Tecnología
El drama tecnológico liberal

En Ciberleviatán, José María Lassalle habla de “la filosofía transhumanista” para presentar un instante de peligro, el autoritarismo digital, que solo puede evitar la eficiencia de los mercados.

 Jose Maria Lassalle
José María Lassalle en 2017 cuando era secretario de Estado para la Sociedad de la Información y la Agenda Digital de España. Foto: Casa de América
Ekaitz Cancela
12 nov 2019 06:00

La democracia liberal no es compatible con la economía de mercado, es decir: el capitalismo no funciona de manera democrática debido a la mera existencia de mercados sin trabas. No obstante, durante décadas, la ideología dominante nos ha transmitido todo lo contrario. Si bien algunos pensadores comprendieron esta falsa narración de la historia política y económica hace cuatro décadas (y, desde entonces, la literatura que muestra cómo ambos caminos se han bifurcado no ha dejado de crecer), los charlatanes inundan el mercado literario.

Especialmente desde el estallido financiero de 2008, los principales voceros del liberalismo han aprovechado cada foro para reivindicar la validez de sus ideas. En la mayoría de los casos, y haciendo uso de las mismas herramientas discursivas, han ocultado su profunda crisis ideológica culpando a los movimientos populistas a su derecha e izquierda; quienes además se han visto beneficiados por los mecanismos a través de los que funciona una de las mayorías instituciones liberales, los medios de comunicación. La depresión económica (como si se tratara de un suceso momentáneo, al menos para la clases medias) también ha sido señalada por esta corriente política. Ahora bien, cada vez más, una plétora de pseudointelectuales ha encontrado un nuevo enemigo con el que pagar sus frustraciones.

“La revolución digital” se ha erigido como uno de los principales subterfugios para evitar narrar una historia (o una crónica) más amplia sobre el capitalismo y explicar la sus lógicas intrínsecas (búsqueda de rentabilidad, relación con en el sistema interestatal, el vínculo entre las finanzas y el Estado...). Argumentamos que la doctrina liberal es incapaz de contener las tendencias tiránicas y autoritarias de este sistema económico, el mismo que han subyugado a los obreros de las fábricas durante siglos.

También señalamos a uno de los predicadores patrios más de moda en argumentar sobre este supuesto “estado de excepción”: José María Lassalle, quien en Ciberleviatán (Arpa, 2019) ha empleado el citado argumento para datar “la derrota de la democracia liberal” y dibujar lo que ha dado en llamar “ciberleviatán”. Grosso modo, el manuscrito podría servir como un panfleto comunista si tan solo se intercambiara la palabra tecnología por otra con la que está ampliamente relacionada: capital. Dado que este ejercicio nunca se produce, sencillamente encontramos un llamamiento contra toda una serie de vocablos tan citados como poco comprendidos: inteligencia artificial, Big Data, algoritmos, robots, así como los nombres más populares de las empresas de Palo Alto, cuyos modelos de negocio ni siquiera se ha esforzado en comprender (no tratan de acumular datos, sino dinero).

Vayamos al primer problema metodológico. Nuestro autor ha escogido acercarse a la digitalización continuando el (ampliamente criticado) legado de Lyotard: “[El ciberleviatán] es el nuevo sujeto político de la posmodernidad tecnológica”. Claro que nunca explica en qué se parece, por ejemplo, al “fascismo posmoderno” que ha acuñado en otras ocasiones, o presenta evidencias claras de que el monopolio de la violencia por parte del Estado haya desaparecido. Viendo la actuación de la policía en las calles de Barcelona, la tesis de Lassalle nos parecen una verdadera acrobacia intelectual.

El autor parece haber tomado las pocas referencias o herramientas teóricas de las que dispone y haberlas aplicado a la última grieta que exhibe la modernidad, sea la emergencia de los partidos populistas de izquierdas o la radicalización política de la derecha; cuestiones distintas que Lassalle trata en su anterior libro, Contra el populismo: cartografía de un totalitarismo postmoderno (Debate, 2017).

La elección de un marco teórico exclusivamente filosófico lleva aparejada otra consecuencia: la ausencia de todo pensamiento económico. Así, haciendo gala de una filosofía de la historia bastante precaria, Lassalle sostiene que asistimos a un “data tsunami” que arrastra a los hombres “sin oposición ni margen de iniciativa”. Este pesimismo (lo único que realmente ha tomado de la Escuela de Frankfurt) se complementa con un uso de la antropología (que nunca se justifica en citas) para dar lugar a lo que el autor describe como “homo digitalis”. Ni siquiera se detiene en los fundamentos del homo economicus (aunque cite a Adam Smith en distintas ocasiones), y mucho menos cuestiona el econocimismo. En cambio, le basta cualquier afirmación de Ortega y Gasset sobre la psicología de masas para hacer gala de un obsceno individualismo metodológico.

¿Por qué huir de la discusión contemporánea sobre los orígenes de la economía digital y la riqueza de las firmas de Silicon Valley? Diversos autores han apuntado en lo que Lassalle nunca se detiene, salvo cuando en su diatriba sobre “la dictadura tecnológica” hace uso de jerga marxista como “crisis sistémica”. El crash del sistema financiero global, las tasas de interés negativas, el fácil acceso al capital en los mercados globales, la entrada de los fondos de inversión en las compañías tecnológicas, las dinámicas del mercado de valores… Todo eso explica la revolución digital, si es que así pudiera llamársele, no “la cibermutación del ser humano”.

