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Estrategias de negación: Bidenomics, geopolítica, guerra

Contemplada desde los pasillos del poder, la orientación antichina de la política industrial estadounidense no es un subproducto desafortunado de la «transición» verde, sino su propósito motivador.
El Oeste de Estados Unidos
El desierto de Sonora, al norte de México. Álvaro Minguito
21 jun 2023 05:37

Se ha producido un animado debate en la izquierda estadounidense sobre la estrategia industrial seguida por el gobierno de Joe Biden. La discusión se ha centrado en torno a las perspectivas abiertas por el estímulo masivo decidido por este, que asciende aproximadamente a 4 billones de dólares, si sumamos las iniciativas contempladas en el paquete legislativo constituido por la American Rescue Plan Act (2021), la Infrastructure Investment and Jobs Act (2021), la Inflation Reduction Act (2022) y la CHIPS and Science Act  (2022), legislación que toma en consideración desde la formación de «tecnócratas progresistas» para modernizar los edificios hasta la viabilidad de la «descarbonización» dirigida por el Estado capitalista en un entorno de exceso de capacidad mundial y ralentización del crecimiento económico.

Hasta ahora las evaluaciones han sido heterogéneas, diferenciando «lo bueno, lo malo y lo feo», si bien se ha puesto de relieve especialmente el primer aspecto de este paquete legislativo. Si el estímulo del empleo y las realización de infraestructuras «verdes» prometidas por la Inflation Reduction Act no pueden dejarse de lado, tampoco pueden eludirse sus deficiencias manifestadas en la falta de financiación para la vivienda y el transporte públicos, en la presencia de normas reguladoras castradas en el ámbito del sector eléctrico o en la posibilidad de firmar acuerdos de arrendamiento, que otorgan a los productores de petróleo y gas acceso al dominio público. «La Inflation Reduction Act –afirmaba una evaluación característica aparecida en Jacobin– es a la vez un regalo enorme para el sector de los combustibles fósiles, una inversión de dimensiones históricas pero inadecuada en energías limpias y nuestra más prometedora esperanza para evitar la catástrofe planetaria».

En otras palabras, la crítica de la izquierda ha consistido básicamente en afirmar que se trata de una «buena legislación, que no es, sin embargo, lo suficientemente ambiciosa». Esta discusión ha prescindido casi totalmente de la lógica geoestratégica que impulsa este enorme plan de inversión nacional, que deslocaliza la producción en el interior del territorio continental estadounidense, protege las minas de litio y patrocina la construcción de fábricas de microchips al hilo de una tentativa militarizada de mantener la situación de superioridad sobre China.

Contemplada desde los pasillos del poder, la orientación antichina de la política industrial estadounidense no es un subproducto desafortunado de la «transición» verde, sino su propósito motivador. Para sus diseñadores, la lógica que rige la nueva era de gasto en infraestructuras es fundamentalmente geopolítica; su precedente hay que buscarlo no en el New Deal, sino en el keynesianismo militar de la Guerra Fría, contemplado desde el punto de vista de los «sabios», que lo llevaron a cabo como una de las condiciones necesarias para la victoria en la lucha de Estados Unidos contra la Unión Soviética.

Hoy, como después de 1945, los responsables políticos se encuentran ante un «punto de inflexión». «La historia –escribió el futuro consejero de Seguridad Nacional Jake Sullivan durante la campaña presidencial de 2020– vuelve a llamar a la puerta»:

La creciente competencia con China y los cambios en el orden político y económico internacional que ello trae aparejado deberían provocar un instinto similar en el actual establishment de la política exterior estadounidense. Los expertos en seguridad nacional deben ir más allá de la filosofía económica neoliberal imperante durante los últimos cuarenta años [...]. La comunidad que se ocupa de la seguridad nacional estadounidense está empezando a insistir, con razón, en las inversiones en infraestructuras, en tecnología, en innovación y en educación, las cuales determinarán la competitividad a largo plazo de Estados Unidos frente a China.

