Opinión
Como lágrimas en la lluvia
El paso obligatorio por un tratamiento para obtener algo tan sencillo como tener un nombre propio y un género legal acorde a tu vida diaria supone una práctica añeja y cruel que provoca, a través de actos pequeños cotidianos, muchísimo sufrimiento.
Detrás del nombre de cada mujer trans suele haber una historia curiosa. A muchas se nos puede reconocer por acudir a la mitología femenina buscando la feminidad robada y acabamos llevando nombres bombásticos, haciendo del símbolo armadura y manto bordado con todo el oro y la plata posible. Es una hipérbole divertida al final de un camino lleno de obstáculos, molicie y malos tragos que deberían pasar a la historia lo antes posible.
Según la Ley de identidad de género de 2007, tenemos acceso a cambiar nuestro nombre y nuestro género legal con un diagnóstico de disforia de género firmado por un psiquiatra y tras dos años de tratamiento hormonal. La condición trans y la disforia generalmente van de la mano, pero no siempre. Las atenciones médicas que demandamos no son uniformes, la aproximación de cada mujer trans a su expresión de género no tiene por qué ser la misma, del mismo modo que tampoco lo es en las mujeres cis. El paso obligatorio por un tratamiento cuyos efectos secundarios no son precisamente leves —incluyendo la conculcación de los derechos reproductivos— para obtener algo tan sencillo como tener un nombre propio y un género legal acorde a tu vida diaria, supone una práctica añeja y cruel que provoca, a través de actos pequeños cotidianos, muchísimo sufrimiento y constante incomodidad a quienes se nos aplica. Desde una simple identificación al coger un medio de transporte y las caras de estupefacción del personal, hasta las llamadas de teléfono de la compañía de seguros de turno y su insistencia absurda en utilizar un nombre que no es el tuyo precedido de una fórmula de cortesía sacada de una escuela de alféreces austrohúngaros que te estropea el día entero.
El nombre impuesto suena como un latigazo cada vez que se oye. Es el chasquido de la sumisión que te recuerda el lugar que ocupas. Una demostración de poder sistémica, innecesaria y dolorosa.
La Ley de igualdad LGTB lleva un año en el cajón y 187 enmiendas parlamentarias. Acabamos de salir a la calle con motivo del 20 de octubre, el día de la acción contra la despatologización trans. Se nos ha prometido —tras amenaza de huelga de hambre por parte de Mar Cambrollé y otras activistas— que, antes del verano que viene, la ley será llevada a votación parlamentaria. De ahí hasta su publicación y sanción quién sabe cuánto tiempo tendremos que esperar.
No es suficiente y cuesta salud, dolor y a veces vidas.
En los tratados de brujería suele decirse que, para invocar demonios o fuerzas del otro lado y que estas te escuchen y te sean favorables, has de conocer su nombre propio.
La primera vez que escuché el mío fuera de mi entorno fue en los labios de una conocida de redes sociales a la que me encontré en la manifestación del 8 de marzo. Suerte que llovía y la lágrima que me rodó por la mejilla acabó disimulándose. Como si yo fuese una especie de Nexus6 pero con el pecho desarrollado, labial rojo y un pañuelo a juego anudado en la cabeza.
Nosotras solo necesitamos poder mirar a los ojos a la persona que nos cobra la comida en el supermercado del barrio cuando ve nuestro nombre en la tarjeta de débito sin que se produzca un silencio incómodo, una doble mirada o una sospecha de robo.
Con una sonrisa rutinaria nos basta.
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