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Tortura
Las correas cortas
No hay datos, no se informa, y no escuchamos a los afectados porque aún nos acecha en las costumbres la sombra de la psiquiatría decimonónica. No es la falta de protocolo lo que impide el control sobre la práctica de las correas de contención. Es la falta de voluntad para evitarlo, de un tomarse en serio a los pacientes.
Ilya tenia 18 años y un diagnóstico capaz de justificar cualquier abuso. ¿Quién te va a creer cuando estás loco? Andreas murió de meningitis, atada 75 horas a una cama porque alguien pensó que tenía un problema claramente de índole psiquiátrica. Un anciano asturiano murió hace unos años asfixiado por las correas de contención y, en Cantabria, una mujer de 85 años tuvo la misma suerte.
Celso Arango, el vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, define claramente que la contención mecánica “es traumática, debe ser evitada y, su uso, excepcional. Ha de estar protocolizada y aplicarse únicamente cuando se han agotado el resto de alternativas, y el no hacerlo supone un riesgo mayor para la persona y para terceros”.
Es traumática porque provoca traumas físicos: laceraciones, asfixia, atrofia muscular, úlceras por presión, estreñimiento, infecciones, síndrome de inmovilidad y muerte súbita. Y a nivel psicológico supone pérdida de la autoestima y la dignidad, incrementa brutalmente el aislamiento, favorece el estrés, la agresividad, la desconfianza, y puede llegar a dar lugar a la aparición de cuadros ansioso-depresivos.
Cuando no hay personal suficiente, es muy barato. En geriátricos, en centros terapéuticos de salud mental, en centros para personas con discapacidad intelectual, en centros de menores, en prisiones…
Sin embargo, cuando no hay personal suficiente, es muy barato. En geriátricos, en centros terapéuticos de salud mental, en centros para personas con discapacidad intelectual, en centros de menores, en prisiones… En las afueras de la sociedad normal. Un diagnóstico deslegitima la palabra del paciente. El paciente es solo un loco, nada en su boca tendrá sentido. El médico, sin embargo, sabe: sabe cuantos celadores tiene, cuantos técnicos de intervención, sabe que tendrá que poner la firma a posteriori, cuando le informen de lo que ya han hecho aquellos cuyas funciones cognitivas no tienen nada que se pueda cuestionar, y sabe, que, si no lo firma, a lo peor peligra su puesto de trabajo.
No todos los centros son iguales. Son iguales, sin embargo todos los conciertos concedidos durante varios lustros a las empresas que ofrecen el convenio más barato a las instituciones estatales. Una vez dentro, ya solo depende de la buena voluntad no unificada de los dueños, los responsables, los gerentes… Porque cuando los familiares visitan al abuelo, o al chaval con necesidades especiales, o a su hermana neurodivergente, que dejaron allí, a buen recaudo, confiando en que los profesionales lo podían hacer mejor con su experiencia y sus estudios que ellos con su buena voluntad, y esta les diga que “anoche me ataron, que me están torturando” bastará con que alguien con uniforme les explique, meneando la cabeza, muy tranquilo: “Tuvo un brote, no podíamos hacer nada”, y entonces tragaremos saliva, apretaremos los labios, contendremos las lágrimas y diremos: “Lo entiendo”, bajando la cabeza. Y nos iremos, sin saber a ciencia cierta si fue un hecho puntual en mitad de una terrible crisis o si la ataban para evitar el deambuleo, los ruidos en el centro, para compensar la falta de dispositivos o personal cualificado en ese espacio, para darle una lección, para que aprenda…
Entre el 20 y el 40% de los residentes en geriátricos, principalmente los afectados por demencia, pueden ser sujetados de forma permanente
Y les daremos la espalda, y se cerrarán las cortinas, y no sabremos que no sabemos. El Comité de Bioética de España hizo en 2016 un informe en el que hablaba de la escasez de datos, de la prevalencia de las contenciones en España con respecto a Japón o la Europa rica, que entre el 20 y el 40% de los residentes en geriátricos, principalmente los afectados por demencia, pueden ser sujetados de forma permanente. Repito: permanente. Sabemos que en las prisiones y en los centros de menores se usa como medida de castigo. Algo que es considerado tortura por la ONU.