Este planteamiento ha sido prolijamente detallado en un informe de la Fundación Carnegie confeccionado por Sullivan y una camarilla de diversos asesores de Biden titulado Making U.S. Foreign Policy Work Better for the Middle Class en el que se procede a la demolición de las distinciones artificiales vigentes hoy entre seguridad nacional y planificación económica. Las esperanzas de que el doux commerce [dulce comercio] globalizado pudiera inducir permanentemente a otras potencias a aceptar la hegemonía estadounidense habían sido defraudadas. Se imponía otro planteamiento. «Ya no existe una línea clara entre la política exterior y la doméstica», declaró Biden en su discurso inaugural sobre política exterior. «Cada iniciativa que acometamos en nuestro comportamiento en el exterior, debemos tomarla teniendo en mente a las familias trabajadoras estadounidenses». La victoria de Trump, forjada en el corazón desindustrializado de la crisis de los opioides y de la «carnicería estadounidense», había sacudido al establishment demócrata. Lo que es bueno para Goldman Sachs ya no era, al parecer, necesariamente bueno para Estados Unidos.

La competencia, añadió Blinken, no tiene por qué implicar conflicto. Pero la Casa Blanca, tras identificar a China como un «desafío que impone un cambio de ritmo», no rehuiría la posibilidad de la guerra

La motivación global de esta ruptura con la ortodoxia no encierra misterio alguno. China, como recalcó machaconamente el secretario de Estado Antony Blinken en mayo de 2022, «es el único país que tiene la intención de remodelar el orden internacional y que dispone cada vez más del poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo». Peor aún, «la visión de Pekín nos alejaría de los valores universales que han sustentado gran parte del progreso del mundo durante los últimos setenta y cinco años». Afortunadamente, sin embargo, el garante de dichos valores está preparado para reaccionar. «El gobierno de Biden está realizando inversiones a gran escala en las principales fuentes de nuestra fuerza nacional, comenzando por la implementación de una estrategia industrial moderna concebida para mantener e incrementar nuestra influencia económica y tecnológica, para dotar de mayor resistencia a nuestra economía y a nuestras cadenas de suministros y para intensificar nuestra ventaja competitiva». La competencia, añadió Blinken, no tiene por qué implicar conflicto. Pero la Casa Blanca, tras identificar a China como un «desafío que impone un cambio de ritmo», no rehuiría la posibilidad de la guerra, lo cual ha propiciado el «abandono de nuestras inversiones militares en plataformas que fueron diseñadas para los conflictos característicos del siglo XX y la transición a sistemas asimétricos de mayor alcance, más difíciles de localizar y más fáciles de mover».

Tres meses después, la aprobación de la Inflation Reduction Act y de la CHIPS and Science Act  respectivamente en agosto y septiembre y de 2022 concretizó la «profunda integración de la política doméstica y de la política exterior estadounidense». Las restricciones impuestas a la exportación a China de componentes cruciales de inteligencia artificial y de semiconductores, anunciadas en septiembre y certificadas al mes siguiente, confirmaron el afán por monopolizar las tecnologías de «punto de estrangulamiento» o de «control monopólico», lo cual constituye una auténtica declaración de guerra económica. «Estas acciones –concluía un análisis del CSIS– demuestran un grado sin precedentes de intervención del gobierno estadounidense no sólo para preservar el control de los puntos de estrangulamiento, sino también para iniciar una nueva política estadounidense de estrangulamiento activo de grandes segmentos de la industria tecnológica china, estrangulamiento realizado con la intención de matar». Ominosamente, Sullivan invocó al respecto el Proyecto Manhattan. Durante demasiado tiempo, sostenía, Estados Unidos sólo había buscado una ventaja «relativa» en campos sensibles de la alta tecnología; a partir de ahora la intención era «mantener una ventaja tan grande como fuera posible en estos ámbitos». Las restricciones tecnológicas impuestas a Moscú tras la invasión de Ucrania pretendían demostrar que «el control de las exportaciones puede ser algo más que una herramienta preventiva». La interdicción de la cadena de suministros, expresado en la jerga de defensa, es un ejemplo clave de la fungibilidad de los activos económicos y estratégicos.

En Washington la música es militar. Semanas antes de que el Congreso votara la Inflation Reduction Act el 12 de agosto de 2022, la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, llegó a Taipei a bordo de un avión de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, escoltado por una docena de F-15 y el grupo de ataque del portaaviones USS Ronald Reagan («algo totalmente imprudente, peligroso e irresponsable» en palabras de Thomas Friedman; «una provocación política de primer orden», según el Ministerio de Asuntos Exteriores chino). Pero el aumento de la amenaza militar estadounidense había comenzado con el inicio mismo del gobierno de Biden, que, lejos de frenar las bravatas de Trump, se había limitado a reelaborarlas, haciendo una pausa únicamente para volver a ligar a este proyecto a los descontentos aliados de la OTAN y la SEATO.

