos casos menciones con nichos laborales para sus egresados (las relativas a documentación o a la industria patrimonial, por ejemplo), con resultados desiguales. Estos estudios están siempre en el precipicio, no sólo materialmente, sino existencialmente, pues sobre ellos pesa la apariencia de patchwork (como es sabido, uno de los modos de devaluación de las Humanidades es su inconexión). Por eso mismo, quizás, los grados de humanidades pueden aportar una visión de conjunto que todas las Humanidades no tienen, convirtiéndose en la punta de lanza de las Humanidades críticas. Comenzando por estos mismos grados, preguntas del tipo ¿cómo surgió el grado?, ¿tiene algo que ver con la situación de las Humanidades en un país con acendrado capitalismo, como es EEUU?, si es así, ¿qué supone esto?, ¿la globalización de la Universidad acaso?; pero también otras dirigidas al propio grado, a los departamentos y facultades, del tipo ¿cómo se engarzan las disciplinas en el grado?, ¿se disgregan más bien?, ¿participan de un mismo propósito?, ¿están incomunicadas? y, si es así, ¿qué hacer?, ¿tiene algo que ver en todo esto el corporativismo académico?... son preguntas que deberían circular en estos grados, dando comienzo a un valioso vínculo entre las Humanidades y la entera Universidad. De otro modo, si no se pierden y se recuperan a sí mismas (a falta de dios, claro), no habrá salvación.

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