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Sidecar
Persona grata
Así que por fin el viejo cabronazo ha muerto.
Consejero de Jared Kushner, miembro del consejo de administración de Theranos, coautor de The Age of AI: And Our Human Future (2021) junto con el exdirector ejecutivo de Google Eric Schmidt, publicista de oro y adalid de The Economist en la televisión estadounidense, productor en masa de prosa autolaudatoria, cazatalentos ejecutivo para cubrir puestos en las distintas operaciones estadounidenses de ocupación en Oriente Próximo, glorificado operador comunicativo entre Washington y Pekín: la industria del interminable crepúsculo de Henry Kissinger sólo fue igualada por su chabacanería. En esto, como en muchas otras cosas, era un típico producto de su país que pasaba desapercibido.
La presunción que presidió la carrera de Kissinger fue que él estaba planteando necesidades geopolíticas a un país enamorado de su propia inocencia y obstaculizado por su propio idealismo
La idea de que la complicidad de Kissinger en la perpetración de innumerables masacres perpetradas en la circunferencia que corre de Pakistán Oriental a Timor Oriental ha supuesto un salto cualitativo en los anales de la atrocidad estadounidense le convierte en una figura excesivamente conveniente tanto para sus apologistas como para sus detractores, lo cual le eleva al estatus (largamente buscado por él mismo) de mente decisiva de la política exterior de Estados Unidos durante el periodo de posguerra, al tiempo que proporciona a sus defensores más astutos un edificio de infamia casi demasiado sobreabundante como para ser demolido. ¿Era tan inesperado que el país que había bombardeado a civiles japoneses para conseguir que Tokio se sentara a la mesa de negociaciones también bombardeara a civiles camboyanos para conseguir que Hanoi hiciera lo propio? ¿Constituyó el apoyo a la masacre de los timorenses una continuación insólita del apoyo prestado al asesinato masivo de los «comunistas» indonesios? ¿Resultaba tan sorprendente que la clase política que había instalado al Sah en Persia también facilitara el camino a Pinochet? ¿Era el historial del doctor Kissinger en Oriente Próximo realmente peor que el de su vieja némesis, el doctor Brzezinski? Quizá haya que buscar en otra parte lo que hace de este hombre un caso aparte.
La presunción que presidió la carrera de Kissinger fue que él estaba planteando necesidades geopolíticas (nunca le gustó el término «realismo») a un país enamorado de su propia inocencia y obstaculizado por su propio idealismo. («El idealismo estadounidense [...] se había derrotado a sí mismo con sus propias armas» es el sentimiento que se repite ad infinitum en sus libros y memorias). Las paradojas aquí eran múltiples. La primera de ellas era que el país liderado por estadistas inclementes, de Teddy Roosevelt a Dean Acheson pasando Richard Nixon, estaba de alguna manera encandilado por idealistas pusilánimes que necesitaban una buena dosis de realpolitik alemana, como si la clase dominante estadounidense no se hubiera comportado siempre de un modo perfectamente despiadado en la prosecución de sus intereses. De hecho, era muy admirada por ello en el supuesto núcleo «realista». Nosotros, los alemanes, escribimos grandes volúmenes sobre realpolitik, pero no la entendemos mejor de lo que la entiende un niño de corta edad», recordaba haberle respondido un profesor berlinés durante la Primera Guerra Mundial a Walter Weyl, editor de The New Republic, mientras que «ustedes, los estadounidenses, la entienden demasiado bien como para hablar sobre ella». «Como alemán que comenta el imperialismo estadounidense –dijo Carl Schmitt en una ocasión– sólo puedo sentirme como un mendigo en harapos hablando de las riquezas y tesoros de los extranjeros». O como Baudrillard afirmó refiriéndose a la french theory: la realpolitik alemana era como la Estatua de la Libertad, esto es, un regalo del Viejo Continente que los estadounidenses ni querían ni necesitaban.