Desde la reactivación a principios de 2021de la alianza QUAD (Estados Unidos, India, Australia y Japón, 2007), pronto fortalecida por el pacto AUKUS (Australia, Reino Unido, Estados Unidos), este último país ha ampliado su ya vasto archipiélago de bases en la región, dotadas de fuerzas móviles de despliegue rápido, de instrumentos y recursos de ataque profundo y de sistemas no tripulados. El objetivo, según Ely Ratner, supervisor de Asuntos Asiáticos del Departamento de Defensa, es establecer «una presencia más resistente, móvil y letal en la región del Indo-Pacífico». La intensificación de las maniobras navales conjuntas entre Estados Unidos y Japón realizadas en otoño de 2022 señaló un cambio trascendental en Tokio, esbozado en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional orientada hacia la amenaza «sin precedentes» que representa China. La adquisición de cientos de misiles crucero Tomahawk siguió el mismo camino, junto con el despliegue en Okinawa de un Regimiento Litoral de Marines recién constituido.

A principios de 2023 el pánico por los avistamientos de globos no identificados coincidió con la filtración de un memorando del jefe del US Air Mobility Command, cuyo «instinto» le decía que Estados Unidos estaría en guerra con China en 2025. En febrero el Pentágono anunció planes para cuadruplicar las fuerzas desplegadas en Taiwán a lo que se añadió el incremento de la venta de armas a este país, mientras por su parte las autoridades contemplan públicamente la idea de volar las instalaciones de fabricación de semiconductores presentes en la isla en caso de una invasión china. Rompiendo abiertamente con la antigua fórmula diplomática de «una sola China» (reivindicada tanto por Pekín como por el Taipéi del KMT y reconocida formalmente por Washington en el Comunicado de Shanghái de 1972), Biden ha afirmado en repetidas ocasiones su intención de utilizar la fuerza en el caso de que se produzca tal eventualidad. El abandono por parte del gobierno estadounidense de la «ambigüedad estratégica» fue confirmado por la directora de la National Intelligence Avril Haines en una comparecencia ante el Senado del pasado mes de marzo. Las conversaciones periódicas sobre un hipotético «deshielo» sólo subrayan la tendencia a la escalada.

Si a la izquierda estadounidense le quedaba alguna duda reticente sobre las implicaciones internacionales de la bidenomics, Sullivan debería haberla disipado a finales de abril dado el contenido de su discurso «Renewing American Economic Leadership» pronunciado en la Brookings Institution el 27 de abril de 2023. Para sorpresa de quienes se mostraban extrañados de que el tema se confiara al asesor de Seguridad Nacional, Sullivan volvió a insistir en la prioridad de las preocupaciones relacionadas con la política de poder sobre el fundamentalismo panglosiano del mercado. El ascenso de China era una prueba contra la nostalgia del laissez-faire globalista. Las «ambiciones militares» chinas, las «prácticas económicas ajenas al mercado» y la ausencia de los «valores» occidentales, por no hablar del control de Pekín sobre el litio, el cobalto y otros «minerales críticos», exigían una respuesta firme. La inversión en la producción de vehículos eléctricos y de microchips fue una de las primeras medidas tomadas, junto con la creación de la Partnership for Global Infrastructure and Investment, un cártel comercial antichino concebido como respuesta a la iniciativa de la nueva Ruta de la Seda. «Seguiremos adelante con nuestra estrategia industrial», declaró Sullivan, «pero nos comprometemos sin ambigüedades a no dejar atrás a nuestros amigos».

Retóricamente, la Casa Blanca ha insistido en que su objetivo no es la «desvinculación» económica de China, sino en realidad la «reducción de riesgos»

Para calibrar el alcance de este «nuevo Consenso de Washington» bastaba con haber escuchado el discurso pronunciado la semana anterior por la secretaria del Tesoro Janet Yellen en la Johns Hopkins School of Advanced International Studies. Yellen, supuestamente una moderada frente al inflexible Sullivan, comenzó su intervención refiriéndose a «la decisión de China de alejarse de las reformas pro mercado y de adoptar un enfoque más estatal, que ha perjudicado a sus vecinos y a diversos países en todo el mundo». «Esto ha sucedido –prosiguió– justo en el momento en que China está adoptando una postura de mayor confrontación con Estados Unidos y con nuestros aliados y socios no sólo en el Indo-Pacífico, sino también en Europa y otras regiones». Ante esta coyuntura tensa, la política económica estadounidense debería obedecer a cuatro objetivos: primero, garantizar los «intereses de seguridad nacional» de Washington y sus aliados; segundo, seguir «utilizando nuestras herramientas para interrumpir y disuadir las violaciones de los derechos humanos dondequiera que se produzcan»; tercero, propiciar una «competencia sana» con China supeditada a la reversión de sus «prácticas económicas desleales» y a su adecuación al «orden económico mundial basado en normas»; y cuarto, la «cooperación en cuestiones relacionadas con la crisis climática y la sobretensión del endeudamiento». Seguridad nacional, policía mundial, competencia, cooperación: la jerarquía estaba clara.