Aunque estas no parecen explicaciones válidas para “el plumín de los bosques”, como llaman a Lassalle en sus círculos privados desde hace tres lustros, cuando empezó a trabajar con Mariano Rajoy, según desveló Soraya Sáenz de Santamaría en la presentación de su libro, celebrada en la Fundación Telefónica (¡lo más parecido en España a la Singularity University, a la cual el autor critica!).

Lassalle es un autor camaleónico que en todo momento esconde sus posiciones económicas: la defensa del mercado y del sistema de precios como forma de organización social; la ley como herramienta para asegurar la reproducción del capital

Lassalle es un autor camaleónico que en todo momento esconde sus posiciones económicas: la defensa del mercado y del sistema de precios como forma de organización social; la ley como herramienta para asegurar la reproducción del capital. Rara vez nos topamos con frases como la siguiente, pero resultan esclarecedoras: la “comunicación [reconocimiento entre individuos de sus derechos y obligaciones] que ha replicado el capitalismo a través de esa especie de democracia de los precios que es el mercado a través de la acción humana que opera en él mediante las leyes de la oferta y la demanda”.

Desde luego, a quien conserva parte del método de su vida previa como académico se le entiende mejor cuando emplea la cita. “El liberalismo llegó a la conclusión de que la democracia y el mercado eran los diseños institucionales que mejor procesaban la complejidad de los datos relacionados con la gestión del poder y la economía”. Parece una afirmación desprovista de todo rastro ideológico, una norma sobre cómo debiera sel funcionamiento democrático ausente de conflicto, como esgrimiría cualquier liberal. Hasta que nos fijamos, claro, en la nota al pie de página que la acompaña. Se trata de La acción humana, de Ludwig von Mises, un fundamentalista del libre mercado.

El pensador de la Escuela Austriaca proponía entender a los seres humanos en tanto que participantes del mercado, la única puerta de acceso al conocimiento, mediante el descubrimiento de nuevas necesidades de consumo. La filosofía que se encuentra en la base de esta concepción es que la eficiencia de los mercados es superior a cualquier otro método. Por eso extraña que una de las críticas principales del libro sea que el ciudadano se haya convertido en un mero consumidor. Precisamente, el pensador austriaco consideraba que el mercado funcionaba perfectamente para cumplir con su preferencias, que ello constituía el progreso más elevado del hombre y que todo lo contrario nos llevaría hacia el autoritarismo de la planificación central. Entonces, ¿qué problema tiene José María Lasalle con la centralización del poder en Silicon Valley?

A nuestro teórico del derecho le molesta que unos cuantos señores feudales (en el libro compra la tesis del feudalismo digital y, por tanto, la interpretación jurídica que predica la derecha estadounidense) hayan acabado con la libertad del mercado. Por eso, su pintoresca alternativa neoliberal aboga por un mercado regulado por leyes de propiedad mucho más estrictas. Así se lo decía en una entrevista en La Vanguardia con Pedro Vallín, alguien que admira a Lassalle por afinidades ideológicas enfermizas: “La cuenta de resultados de Google [procede de]... un entorno de contraculturalidad californiana que desprecia el Estado, la regulación, la ley, la intervención y todo lo que entendemos que son las dinámicas igualitarias que hacen posible la convivencia civilizada en una sociedad democrática, nos ofrece un panorama... muy próximo a lo que fue el calvinismo y la justificación de que los no-elegidos solo tienen un futuro posible: vivir como puros y simples consumidores de unos contenidos que unos genios nos ofrecen”.

Cuesta entender la jugada de Lassalle. Al igual que las voces más ingenuas de la izquierda, critica la planificación centralizada de los mercados que ejercen las firmas tecnológicas gracias al control sobre los datos. En cambio, la alternativa que se dibuja en su escrito promueve la creación de instituciones tan descentralizadas como puedan ser los mercados. ¿Es esta la crisis del capitalismo, la muerte de los mercados libre, la que nuestro autor quiere salvar de manera roosveliana, aunque con un New Deal un poco menos protestante y reformista que el defendido por voces progresistas como Alexandria Ocasio-Cortez?

Por un lado, Lassalle llega a su conclusión empleando los peores análisis de la Escuela de Frankfurt, es decir, coloca el foco en el sujeto eminentemente desde el punto del consumo, a quien las empresas de Silicon Valley supuestamente han robado sus datos para manipular sus preferencias. Por otro, su argumento es que el individuo ha perdido su libertad; vive en lo que dedica un capítulo para definir como “libertad asistida”, “una revolución ontológica [nunca de los medios de producción], “que nos lleva desde “un feedback multisensorial radicado en el cuerpo [para argumentar incluso se apoya en Santiago Alba Rico] y la inteligencia otro exclusivamente electrónico... ”.

Aunque al contrario de como sostendrían Adorno y Horkheimer, colocando el foco en el flujo de mercancías, el algoritmo es “el causante y protagonista de este cambio”, quien en propiedad de un monopolio ha sustituido al consumidor racional. Si bien en su hiperbólico libro habla incluso de que nos encontramos ante “una alienación, en términos marxistas”, esta no aparece como un derivado de la economía de mercado, quien contempla al sujeto como un agente que produce y consume. Lassalle se limita a criticar que al individuo haya perdido su libertad a disfrutar de la propiedad privada, a saber, de sus datos. Y ese feedback al que se refiere se trata de aquel que engrasa un sistema de coordinación social basado en la reputación, el mérito y la competencia en el mercado.