Kissinger descubrió antes que la mayoría de sus colegas que la celebridad es la baza definitiva en la vida estadounidense
La segunda paradoja es que el propio Kissinger nunca fue realmente un «realista»; al menos no en el sentido de un John Mearsheimer o de un Hans Morgenthau. Desde el principio creyó que Estados Unidos sólo podría triunfar si mantenía un compromiso máximo con su propia ideología misionera. «Una sociedad capitalista o, lo que es más interesante para mí, una sociedad libre, es un fenómeno más revolucionario que el socialismo del siglo XIX», dijo Kissinger en 1958. «Creo que deberíamos pasar a la ofensiva espiritual». Incluso cuando operaba bajo una apariencia realista, muchos de sus juicios parecen haberse basado en una drástica sobreestimación del poder comunista, claramente plasmada en su teoría de la «vinculación». Había que dar una lección a los vietnamitas para que a Castro no se le ocurriera idea alguna. Había que instalar a Pinochet en el poder para meter miedo a los comunistas italianos. Era una imagen del mundo en la que cada acción estaba intensamente conectada a otra. Incluso su cacareada comprensión de China estaba llena de evaluaciones extrañas, como cuando afirmó que este país había obrado correctamente cuando Deng Xiaoping desperdició la vida de 40.000 soldados chinos en su aventura contra Vietnam, porque, después de todo, ello evitó que el imperio soviético se extendiera hasta Phnom Penh y Bangkok.
Kissinger descubrió antes que la mayoría de sus colegas que la celebridad es la baza definitiva en la vida estadounidense. Su estatura le permitía en ocasiones hablar con menos eufemismos que el resto del establishment. En lugar de negar simplemente el bombardeo ilegal de Camboya, Kissinger expuso con absoluta frialdad su justificación como un ajuste de cuentas por el uso del país por parte de Hanoi para organizar sus rutas de aprovisionamiento, al tiempo que afirmó que ello había acelerado el proceso de paz. Lo que Kissinger más admiraba de la diplomacia era la arremetida inesperada. Tal vez su estratagema favorita de la historia de la diplomacia europea fueran las negociaciones matrimoniales de Bismarck, a quien Kissinger admiraba mucho más que a Metternich, por la mano de Johanna von Puttkamer. Enfrentándose a un posible suegro pietista, que no veía con buenos ojos al joven disoluto, Bismarck se apoderó de Johanna delante de su padre y le plantó un beso, convirtiendo sus nupcias en un hecho consumado.
«Probablemente hablo más con Henry Kissinger que con cualquier otra persona», dijo Dick Cheney en el momento álgido de la segunda invasión de Iraq
Sin embargo, a pesar de todos los movimientos sorpresivos que Kissinger protagonizaría a lo largo de su propia carrera (el «enroque» de China y la Unión Soviética fue idea de Nixon), era más notable por su absoluto convencionalismo en prácticamente todas las cuestiones relacionadas con la política exterior. Nunca logró perfilarse de un modo similar a como lo hizo una figura como Kennan. Su método característico consistía en encontrar razones ocultas para explicar o justificar lo que el Estado ya estaba haciendo: Bosnia; la guerra de Iraq (desencadenada por la violación de la zona de exclusión aérea por parte de Sadam Husein y por no la existencia armas de destrucción masiva); a principios de este año, en un giro típico, incluso apoyó la entrada de Ucrania en la OTAN. A cambio, ha sido persona grata en todos y cada uno de los gobiernos estadounidenses. «Se ponía en contacto conmigo con regularidad, compartiendo astutas observaciones sobre líderes extranjeros y enviándome informes escritos de sus viajes», señaló Hillary Clinton sobre su etapa como secretaria de Estado. «Probablemente hablo más con Henry Kissinger que con cualquier otra persona», dijo Dick Cheney en el momento álgido de la segunda invasión de Iraq. «Hemos sido amigos durante mucho tiempo […]. Es un hombre por el que siento un gran, un enorme respeto», dijo el presidente Trump, ciñéndose al guion. (En un raro contramovimiento, las palabras de condolencia de Biden a la familia de Kissinger se leyeron en la jerga de los círculos de poder de Washington como una muestra de desprecio).