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Retóricamente, la Casa Blanca ha insistido en que su objetivo no es la «desvinculación» económica de China, sino en realidad la «reducción de riesgos», una ocurrencia de Ursula von der Leyen, dicha presidenta de la UE, que moviliza a los europeos para que marchen al son de Washington. Pero las políticas de Biden han suscitado dudas sobre el destino reservado a los «amigos» en esta última reorientación estratégica. Décadas de evasivas estadounidenses sobre los objetivos climáticos, acompañadas de alabanzas a la santidad del libre comercio, han hecho que Alemania y Francia no estuvieran preparadas para el regreso de los aranceles, los controles de capital y las subvenciones nacionales a la industria.

El programa NextGenerationEU, núcleo del «pacto verde» presentado por von der Leyen en enero de 2023, ofrece aproximadamente 720 millardos de euros en subvenciones y préstamos a los gobiernos europeos, una suma comparable a la contemplada por la Inflation Reduction Act; sin embargo, como observan Kate Mackenzie y Tim Sahay, los países de la UE han desembolsado casi la misma cantidad sólo este último año en forma de subvenciones para compensar la crisis energética derivada de la guerra por poderes librada en Ucrania. Dejando a un lado las visitas a Pekín de Scholz y Macron, la Unión Europea no muestra mucho más apetito por desafiar a su protector de la OTAN en Asia que por acometer una acción independiente en Europa. La última vez que tuvimos noticias de Josep Borrell, compañero de pupitre de von der Leyen en Bruselas, fue para pedir a los Estados miembros que enviaran buques de guerra destinados a patrullar el Mar de la China Meridional.

Los embargos tecnológicos, las sanciones y la política de alianzas tienen su lugar en una perspectiva estratégica más amplia, clasificada por los planificadores bélicos del Pentágono bajo la consigna de «negación» [denial]. Ostensiblemente, estas medidas pretenden defender los emplazamientos avanzados estadounidenses en las fronteras de China, empezando por el «erizo militar» de Taiwán. La idea de que el gobierno estadounidense debería prepararse para «negar» las ambiciones chinas en la región goza de un amplio consenso entre la clase dirigente estadounidense, desde el Quincy Institute, partidario de la «moderación», hasta la Heritage Foundation y el Center for a New American Security, a pesar del desacuerdo existente sobre los detalles concretos. Al igual que la contención, su predecesora más inmediata, la «negación» es un concepto lábil. Mientras que para algunos el énfasis recae en su contraposición al control o la primacía –la idea de que el poderío estadounidense debería ser lo suficientemente impresionante como para disipar cualquier idea de desafiarlo–, otros, inspirados en la teoría de la disuasión, establecen una distinción entre el «castigo» –o amenaza de infligir post facto un daño inaceptable a un adversario– y una postura militar activista destinada a convertir un territorio en inconquistable.

En cualquier caso, Washington debe conciliar el imperativo de impedir que cualquier otro Estado que no sea él mismo domine uno de los grandes centros de poder mundial (Asia, Europa, el Golfo Pérsico) con la evidencia de la probable reticencia de sus ciudadanos a respaldar una gran guerra internacional en el exterior tras veinte años de interminables aventuras bélicas. En opinión de Elbridge Colby, su teórico más influyente, una «estrategia de negación» responde a ambos criterios, pues permite administrar adecuadamente los recursos al tiempo que sienta las bases para movilizar a la opinión pública en pro de la guerra. En este contexto, el planteamiento miope de la izquierda estadounidense sobre el impacto doméstico de bidenomics tiene ecos del «socialimperialismo» de la belle époque europea, cuando los Webbs y los Bernsteins celebraban la asignación de una mayor parte del pastel a su clase trabajadora nativa, mientras las rivalidades interimperiales y las depredaciones coloniales se aceleraban hacia la catástrofe.