Por último, nos quiere decir, el monopolio de la propiedad sobre los datos de feedback que se genera en los intercambios entre plataformas y consumidores evita que opere la democracia del consumo. La eficiencia del mercado ha perdido su lugar, nos dice mientras hace uso de un marco de pensamiento económico neoclásico para decir que las firmas monopolistas (quienes han eliminado las barreras de entrada libre al mercado) han acumulado suficiente información para acabar con la competencia perfecta y el sistema de precios. ¿Cómo van a emanciparse así los ciudadanos, “o salir de la minoría de edad posmoderna”, si el mercado ya no es el dispositivo moderno a través del que descubrimos nuevo conocimiento?

Bajo su teoría, ello da lugar a que el Estado pierda el monopolio sobre la violencia, o la capacidad para blindar la propiedad privada de los medios de producción. La propiedad de nuestros datos está en manos de los ciberleviatanes, lamenta, quienes no confían en un sistema basado en leyes. Según el punto de vista de nuestro autor, “de ser un conjunto de instrucciones matemáticas que organizaba datos, [el algoritmo] ha pasado a ser el único instrumento normativo capaz de dar sentido y coherencia al data tsunami”. Nos encontramos ante “un legislador discreto que ejerce una soberanía de facto sobre la información que circula por internet”. Esto es, el elemento dignificador y emancipador que para Lassalle es el trabajo ya no se somete a las leyes que unos capitalistas establecen en colaboración con los Estados.

El problema de no presentar una historia más amplia del capitalismo es que este libro termina mostrando la tecnología, y no dicho sistema, como algo terrorífico

En suma, el problema de no presentar una historia más amplia del capitalismo es que este libro termina mostrando la tecnología, y no dicho sistema, como algo terrorífico. De manera contraria, Katharina Pistor, profesora de la Columbia Law School, argumenta en su último libro que “el capital está codificado en la ley” mediante contratos, derechos de propiedad y otro elementos centrales del sistema financiero, como los colaterales o la ley de bancarrota. Por otro lado, como han argumento algunos pensadores cargando contra “la excepcionalidad del algoritmo”, las compañías privadas (bancos, aseguradoras o prestamistas de segunda) han estado recopilando datos sobre los ciudadanos desde siempre. Si bien la diferencia fundamental introducida por las tecnologías digitales es que permiten utilizarlos para crear perfiles individuales sobre los usuarios a fin de financiarizar más el cuerpo social, ello no significa que la industria tecnológica sea la única que lo hace. Fondos de inversión y de pensiones, propietarios de suelo, etc. también utilizan el “data tsunami” para sus fines. ¿Alguien cree que Lassalle propone someterlos a leyes como la regulación del mercado de la vivienda?

Sin demostrar que el capitalismo sea un sistema distinto al que lleva siglos existiendo, el doctor en Derecho por la Universidad de Cantabria se queja de que no exista una jurisdicción supraestructural que marque la diferencia entre el proletariado y la burguesía y reivindica el “empoderamiento de la ley” para hacer frente a las corporaciones de Silicon Valley. Alma cándida, pero si su nacimiento solo se explica debido a la existencia de tratados comerciales con cláusulas específicas procedentes del derecho internacional y a estructuras legales que aseguran el libre flujo de capitales entre países o la evasión reiterada de impuestos.

Como vemos, las limitaciones de Lassalle son manifiestas. Y se encuentran en la propia filosofía (de la historia y del derecho) que exhibe. Ello explica buena parte de sus posturas sobre la Modernidad (en buena medida parten de confusiones en relación a Foucault), pero también su gran farsa: cambiar completamente el foco de la Escuela de Frankfurt y afirmar que la técnica es totalitaria, no la ilustración, la economía de mercado o el capitalismo. Solo así justifica su lucha contra esta suerte de nueva monarquía medieval, una autoridad calvinista (no eclesiástica), y mantiene viva la ficción de que existe un orden social feudal digital al que debe responder la renovación liberal.

Lassalle considera, e incluso lo pregona abiertamente, que debajo de la estructura material existen una serie de conexiones culturales que determinan al hombre en mayor medida que sus condiciones materiales —las cuales no olvidemos vienen derivadas del trabajo—. Para afirmarlo presume de haber leído la teoría del valor de Karl Marx (ojalá alguien le dijera que existes fuentes de apropiación del valor diferentes al trabajo), habla de “la hegemonía cultural” de Antonio Gramsci para referirse a Silicon Valley y afirma encontrarse influenciado por Walter Benjamin, cuya teoría estética sostenía que la superestructura es la expresión, no el reflejo (materialismo histórico), de la base.

De hecho, aunque en ningún momento lo cite de manera clara, es a través de este último pensador gracias al que traza su acuerdo con la Escuela de Frankfurt, una corriente filosófica posmarxista, y construye su propuesta de emancipación. De estos teóricos señala que “piensan en cómo emancipar al hombre, no de la estructura económica, sino de la estructura técnica”. Y continúa: “En la era de la reproductibilidad, de lo que se trata es de cómo emancipar al hombre. Y ya no es una emancipación económica, sino una emancipación cultural”. Esta atribución es completamente falsa, al menos si nos referimos a los escritos de Walter Benjamin.