Pero no hay datos, no se informa, y no escuchamos a los afectados porque aún nos acecha en las costumbres la sombra de la psiquiatría decimonónica. No es la falta de protocolo —que es muy claro— lo que impide el control sobre esta práctica. Es la falta de voluntad para evitarlo, es la falta de registros, de informes detallados, de una centralización de cada caso, de una investigación de las denuncias, de un tomarse en serio a los pacientes. Porque un problema mental o de conducta no puede ser la excusa irrefutable que le niegue a un ser humano su existencia.
Al leer el informe recordé a un anciano a la puerta de una residencia que a día de hoy tiene varias denuncias y algún juicio. Había salido en pijama y en pantuflas, flaco como un suspiro, los ojos velados por los años, abiertos de par en par al infinito. Esa mirada de quienes están perdiendo facultades. Caminaba despacito, la mano sobre el muro, arrastrando los pies en un tambaleo inestable, y me pidió ayuda. Me acerqué:
—¿Ayuda para qué?
Y él, muy bajito:
—Para escaparme… Quiero irme con mi madre.
Yo era joven y frívola, y no entendía, y cometí el error de pensar lo que se suele pensar en estos casos: “Pobre hombre, no se entera, no está bien”. Al poco tiempo salieron dos enfermeros a cogerle cada uno por un brazo y llevarle de nuevo al interior mientras el pobrecito, pobrecito anciano, los ojos abiertos, el cuerpo en volandas, apenas llenando la camisa de puro hueso, desorientado por la demencia o el alzheimer, horrorizado, gritaba: “¡Por favor! ¡No me dejes solo! ¡No me dejes aquí solo”.
Años después supe que eran las contenciones.
A veces me vuelve el recuerdo de ese hombre, confinado a los recuerdos de su infancia y a las paredes hostiles de aquel centro. A veces me lo imagino, tan frágil, tan perdido, con ese desconcierto alucinado, tumbado en una cama con correas para que alguien pueda echarse un cigarrillo. Pensé en Ilya, con su trastorno ansioso-depresivo, asfixiándose boca abajo en ese catre, mientras seis hombres adultos le amarraban para que aprendiera a obedecer y comportarse. Y para ahorrar en terapia, en pedagogos, en personal de atención profesional y permanente… Y habrá casos extremos, no lo dudo, en los que de alguna forma haya que aplacar las crisis, minimizar los riesgos inminentes. Pero no puede ser una medida que se utilice, de manera casi cotidiana, por comodidad o por ahorro.
A lo mejor tenía demencia y no sabía donde estaba ni qué estaba pasando. Pero su pánico era verdad y era lo único de lo que estaba seguro aquel anciano al que dejé allí solo, mientras gritaba que, por favor, no le dejara solo.
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Que Celso Arango y la SEP estén tomando estas posiciones ya advierte de la ventaja que llevan a los enfoques sociales, inclusivos y no coercitivos. Tanto la SEP como el propio Celso Arango y el resto de su mafia financiada por la farmas con cientos de miles de euros al año, ya estarán tomando posiciones dentro de los enfoques de sanidad comunitaria, tratamientos ambulatorios, neurolépticos inyectables, visitas domiciliarias y pastillas con tecnología para comprobar su ingestión. Mientras, el activismo sigue a la defensiva sin darse cuenta de que las contenciones se hacen en espacios sanitarios (y biomédicos) a los que se envía a la persona después de haber tenido una crisis que se genera en contextos familiares y comunitarios. Es en estos donde debería estar el grueso del trabajo, se produce la recuperación, se controlan y previenen las crisis, todo dentro del área de la intervención comunitaria y lejos de paradigmas biomédicos corruptos.