Idealmente, por supuesto, Washington preferiría que la sofisticación del armamento estadounidense y la fuerza de su coalición «antihegemónica» en Asia disuadieran a Pekín de perseguir cualquier designio que pudiera tener sobre Taiwán o Filipinas. Sin embargo, como ha advertido el contralmirante Michael Studeman, director de Inteligencia Naval, «puede que lleguemos demasiado tarde». De ser así, lo esencial es que China se vea obligada a iniciar las hostilidades. La analogía histórica pertinente es el Japón imperial de 1941, impulsado por el embargo petrolero impuesto por Estados Unidos a lanzar su calamitoso ataque contra Pearl Harbor, despertando así a una población hasta entonces reacia la intervención en la guerra. «En circunstancias en las que una defensa centrada en la negación tendría demasiadas probabilidades de fracasar –escribe Colby– el propósito estratégico de Estados Unidos debería ser forzar a China a tener que hacer lo que Japón hizo voluntariamente, esto es, para intentar conseguir sus ambiciones China tendría que comportarse de un modo tal que su conducta estimulara y fortaleciera la resolución de intervenir mostrada por los países ya presentes en la laxa coalición actual al tiempo que propiciara que los países ya comprometidos en la misma se mostrarán dispuestos a intensificar y ampliar la guerra hasta un nivel tal que esta pudiera ser ganada». Había que hacer planes en consecuencia. «Perdimos la oportunidad de adoptar una estrategia de defensa más matizada –ha lamentado Colby– y ahora vamos a tener que hacer cosas que parecen muy extremas».

Negar es desautorizar, refrenar o abjurar. Verleugnung, en el lenguaje freudiano, tiene, sin embargo, otro sentido: describe la incapacidad o la falta de voluntad para reconocer una realidad desagradable o traumática. También está relacionada con la perversión: cuando el objeto de deseo está ausente, la atención puede fijarse en un sustituto o fetiche presente. El cuadragésimo sexto presidente de Estados Unidos no puede ser ajeno a tales sentimientos, pero el autoengaño está en todas partes. Para Matt Duss, exasesor de política exterior de Sanders, y para el activista progresista Tobita Chow, el peligro real no era tanto la visita relámpago de Pelosi como los alarmados por ella, siendo sus advertencias un ejemplo de «inflación de las amenazas».

Más a menudo la negación adopta la forma del silencio. Incluso las críticas más reflexivas –el reciente simposio de Dissent, «What's Next for the Climate Left?» incluye una selección de las mismas– apenas tienen en cuenta la lógica relacional existente entre el aumento del gasto doméstico y la política cada vez más agresiva desplegada en el Pacífico, reiterada en un discurso tras otro por los funcionarios de Biden. Esta crítica también se aplica al debate que la New Left Review ha protagonizado sobre las «Siete tesis sobre la política estadounidense» de Dylan Riley y Robert Brenner (aunque la revista ha atacado el carácter socialimperial de la bidenomics en otros lugares). El punto fue abordado en una contribución del economista J. W. Mason, que se aventuró a dar un apoyo matizado al programa de gasto de Biden en el cual se reconocía que «la aterradora retórica antichina es una elemento omnipresente de los argumentos a favor de la inversión pública». «La guerra es diferente de la política industrial», señaló Mason. ¿Entienden los radicales estadounidenses la diferencia?

Últimamente, la prensa financiera se ha adelantado a la izquierda ecosocialista al empezar a manifestar su malestar por el belicismo de Biden y Sullivan. The Economist y el Financial Times se han distanciado de los vuelos más floridos del gobierno estadounidense, indicando la necesidad de enfriar la retórica belicosa antes de que se convierta en una nueva realidad, como podría haber dicho Rumsfeld. El Financial Times publicó un contundente artículo de opinión de Adam Tooze en el que pedía una estrategia de acomodación al ascenso de China, una propuesta susceptible de ser juzgada «o de traicionera o de no planetaria» por la actual Casa Blanca.

Cuando las autoridades chinas anunciaron la prohibición del uso de microchips fabricados por Micron Technology, con sede en Boise (Idaho), la secretaria de Comercio Gina Raimondo declaró que Estados Unidos «no tolerará» la decisión. «La consideramos, simple y llanamente, coerción económica». ¿Coerción o prudencia, «preservar nuestra ventaja en ciencia y tecnología» o «modernizar la cadena de matar», «prácticas que distorsionan el mercado» o apoyo al «trabajador estadounidense», «justicia medioambiental» o enfrentamiento atómico en el estrecho de Taiwán? Las evaluaciones críticas de bidenomics deberían estar seguras de qué es qué.

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Artículo original: Strategies of Denial, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Susan Watkins, «¿Cambios de paradigma?», NLR 128.
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