No hace falta remontarse a trabajos recientes que critican el capitalismo lingüístico y problematizan las lógicas económicas que degradan la lengua en la era de la reproductibilidad algorítmica para contraponer este argumento, basta con fijarnos en el prólogo de la citada entre líneas obra de Benjamin, donde se expone la técnica del cine como “una herramienta para hacer vigentes [en] todos los ámbitos culturales la transformación de las condiciones de producción”. De acuerdo a sus escritos, el arte se encuentra en un momento de cambio que le permite emplear la técnica para devolver a las masas “su derecho a transformar las relaciones de producción”.

Por otro lado (fíjense en la primera de sus Tesis), Benjamin nos enseña en sus escritos que a finales del siglo XVIII la técnica —aún en sus inicios— comienza a mostrar su potencia dominadora. Además, el filósofo judío lo achaca a que el desarrollo de las fuerzas de producción es “clasista” porque se experimenta en manos de la burguesía (Lassalle, como cualquier populista de ultraderecha, prefiere hablar de “élites tecnoglobales” o tecnocráticas).

Como decíamos, Benjamin trataba de ganar el arte, en su época técnica, para ponerlo al servicio de la emancipación proletaria e inició un trabajo llamado El libro de los pasajes que tenía como objetivo acercarse el pasado (el momento previo al capitalismo, sus posos oníricos culturales) para provocar un despertar en el presente. Los últimos escritos de este autor dan cuenta de una política poética, sí, pero revolucionaria.

Claro que “las gafitas de Lassalle”, como le parodió en una ocasión Federico Jiménez Losantos, nunca se depositan sobre un pasado de opresión. Más bien, miran a un futuro en el que siga teniendo lugar. El autor de Ciberleviatán actualiza el dispositivo filosófico de Benjamin, pero para otorgarle un cometido distinto: renovar la libertad en el siglo XXI; el cometido de su ontología del presente, liberar al mercado digital de sus trabas.

La ambición de Lassalle es absolutamente contraria a lo que Benjamin consideraba catastrófico, a saber, que todo siga igual. Más bien trata de volver a un punto del capitalismo en el que todo parecía funcionar correctamente

La farsa quedó de manifiesto en una entrevista reciente con Pablo Iglesias (Iñigo Errejón vivió una experiencia similar hace años), donde nuestro autor afirma haber entendido que “la técnica no era neutra” y añadiendo inmediatamente que “la técnica era un elemento de progreso”. Detengámonos un instante. El empleo del “era” marca la dialéctica benjamiana, pues nos dice que todo el pasado debe convertirse en es, en un presente que haga estallar el tiempo histórico y abra paso a la revolución de las clases proletarias. La ambición de Lassalle es absolutamente contraria a lo que Benjamin consideraba catastrófico, a saber, que todo siga igual. Más bien trata de volver a un punto del capitalismo en el que todo parecía funcionar correctamente.

No estamos ante ninguna teología del fin de la historia, como proponía Benjamin, sino ante un burdo detenerse en el presente para reforzar las relaciones de propiedad estrictamente capitalistas. Es saltar sobre el ángel de la historia, robar su noción de excepcionalidad del tiempo histórico para que la ley permita al capital continuar con su proceso de mercantilización. Su única preocupación es similar a la de Martin Wolfe o el resto de liberales de poca monta que ocupan los periódicos económicos: el supuesto auge del rentismo, la preocupación de que unos monopolios impiden el modelo de coordinación social del mercado y que la información en tiempo real sobre los gustos de los consumidores quede en manos de las élites tecnológicas. Su problema es con la eficiencia de los mercados, no con la técnica.

Sabemos que José María Lassalle leyó a Fernand Braudel durante la preparación de su tesis. También que en su libro ha escogido no prestar la más mínima atención al modo histórico en que el capitalismo se ha desarrollado durante siglos. Al menos, aunque para perderse en abstracciones metafísicas, Walter Benjamin trató de reformular el materialismo histórico sentando bases sólidas para una teoría estética. Y antes que la Escuela de los Anales. Lassalle simplemente retoma el truco de este filósofo, quien se suicidó en España tras ser detenido por la policía franquista, y nos habla de “la filosofía transhumanista” para presentar un instante de peligro, el autoritarismo digital, que solo puede evitar la eficiencia de los mercados.

Hemos llegado así al punto culminante en la teoría de Lassalle. El verdadero enano jorobado que mueve al muñeco que nos muestra, la singularidad, es una teoría sobre la propiedad. Esto es, la “reformulación de la idea del hombre a través del transhumanismo” es el argumento enarbolado a lo largo del libro del político del Partido Popular para justificar el carácter excepcional de la técnica. Critica a la Singularity University para iniciar una lucha que permita al liberalismo recuperar su razón de ser y volver al mismo lugar que en los años 80, cuando cayó el muro de Berlín, y las ideas liberales establecieron el Fin de la Historia. Citando a un cómico posmoderno podría definirse a este personaje como un “humanista confuso”.

Aunque resultara una falsa narración de la historia, la vida de nuestro autor se ha visto altamente condicionada por dicho contexto performativo en el que triunfó el proyecto neoliberal. Lassalle tan solo recupera su herencia para que la técnica asegure el triunfo del capitalismo en el presente. Aunque su batalla no se dirige a eliminar el comunismo, como antaño, sino a combatir el populismo o los gigantes de Silicon Valley (enemigos que confunde frecuentemente en sus intervenciones), el objetivo último no ha cambiado: evitar la emergencia de alternativas al capitalismo, soluciones a los problemas sociales que no pasen por el mercado o la responsabilidad individual.

