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Jean-Marie Straub, sensualista rural

Una cosa que Godard y Straub-Huillet tenían y tienen en común es que nadie sabe muy bien qué hacer con su obra.
Jean-Marie Straub y Danièle Huillet
Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, foto de Catherine Faux
14 dic 2022 06:34

Decir que conocí igual de bien a Jean-Marie Straub (1933-2022) y a Jean-Luc Godard (1930-2022) es otra forma de decir que conocí a ambos igual de mal. Sin embargo, sé que murieron con sesenta días de diferencia en el mismo pueblo suizo (Rolle), cerca de donde Godard pasó gran parte de su infancia y más tarde rodó algunos de sus mejores (Nouvelle Vague, Rey Lear) y peores (For Ever Mozart) trabajos, una zona que nunca he visitado. Straub nació en Metz, pequeña ciudad francesa que tampoco conozco, que perteneció a Alemania antes de la Gran Guerra y que luego fue recuperada por Francia tras la Segunda Guerra Mundial, lo cual le confiere una especie de nacionalidad dividida, como la de Godard, que aunque nació en París, era suizo-francés, hallándose a caballo entre esta otra especie de división.

Entre 1963 y 2006 Straub formó parte de un equipo cinematográfico bicéfalo, que trabajaba a cuatro manos y cuya sede se encontró sucesivamente en París, Múnich y cerca de Roma, del que formaba parte Danièle Huillet, su esposa francesa, que era el miembro dotado de más sentido práctico de la pareja y que sólo obtuvo pleno crédito como coautora aproximadamente una década después de que empezaran a trabajar juntos, atributo que luego conservó hasta el momento de su prematura muerte acaecida en 2006. En 2011 Barbara Ulrich, de nacionalidad suiza, se convirtió en la productora, socia, actriz ocasional y gerente de Straub, lo cual muy probablemente propició su traslado a Rolle.

Una de las razones por las que Godard y Straub resultaban indigestos para los anglo-estadounidenses era que ambos habían crecido en el seno de la cultura francesa para la cual el arte de vanguardia y el entretenimiento convencional no se excluían mutuamente, como habían demostrado ampliamente las carreras de René Clair, Jean Cocteau y Marcel L'Herbier. Además, el hecho de que estos dos fumadores empedernidos pertenecieran al grupo de los Cahiers du cinéma (Straub ocupaba el lugar de miembro junior, como Luc Moullet), que abrazaba el populismo de Hollywood pero rehuía el elitismo vanguardista, significaba que sus propias prácticas vanguardistas, incluida la reticencia o la incapacidad para contar historias, se expresaban en términos convencionales incluso cuando confundían los protocolos de edición convencionales.

Godard había colaborado de forma anónima en la financiación del primer largometraje de Straub, Chronik der Anna Magdalena Bach (1968), y tanto política como estéticamente, siguieron siendo compañeros de armas durante más de medio siglo, convirtiéndose en los dos pilares más imponentes del movimiento moderno cinematográfico en Europa Occidental especialmente en lo que se refiere a su forcejeo con los textos, su amor por el sonido directo, su preocupación por la historia y sus agudos reflejos críticos.

Conocí a cada uno de ellos fugazmente. Entrevisté a Godard en 1980 y 1996 y comisarié la primera retrospectiva Straub-Huillet (complementada con una docena de películas de otros directores que ellos consideraban ejemplares) celebrada en Estados Unidos en 1982, que contó con un catálogo que se benefició de sus aportaciones. En la Viennale de 2004, donde presentaban una retrospectiva de John Ford, cené con ellos dos y (de forma bastante incómoda) con un colega con quien no me no hablaba, un crítico que, a diferencia de mí, hablaba italiano con fluidez; el hecho de que no se dieran cuenta de la incompatibilidad e incomodidad de sus dos invitados era característico tanto de su mentalidad única como de su torpeza social. (Una amiga inglesa describió una vez los problemas que tuvo al hacerles un regalo, que no supieron cómo recibir).

La inmerecida marginalidad de Straub deriva en parte de la forma en que tendemos a considerar a la gente del campo, especialmente cuando hacen gala de la libertad desenfrenada de los artistas de vanguardia