En la galería de los corifeos de la Guerra Fría, uno de los rasgos que diferenciaba a Kissinger era su actitud hacia el Tercer Mundo, al que llegó a considerar una amenaza mayor para Estados Unidos que la Unión Soviética. Kissinger se sentía cómodo instalado en la rivalidad entre las dos potencias –todos esos agradables almuerzos a lo largo de los años con Dobrynin, el longevo embajador soviético en Washington (1962-1986)–, pero la perspectiva de que las naciones del Sur utilizaran la riqueza petrolera para modernizarse y desafiar el orden liderado por Estados Unidos le resultaba intolerable. De ahí las innumerables fotos de Kissinger charlando con personajes como Suharto y Mobutu y de ahí las molestias que se tomaba por mantenerse en contacto con expertos en los procesos de descolonización, como sucedió con su antiguo colega de Harvard Rupert Emerson. A mediados de la década de 1970, Kissinger comenzó a implicarse en la actividad ideológica pública para contrarrestar la retórica del Nuevo Orden Económico Internacional, así como en la actividad logística privada conducente a la recanalización de los ingresos petroleros de la OPEP hacia Wall Street para que estos no se invirtieran en posibles proyectos nacionales de desarrollo, opción que se considero preferible a encontrar una u otra excusa para emprender acciones militares contra determinados países de la OPEP, posibilidad que Nixon y Kissinger también llegaron a barajar.
¿Cómo se convirtió Kissinger en un agujero negro historiográfico tan codiciado capaz de atraer la atención de historiadores, periodistas y críticos de la política exterior estadounidense procedentes de las más variadas extracciones, que optaron por concentrar su atención en una sola y única figura? Una de las razones es que Kissinger fue uno de los primeros productos de la academia meritocrática estadounidense de posguerra en ascender a tales alturas. La irritante desazón que sentían sus colegas académicos al ver a uno de los suyos acumular semejante poder le convirtió en un especial objeto negativo de su fascinación, impulsada por la inconfundible envidia hacia un hombre entre cuyas decisiones más importantes ya no se contaba la de conceder o no la titularidad a un miembro junior de la correspondiente facultad universitaria. El resultado fue un aprecio mutuo a cuyo tenor los historiadores académicos encumbraron a Kissinger, mientras él los encomiaba a su vez (en las cintas de Nixon-Kissinger es habitual pasar de hablar de los objetivos de los bombardeos vietnamitas a quejarse de «los profesores»). En Niall Ferguson, Kissinger seleccionó astutamente a un defensor que le defendería en cualquier situación o asunto (ya en su primer volumen Ferguson ha argumentado, no implausiblemente, que la sustancia de los informes remitidos por Kissinger al equipo de Nixon desde las conversaciones de paz de París podría haber sido deducida por cualquier lector atento de periódicos).
Sin embargo, más importante que la lógica de la academia era la comprensión por parte de Kissinger de los puntos débiles de la profesión periodística estadounidense. Un maestro en halagar a los periodistas, o en aburrirlos cuando era necesario, estaba en su elemento cuando los demás se encontraban más desprevenidos: en la entrevista improvisada, en el bombardeo de preguntas en el podio. En una de las épocas en que los intelectuales eran celebridades en Estados Unidos, y a lomos del aparato estatal de Kennedy repleto de ellos, Kissinger proyectaba un cerebro gigantesco aderezado con un don de la oportunidad cómico, el Strangelove de Peter Sellers encarnado de forma insólita y encantadora. Kissinger contaba también con toda una panoplia de gestos de autocrítica. Como le gustaba decir, siempre intentaba «organizar una respuesta evasiva». En este ámbito había aprendido más de Kennedy que de Nixon: nunca dejes que la prensa olvide que eres uno de los suyos. Se puede sentir el chasquido de la connivencia en las risas de fondo que acompañaba a sus chistes. Al dar la bienvenida a diplomáticos extranjeros, solía decir: «No me había enfrentado a un público tan distinguido desde que cené solo en el Salón de los Espejos de Versalles». Puede que pase algún tiempo antes de que Kissinger apreciado en su justa medida: un estudioso inusualmente bueno de los estados de ánimo de la élite de su país y un fiel servidor de sus intereses.