Todo el mundo que se haya alejado un poco de los foros de Davos (Lassalle contribuyó a convertir el Mobile World Congress en un Davos Digital) conoce que el debate ético sobre la relación entre el hombre y la máquina sirve para sacar del marco las cuestiones económico-políticas, y por tanto criticar la base sobre la que se erige el sistema. Tal vez no sea algo tan conocido, como muestran archivos rusos, que los orígenes del transhumanismo no son tan novedosos como este libro presenta, sino que se remontan hasta los escritos prerrevolucionarios del visionario filósofo y bibliotecario del siglo XIX Nikolai Fedorov. Un trabajo académico reciente lo explicaba: “Los tecno-futuristas contemporáneos [tratan] de combinar las ideas de Fedorov con las modernas tecnologías de la información, tanto existentes como especulativas, con el objetivo de superar la muerte y, para algunos, de sobrevivir póstumamente en espacios virtuales”.

Lassalle solamente emplea dichos argumentos para saltarse la crítica a los orígenes de la tecnología, es decir a la propia Modernidad o a la historia del capitalismo industrial; ese momento en que los esclavos se convirtieron en obreros. Sostiene que una serie de personas en California con mucho dinero, tiempo libre y grandes artefactos tecnológicos a su disposición en un laboratorio son el único enemigo de algo así como la civilización humana. A continuación explicamos que esta enorme intoxicación del debate público trata de imponer una teoría sobre la propiedad que sirve eminentemente a los intereses históricos de la clase dominante. Y que nos lleva al mismo futuro oscuro defendido por Mark Zuckerberg o Jeff Bezos.

Ahora conocemos que Lassalle tan solo usa a Benjamin como artilugio filosófico para volver a la época de John Locke, al “instante en suspenso” que en ella encuentra, a fin de retomar su concepción de la propiedad o, al menos, muchas de sus características. Y que eso es lo que quiere decir con “una sublevación liberal”: “Frente a este Big Brother que empieza a desplegar su hegemonía global sin resistencias…a diferencia de Hobbes… un pacto liberal como el defendido por Locke pero que entrado el siglo XXI se desarrolle conforme a una ética tecnológica basada en una nueva idea de responsabilidad…”.

Fuegos de artificio que se entienden mejor con un breve recorrido histórico. La sociedad inglesa del siglo XVII vivió dos acontecimientos principales: la guerra civil de 1640-1649 y la revolución gloriosa de 1688. El grueso de las obras de Hobbes se desarrollan entre 1640 y 1651 con la única intención de tomar partido en favor del gobierno absoluto, lo cual significaba apoyar la monarquía absoluta y oponerse de manera frontal a los revolucionarios, a cuyos fines temía Locke. Mencionemos de pasada que el filósofo de Malmesbury, a diferencia del de Santander, arriesgaba la vida cuando articuló el artificio del Leviatán.

La guerra civil (Lassalle hizo uso de la situación en Catalunya como si se tratara de lo mismo) indicaba a Hobbes que la seguridad y el bienestar de las personas no podían garantizarse en el estado de anarquía o en ausencia de un poder político real capaz de resolver los conflictos sociales. El Leviatán supuso una respuesta que iba más allá del plano filosófico, erigiéndose como una reacción jurídica y moral a la crisis política generada por un contexto performativo determinado. En efecto, en la actualidad nos encontramos ante otro bien distinto.

El pensamiento de Hobbes ha sido siempre una fuente de inspiración para los fines del liberalismo porque sirvió como origen del Estado burgués: decisiones guiadas por la razón, derechos individuales y la emergencia del Estado asentado sobre la igualdad, la ley y la libertad. Como señalaba precisamente John Rawls (de quien podemos afirmar que Lassalle es superfan), la filosofía moral y política moderna comienza en Hobbes y con la reacción a Hobbes. En concreto, la del pensamiento liberal, puesto que sus posturas sientan las bases para un poder sin límites del poder político.

Ahora bien, los ciberleviatanes del político conservador de moda se parecen más a los molinos de viento de Cervantes. Por eso, si Lassalle va actualizar dicha corriente, y dadas sus inquietudes académicas, nos extraña que no recupere debates posteriores para dilucidar a qué se refiere con soberanía o estado de excepción (ambos conceptos son centrales en su articulación del ciberleviatán).

El intercambio acaecido entre Carl Schmitt y Walter Benjamin podría haber sido un buen punto de partida. No es otro que el soberano, el personaje principal del Trauerspiel, la obra de acreditación de este último; un género estético de orden menor dentro de la cultura alemana que marcó a José María Lassalle durante la redacción de su tesis sobre Locke. Benjamin decía que el soberano era una alegoría que protagonizaba los dramas de razón de Estado en la época barroca. En cambio, Schmitt argumentó que dicha imagen daba lugar a un cuerpo jurídico colectivo que justificaba algo así como un Estado absolutista. A partir del filósofo de Malmesbury, ambos escudriñaron las figuras de la soberanía que el siglo XVII esbozó para la posteridad, pero lo hicieron de formas inversas, enfrentados a muerte en el continente europeo durante la primera mitad del siglo XX.