Otra cosa que Godard y Straub-Huillet tenían y tienen en común es que nadie sabe muy bien qué hacer con su obra. En el caso de la recepción de Straub-Huillet en el Reino Unido, la revista Screen parecía sentirse mucho más cómoda imprimiendo sus guiones que explicando por qué era importante hacerlo. En cuanto a su recepción en Estados Unidos, el silencio y/o la incomprensión anteriores a 1982 fueron tales que me impulsaron a convertir el catálogo en una airada polémica. El propio Jean-Marie estaba furioso porque Vincent Canby, crítico de The New York Times, había reseñado su Moisés y Aarón como Aarón y Moisés, y parecía igualmente irritado cuando otro crítico añadió el artículo «la» antes de Chronik der Anna Magdalena Bach (error compartido por Wikipedia y muchas otras fuentes), lo cual daba a entender que Straub-Huillet habían adaptado un documento ya existente en lugar de creado uno de su propia invención. (El reciente obituario de Straub publicado en The New York Times no es menos desconcertante al sostener que el largo subtítulo de su Othon –Les yeux ne veulent pas en tout temps se fermer, ou peut-être qu'un jour Rome se permettra de choisir à son tour– se ofreció en inglés y que a Straub-Huillet no les importaba en absoluto que la gente abandonara sus películas). En cuanto a Godard, incluso en esta revista, Fredric Jameson se preguntaba recientemente «qué íbamos a hacer con las últimas obras del periodo “humanista”, de dónde venían, y si significaban un declive de su calidad o una auténtica renovación».

La diferencia más significativa entre estas figuras, al menos en mi opinión, es que Godard era un urbanita y Straub era un patán, un pueblerino, y con ello me refiero existencialmente, si no literalmente. En ambos casos tanto para bien como para mal. Ello se aplicaba tanto a sus respectivas habilidades sociales como (especialmente en el caso de Straub) a su falta de las mismas, que paradójicamente parecía igual de evidente. Ambos eran esnobs y populistas, irritantes y tradicionalistas. Cada uno reinventó el medio para sus propios fines, como hicieron Alexander Dovzhenko, Federico Fellini, Jia Zhangke (otros tres inspirados directores rústicos de epopeyas innovadoras) y, de hecho, William Faulkner (que reinventó la novela de modos comparativamente épicos e innovadores).

La inmerecida marginalidad de Straub deriva en parte de la forma en que tendemos a considerar a la gente del campo, especialmente cuando hacen gala de la libertad desenfrenada de los artistas de vanguardia. Muchos de nosotros adoptamos inconscientemente el prejuicio alimentado en la ciudad de que el arte innovador pertenece al público urbano y depende de alguna forma de inteligencia característica de las ciudades, mostrándonos reacios a creer que también pueda venir de los pueblerinos. El hecho de que estos artistas parezcan reinventar sus propias formas artísticas puede llevarnos a pensar que de algún modo llegaron a sus descubrimientos por instinto bruto y no por estudio o intelecto, pero esto significa pasar por alto que Faulkner leyó a Joyce y Dovzhenko conoció el arte moderno en Varsovia, Berlín y Odessa. Straub y Huillet estudiaron tanto los temas de sus películas (música de Bach y Schönberg, textos de Böll, Brecht, Corneille, Duras, Hölderlin, Kafka, Mallarmé, Montagne, Pavese y Vittorini, y pinturas de Cézanne, entre muchos otros), como las películas de Bresson, Buñuel, Chaplin, Dreyer, Ford, Hawks, Lubitsch, Renoir y Tati, sus maestros.

Las formas en que acomodaron sus temas a estos maestros son en algunos casos bastante fáciles de detectar, como sucede con las huellas de Bresson y Dreyer en los estilos interpretativos de las películas de Straub-Huillet (especialmente las primeras); no tanto en el caso de sus modelos comerciales de Hollywood y Francia (Ford, Hawks, Lubitsch, Renoir) y cómicos-independientes (Chaplin y Tati). Pero la impronta de estos y otros héroes populistas siguió estando presente, sin embargo, en el vocabulario crítico de Straub y en la concepción de su arte. En la extraordinaria obra de Pedro Costa ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? (2001), descrita acertadamente como una comedia romántica sobre Straub-Huillet, la cual muestra a Huillet montando meticulosamente una de las múltiples versiones de su película de 1999 Sicilia!, mientras Straub aconseja, parlotea, pasea, fuma y pontifica, este último identifica a Chaplin, de entre todas los individuos, como el mejor de todos los montadores de cine (un argumento que ha expuesto a menudo en otros lugares), porque sabía con precisión cuándo empezaba y terminaba un gesto. En un documental anterior de Harun Farocki, vemos a Straub sugerir a un actor alemán al que dirige en Klassenverhältnisse (1984), que pronuncie una frase de Kafka como Ricky Nelson lo hace en Río Bravo, de Hawks. (Desafiando la noción de que las obras de arte tienen que ser singulares, Straub-Huillet montaban a veces varias versiones distintas de sus películas, utilizando diferentes tomas de planos para que, por ejemplo, el sonido del canto de un gallo fuera de pantalla pudiera oírse en la versión subtitulada en alemán, pero no en la subtitulada en inglés).