Algo parecido ha intentado Lassalle, aunque tomando como referencia a los ciberleviatanes tecnológicos, quienes en realidad no son más que empresas con tasas de rentabilidad altas. Aunque si Benjamin afirmó que nos encontrábamos ante un mundo cuyo único destino es la muerte e, incapaz de salvarse, su único fin es la desaparición para reivindicar el materialismo histórico, los ojos de Lassalle miran hacia el decisionismo de Schmitt. Este último entendió el mito del Leviatán como una representación teórico-política que inauguraba el momento para perfilar y anticipar los elementos de la época moderna. Por eso, ante una pertinente pregunta de Pol Morillas durante la presentación de su libro en Barcelona, Lassalle reconoció que el ciberleviatán es el paso previo a la emergencia de ciberleviatanes europeos que hagan frente a Estados Unidos o China.

Esta parece ser la única lectura económico política de la realidad que escuchamos. Al igual que Locke, pero con cierta dialéctica benjaminiana, argumenta en términos estrictamente filosóficos que nos encontramos en un “pasado medieval” para reivindicar una nueva “modernidad ilustrada”. Para entender este movimiento euroconformista e ingenuo con las verdaderas dinámicas del capitalismo basta con prestar un poco de atención a cómo describe la obra de Locke en su tesis. “El interés reside en el carácter poliédrico de su formulación: en que nos encontramos ante un pensamiento fronterizo en el que lo venidero no está todavía perfilado con nitidez ya que convive con un pasado que aún no se ha diluido bajo el peso de lo que se anuncia”.

Cuando se contrapone con la realidad, esta desarrollada filosofía se ve enfrentada a la libertad de las empresas estadounidenses a controlar el mercado digital español. Por muchos libros que escriban, ningún burócrata puede hacer uso de la soberanía para imponerse al dominio estadounidense, al menos haciendo uso de ideas liberales.

Lassalle ha reconocido abiertamente que el político debe ser un poco mentiroso y que “lleva máscaras” (para personarse ante la sociedad, ¡como consiguió Hobbes!), pero la suya es demasiado obscena

Lassalle ha reconocido abiertamente que el político debe ser un poco mentiroso y que “lleva máscaras” (para personarse ante la sociedad, ¡como consiguió Hobbes!), pero la suya es demasiado obscena. Como secretario de Estado lanzó un mensaje especial cuando se terminó de construir el cable submarino Marea, que conecta el Atlántico desde Sopelana (Vizcaya) hasta Virginia Beach. Los operadores de esta red de 6.600 kilómetros de longitud son nada menos que Microsoft y Facebook, así como Teixus (Telefónica), quienes gozaron del beneplácito del Gobierno del que Lassalle formaba parte. De hecho, en aquel entonces se mostraba feliz de que “nuestras compañías [las españolas] pudieran disfrutar de la extensión de esta plataforma”. Y lo hacía respondiendo a las preguntas del ciberleviatán Microsoft para un vídeo promocional de la empresa.

Ello va más allá de una mera anécdota, pues en este punto encontramos la farsa. Una de las explicaciones que se oponen a la tesis del feudalismo digital (lo que para Locke fue el absolutismo), las cual defiende interesadamente Lassalle, es que las grandes empresas gastan miles de millones de euros en capital fijo para mantener su posición dominante en el mercado. Esto es, más que limitarse a extraer datos utilizan otras estrategias: adquieren empresas más pequeñas para eliminar a los competidores, compran centros para ser los únicos con poder computacional suficiente o conectan a todas las naciones del mundo mediante cables que, como vemos, cruzan el océano. Esto es, para que un Estado recupere la capacidad de decisión soberana hace falta algo más que Locke: inversión pública masiva en infraestructuras digitales. Esto se opondría a la decisión del Instituto Nacional de Estadística de comprar datos a Telefónica para tomar decisiones en materia de sanidad, educación, mobilidad e incluso urbanismo para reinvidicar la propiedad colectiva de dichas infraestructuras.

Aunque los gigantes tecnológicos se encuentran lejos de haber suplantado al Estado, sino que difunden una serie de valores y creencias para que este mantenga su legitimidad en un enorme momento de crisis. En otras palabras, el monopolio de la violencia recae en el Estado, quien en lugar de coaccionar a los ciudadanos paga enormes sumas a las empresas tecnológicas para utilizarlas como un poder blando, al menos hasta que llega el momento de dejar ciegos o eunucos a manifestantes. Un ejemplo es Brasil, que ha doblado sus esfuerzos a la hora de privatizar los servicios públicos (como correos) con la cantinela de la digitalización, es decir, ha entregado a empresas tecnológicas funciones propias del Estado. Bajo esta perspectiva, la tecnología solo sirve para asegurar los cimientos de un sistema en crisis. Por supuesto, hay muchas formas de entenderla. Tantas que incluso los capitalistas no se ponen de acuerdo.

El ejemplo habitual es China, donde el Estado mantiene el monopolio de la violencia, pero a diferencia del Estado español en Catalunya, tecnologías de las empresas locales como la inteligencia artificial facilitan a las fuerzas policiales identificar a los manifestantes, reprimir a la población civil e incluso persuadir a muchas personas de salir a la calle mediante la implantación de sistemas de crédito ciudadano. A modo de nota: las protestas en Hong Kong ponen en jaque esta idea, así como la misma fuente de poder del Estado chino.

Nunca escucharemos a Lassalle o a cualquiera de sus epígonos criticar que GitHub (un servicio en propiedad de Microsoft) bloqueara el acceso al repositorio que alojaba la web de Tsunami Democràtic

Por eso, teniendo en cuenta la jurisprudencia que ha sentado la Audiencia Nacional, no nos extrañaría que estos fueran los límites jurídicos que con tanto ahínco trata de imponer Lassalle a los algoritmos. Nunca escucharemos a Lassalle o a cualquiera de sus epígonos criticar que GitHub (un servicio en propiedad de Microsoft) bloqueara el acceso al repositorio que alojaba la web de Tsunami Democràtic. Sin haber recibido petición alguna por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, llevando más allá la decisión del juez de bloquear su dirección web y alegando motivos internacionales, una empresa privada ha adquirido la función de asegurar el orden público sin coste político para el Estado. Este mercado, el de la ciberseguridad, ha comenzado a controlarlo la empresa china Huawei. José María Lassalle se ha mostrado proclive durante su función pública. Como antaño, cualquier cosa basta a los voceros de Locke para defender el triunfo de la burguesía.

Dado que a nuestro intelectual no le preocupa que estos ciberleviatanes tengan contratos con los gobiernos, o que adquieran importantes funciones de los Estados en un momento de austeridad en que requieren de la eficiencia de la tecnología privada para ajustar sus cuentas, tal vez debamos preguntarnos cuál es la batalla de Lassalle. Esta se menciona de pasada en lo que parece presentarse como un evangelio ideológico para el Partido Popular: “No se puede seguir desarrollando un mercado digital si no hay propiedad privada sobre los bienes básicos que fundamental la cadena de valor que concluye con el desarrollo de las aplicaciones y servicios que constituyen la oferta del capitalismo cognitivo”.

Pero si nos fijamos en su tesis, la intención de nuestro “cristiano virtuoso” aparece de manera cristalina. Está promoviendo el miedo a la propiedad privada de los datos por parte de las firmas tecnológicas (Hobbes lo hacía a la muerte violenta) para desarrollar una teoría de la propiedad individual de los datos, a saber, impulsar el mercado gracias a la enorme cantidad de información que emanan de los dispositivos de los individuos. “En la obra de Locke está tanto la semilla de la fundamentación liberal de este derecho como las implicaciones políticas que fueron asociadas a él por parte de una burguesía que convirtió la propiedad en la premisa de la ciudadanía, tal y como el propio Kant defendió al asociar a ella el status de propietario”.

El filósofo de la Ilustración entendía que, para acceder a la esfera pública, el hombre debía tener el carácter de propietario. Como Google y Facebook han “refeudalizado la esfera pública” digital (Habermas, referente de Lassalle, lo expresaría así), en el siglo XXI tan solo debemos retomar al “pequeño propietario frente al abuso de los terratenientes feudales”. Y si Locke se convirtió en “un teórico de la revolución al justificar la rebelión frente a Carlos II por haber subvertido la esencia del gobierno constitucional y violado los fines de este (la preservación de la propiedad y las libertades de los súbditos)”, Lassalle hace lo propio con los gigantes de Silicon Valley. Olvídense de la lucha de clases, los medios de producción o las críticas a la economía política de Marx, “la centralidad de la tierra [una concepción acorde a Adam Smith] gana la partida”. Como Locke, el “instrumento de defensa” es “la propiedad”. Pero no lo olvidemos: esos son sus referentes, no Benjamin o Adorno.

El argumento de Lassalle sobre un nuevo viejo paso del feudalismo al capitalismo trata de omitir el intenso debate que han protagonizado figuras como Robert Brenner o Perry Anderson con el fin de ahorrarse cualquier conclusión distinta a la capitalista. Si la soberanía se parceliza en el sentido de que la autoridad local queda limitada, no solo por la geografía sino por figuras más altas en la jerarquía feudal, la filosofía de este liberal trata de evitar que las tierras comunales (bosques, campos y pastos durante el feudalismo antiguo; datos, en el moderno) permanezcan bajo el control de los campesinos. Al menos esta sería una batalla política legítima para las fuerzas progresistas si fuera cierto eso de que nos encontramos ante un feudalismo digital, pero de manera inteligente Lassalle se encarga de cancelarla de inmediato: “No es cierta la idea de que los datos son un bien común”.

Semejante confusión lleva otro drama aparejado al de combatir a los oponentes políticos a su izquierda o cancelar la lucha para conseguir derechos sociales sobre los datos: comprar el relato de los que se encuentran a su derecha. Quizá Lassalle desconozca que la propiedad privada de los datos por parte de los individuos no solo ha sido reivindicada por la élites de Davos, sino también por los promotores intelectuales de la derecha radical americana. Sin ir más lejos, Steve Bannon se la apropió hace un año y medio en un evento organizado por el Financial Times.

Esta perspectiva, que como hemos descrito se mueve entre Mises, Schmitt y Hobbes, también ha sido fuente de inspiración de la corriente filosófica fascista llamada Dark Enlightenment a la hora de plantear su lucha contra Silicon Valley. “Para los neoreaccionarios incondicionales, la democracia no se encuentra simplemente condenada, sino que está condenada en sí misma... La corriente subterránea que impulsa tal antipolítica es reconociblemente hobbesiana, una iluminación oscura coherente, desprovista desde el comienzo de cualquier entusiasmo rousauauista por la expresión popular”.