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La aparente incongruencia de hacer coincidir una visión radical con un producto convencional también propone el cine como un forcejeo o un malabarismo con un texto (escrito, compuesto, pintado o filmado) para acercarse a la historia, otro rasgo que Straub compartía con Godard. Esto, a su vez, redefine la voluntad política y la realidad como cosas sobre las que Chaplin, Dreyer, Ford, Griffith, Hawks, Lubitsch, Mizoguchi, Renoir, Stroheim y Tati pueden enseñarnos lecciones importantes. Esta perspectiva se puso especialmente de manifiesto cuando dirigí un cuestionario planteado a Jean-Marie y Danièle en Nueva York y asistí a su larga sesión de debate con algunos estudiantes de arte sobre por qué Ford era más correcto dialécticamente que Eisenstein, lo cual dejó a muchos de los chicos boquiabiertos. La retórica de Straub, a menudo incendiaria, tendía a ser izquierdista y/o anarquista, pero los sentimientos subyacentes solían estar relacionados con los himnos conservadores a la preservación del statu quo, como Río Bravo, hábilmente hilvanados por narradores que sentaban conclusiones a menudo agridulces sobre la defensa de la ley y la sumisión a las convenciones hogareñas. De hecho, el intenso amor que Straub sentía por el mundo material sugería una especie de conservadurismo que complicaba, si no socavaba, su marxismo.

En la época en que Straub-Huillet se convirtieron en paisajistas durante las décadas de 1970 y 1980 —periodo iniciado verosímilmente con Moses und Aron (1975) y Fortini/Cani (1976) y llevada a su paroxismo con obras maestras como Trop tot/trop tard (1982) y Operai, contadini (2001)— la sensualidad de los lugares y las personas, de los animales, los insectos y la vegetación se convirtió en un elemento más central de su arte, aun cuando los textos que elegían seguían contribuyendo a generarla. (A pesar del poder intermitente de sus imágenes, es el sonido del alemán hablado lo que constituye la mayor parte de la belleza de Der Tod des Empedokles). Costa me contó que una vez Straub-Huillet dedicaron su tiempo libre a traducir algunas obras de Shakespeare al italiano, no porque quisieran filmar los resultados, sino simplemente porque las traducciones existentes les parecían «una mierda». Esta pasión por la exactitud, que afloraba mientras luchaban con los textos y que valoraba al mismo tiempo la resistencia que estos les oponían, así como sus predilecciones, les llevó también a insertar fondos en negro para representar cortes textuales en su Einleitung zu Arnold Schönbergs Begleitmusik zu einer Lichtspielscene (1973). Pero en cuanto a lo que hacían con los paisajes, quizá Huillet, en una carta sobre Trop tot/trop tard dirigida a Andi Engel, cofundador de la productora y distribuidora británica Artificial Eye, haya descrito su arte mejor que cualquiera de sus críticos más exigentes, como Gilberto Pérez y Barton Byg:

Lo que se cuenta: luchas, revueltas, derrotas, retrasos y anticipaciones, estadísticas; lo que se representa: historia, topografía, geografía, geología, luz, luces, viento y nubes, tierra (trabajada y transformada por los hombres), huellas —borradas o aún visibles— y cielo (mucho cielo); intentamos encontrar la perspectiva justa (la única), la altura justa, las proporciones justas entre la tierra y el cielo, para poder hacer panorámicas sin tener que cambiar la línea del horizonte, incluso a 360 grados.

A diferencia de Godard, que tenía habilidades sociales incluso a la hora de informar a su público de que quería que le dejaran en paz, Straub tendía a crear escándalos y malentendidos innecesarios allá donde iba. A pesar de toda su sinceridad, la airada bravuconería de su retórica política, que le inspiró a anunciar in absentia en Venecia en 2006 (donde recibía un premio a toda su carrera), citando a Franco Fortini, que mientras existiera el capitalismo imperialista estadounidense, nunca habría suficientes terroristas en el mundo, parecía impulsada por el nerviosismo y una torpe timidez, que aparentemente le llevaban a pasar por alto el terrorismo del capitalismo imperialista estadounidense. Era el mismo provincianismo que, según se dice, le llevó a rechazar una retrospectiva canadiense, porque «no se puede confiar en la copia de los estadounidenses» e hizo que él y Huillet titularan uno de sus primeros vídeos Europa 2005 - 27 octobre (2006), como si supusieran que la totalidad de su audiencia ya conociera la noticia de los adolescentes franceses electrocutados. Pero también se trataba de un tierno provincianismo, cuya inocencia producía el esplendor y las maravillas de trabajadores y campesinos en un bosque vibrante y atareadísimo explicando cómo hacer ricotta. Si esto suena a hipérbole, Straub hizo contagiosa la propia práctica de escupir y difundir esa hipérbole y, como sucede con Godard, seguiremos celebrándole no sólo por lo que produjo, sino también por lo que inspiró en algunos de sus discípulos y comentaristas.

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Artículo original: Rural sensualist, publicado por Sidecar, el blog de la New Left Review y traducido con permiso por El Salto. Véase Jonathan Rosenbaum, «La imagen perdida», NLR 34.
Archivado en: Cine Pensamiento Arte Sidecar
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