Brevemente, las concepciones burguesas de la soberanía y del individuo que tienen los liberales y los fascistas (o populistas) convergen en un mismo horizonte: “La sociedad de derecho privado”. Esto es, la propiedad privada de los datos sin que ninguna fuente de poder colectivo pueda adquirir cierta soberanía sobre el individuo. Ello es más fácil de comprender recordando dos lecciones procedentes de Dardot y Laval: el neoliberalismo consta de una serie de discursos, prácticas y aparatos que determinan un modelo de gobierno sobre los seres humanos, el cual se rige exclusivamente por la competencia; en este modelo, la propiedad privada está implícita.

En relación a lo primero, tratando de elevar “una defensa de los gobiernos honrados”, Lassalle reclama en su tesis sobre Locke la “soberanía titulada... por una minoría de hombros selectos, de gentlemen cuya excelencia descansa en una superioridad epistemológica y moral”. Este argumento cae por su propio peso: Lassalle es el único cargo europeo en materia de economía digital que se ha visto forzado a aparcar sus planes sobre inteligencia artificial en España porque el Presidente del Gobierno en el que servía ha sido expulsado debido a una moción de censura por corrupción.

Vayamos a la segunda cuestión, pues resulta aún más interesante desde la perspectiva de Locke. Antes de comenzar una larga disquisición epistemológica sobre las ideas lockeanas del trabajo, Lassalle nos adelanta que el “hombre es propiedad de dios” y que “forma parte del plan universal que su creador ha instituido mediante el gobierno de la ley natural”. De este modo se domina el hombre a sí mismo, parece decirnos, convirtiéndose en una forma de capital, destinando sus capacidades mentales y físicas a producir beneficios.

Esta idea de mercantilizar el trabajo es la que se deriva de las retahíla de páginas que Lassalle dedica en su manuscrito doctoral a explicar los tipos de trabajo intelectual que adopta el hombre, deteniéndose incluso en detallados argumentos como el “esfuerzo de la mente”. Estamos ante un movimiento similar al de ley de Mecenazgo, pero expandiendo el mercado y sus lógicas hacia todas las áreas de la vida, no sólo a la cultura, gracias a la propiedad individual de los datos.

Sobre el pensamiento de Lassalle solo nos queda ya acercarnos a estudios recientes que han criticado estos argumentos por servir como subterfugio para personalizar la ley y el capital en el ser humano. “Naturaliza la propiedad privada inscribiéndola en la naturaleza misma que ha creado el mundo, considerando a dios como su propietario último… otorga a cada individuo una esfera de no interferencia respecto a otro, una esfera que Locke llama propiedad en la persona”. El hermoso cometido intelectual liberal que logra es bloquear las luchas por los derechos colectivos sobre la propiedad de los datos, pero también servir al oscuro triunfo de los partidos fascistas, o del “fascismo posmoderno”. En ambos casos solo existe la propiedad individual, pues esta es la única condición necesaria para asegurar la libertad del ser humano.

En un movimiento intelectual extremadamente curioso, Lassalle nos presenta a los gigantes tecnológicos como una suerte de dioses con el fin de sentar una realidad normativa donde la propiedad privada se convierta en una realidad social

Locke apeló a Dios para decantar los debates de Putney Church en favor de la propiedad privada. Por su lado, Hayek continuó con la defensa de las estructuras de poder existentes mediante la secularización de dicha figura. En lugar de a dios colocó la eficiencia de los mercados; su racionalidad, una corte de justicia más elevada que la confesión. En un movimiento intelectual extremadamente curioso, aunque sea por utilizar a Benjamin para ello, Lassalle nos presenta a los gigantes tecnológicos como una suerte de dioses con el fin de sentar una realidad normativa donde la propiedad privada se convierta en una realidad social. “Un derecho que, además de identificar lo tuyo de lo mío, vincule indisolublemente el derecho a la monetización de los productos y servicios de las aplicaciones con la privacidad de los datos”.

José María Lassalle llega al final de su libro de este modo. En ningún momento existe una sola reflexión sobre lo que supone mercantilizar tantas áreas de la vida de una persona como datos sobre sus actividades en el mercado existan. Tampoco se detiene en las consecuencias corrosivas que tendría extender la forma mercancía a cada interacción del sujeto en una sociedad donde no existe ninguna alternativa social. Su humanismo solo sirve como excusa para imponer al individuo egoísta por encima de una sociedad solidaria. Este planteamiento ignora la propiedad colectiva de los datos para abrazar el beneficio derivado de su explotación comercial.

No es objeto de esta crítica establecer cuál es el horizonte al que nos llevaría semejante ideología. Dado que ni siquiera el autor ha sido capaz de desplegarla como proyecto político, no seremos nosotros quienes hagamos el trabajo de pensar en distopías capitalistas. Vayamos más allá de un Black Mirror liberal, pues toda una serie de alternativas no capitalistas que coloquen a la tecnología en dirección de la liberación humana aún está por construir. Mismamente, hace unos días, Alain Supiot publicaba un libro llamado Le travail n'est pas une marchandise (El trabajo no es una mercancía) en el que proponía un horizonte para el trabajo del siglo XXI emancipado del reinado exclusivo de la mercancía. Invirtamos nuestra inteligencia en dicha hazaña, por mucho que unos cuantos conservadores vestidos de intelectuales traten de embriagar a nuestra generación con su pesimismo.

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