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En los primeros doscientos días de 2022, el jet privado de Taylor Swift realizó ciento setenta vuelos, cubriendo una distancia media de 214 kilómetros en cada uno de ellos. En el proceso emitió 8.293 toneladas de dióxido de carbono. A modo de comparación, la huella de carbono anual media de un ciudadano estadounidense es de 14,2 toneladas, mientras que en Europa es de 6,8 y en África de 1,04. En otras palabras, el avión de Swift tiene una huella de carbono equivalente a la de 1.603 ciudadanos estadounidenses, 2.225 europeos y 14.552 africanos.
A ninguno de nosotros se nos ocurriría coger un avión para recorrer 214 kilómetros, pero, evidentemente, nosotros vivimos en un mundo aparte del de Kylie Jenner, hermana de Kim Kardashian, que al parecer tiene debilidad por los vuelos de doce minutos. Uno se pregunta por los procesos mentales que rigen tales decisiones o por los que la llevaron a publicar en Instragam una fotografía en blanco y negro de ella y su pareja besándose delante de dos jets privados, con el subtítulo: «¿Quieres coger el mío o el tuyo?». Es desalentador constatar que la duda que rodea a esta decisión no parece ser diferente de la que asalta a dos adolescentes cuando deciden qué motocicleta coger. Pero todavía resulta más consternador verificar que a más de 7 millones de personas les ha gustado el post, evidenciando que sueñan con poseer un par de jets por familia, lo cual inspira aún más desesperación.
Debemos preguntarnos también con qué derecho se autoproclaman élites. En el francés original, la palabra elite designaba a los mejores, designaban un determinado estrato superior
El sueño de que todo el mundo tenga su propio avión privado –cada persona es un Ícaro– ha sido un producto de la imaginación occidental desde antes de que existiera el transporte aéreo. Véase, por ejemplo, esta ilustración francesa de 1890 de una elegante dama con sombrero y sombrilla en su carruaje-taxi volador:
Del mismo modo que el carruaje, antaño reservado a los «caballeros», pasó a ser accesible a todas las clases sociales una vez mecanizado y motorizado, así el avión se convertiría un día en una forma personal de viajar, zumbando por los bulevares del cielo. Una ilustración estadounidense de 1931 ya presentaba la idea de aparcamientos urbanos privados para aviones, destinados a aparcar los aviones familiares, sugiriendo, en consonancia con la inefable Jenner, que una familia podría poseer varios de ellos, al igual que hoy posee varios automóviles.
Se trata de una utopía insostenible: imaginemos un mundo con varios millardos de aviones surcando el cielo. Unos cuantos miles de millones de coches son ya insoportables para el planeta. Pero, por supuesto, es la rareza de los aviones lo que los hace tan deseables. Hay 23.241 jets privados en funcionamiento en todo el mundo (cifras de agosto de 2022), el 63% de los cuales está registrado en Norteamérica. (El número de aviones privados en su conjunto es mucho mayor: hay, por ejemplo, 90.000 Pipers en funcionamiento, además de diversos otros modelos de hélice de varias marcas).
Los pedidos de nuevos jets privados están creciendo sustancialmente, aun cuando se intensifican los llamamientos para reducir las emisiones de CO2. Más allá de los pintorescos y opulentos estilos de vida de estrellas e ídolos efímeros, son las grandes empresas las que lideran la tendencia. Según un estudio de Airbus Corporate Jet, «el 65 por 100 de las empresas entrevistadas utilizan ahora regularmente jets privados para su actividad empresarial, mientras que un tercio de las mismas comenzaron a utilizarlos durante la pandemia». La pandemia hizo crecer desmesuradamente estas cifras. El año pasado se registraron las mayores ventas de jets de la historia, superando las cifras de 2021, que a su vez había sido un año record. De acuerdo con los datos de WingX, «el número de vuelos en aviones de negocios registrados en todo el mundo aumentó el 10 por 100 el año pasado en comparación con 2021, lo cual representa un incremento del 14 por 100 respecto a los niveles registrados en 2019 justo antes de la pandemia». El informe constata más de 5,5 millones de vuelos efectuados en aviones de empresa en 2022, lo cual supone una cifra el 50 por 100 superior a la registrada en 2020».
Así pues, el envenenamiento de la atmósfera no se remite únicamente a la irrefrenable urgencia que el show business siente de exhibirse y mostrarse. Mientras las solemnes cumbres internacionales hacen planes para reducir las emisiones (junto con el uso de plástico, los productos químicos nocivos, etcétera) en el horizonte de los próximos diez, veinticinco o cincuenta años, las élites contaminan con una despreocupación alucinante como si no hubiera un mañana, ante los pobres tontos de abajo que nos afanamos en clasificar nuestros residuos para su correcto reciclaje. En todo caso dentro de diez años se convocará otra cumbre internacional que establecerá objetivos drásticos y draconianos para los próximos veinte, cuarenta u ochenta años por venir. Mañana es la palabra clave, porque a las elites les importa solo el hoy. Para nuestros gobernantes, la cuestión de si sería mejor tener el huevo hoy o la gallina mañana es totalmente retórica. Nunca en la historia de la humanidad un rey, un emperador, un estadista o un empresario ha elegido la gallina: siempre han optado únicamente por tener el huevo hoy a costa de exterminar a la totalidad del gallinero.
Como informa Le Monde, es hoy cuando las cinco mayores compañías petroleras han registrado «un beneficio neto sin precedentes de 153,5 millardos de dólares (143,1 millardos euros) en 2022». Los gigantes del petróleo se acercan a la cifra total de 200 millardos de dólares de beneficios netos ajustados» (es decir, excluyendo provisiones y partidas excepcionales), de los cuales «59,1 millardos de dólares son beneficios ajustados [adjusted earnings] (+157%) corresponden a ExxonMobil (Estados Unidos); 36,5 millardos de dólares (+134%) a Chevron (Estados Unidos); 27,7 millardos de dólares (+116%) a BP (Reino Unido), a pesar de una pérdida neta de 2,5 millardos de dólares vinculada al contexto ruso; y 39,9 millardos de dólares (+107%) a Shell (Reino Unido)». Incluso el fondo de pensiones estatal noruego, Equinor, respetuoso con el medio ambiente, se beneficiará de la bonanza, dado que registró «un beneficio neto ajustado de 59,9 millardos de dólares tan solo al cierre del tercer trimestre de 2022».
Quien verdaderamente consagró el término de elite fue Charles Murray, el ideólogo del neoliberalismo social
El anuncio de estos beneficios récord (que no han sido gravados por ningún gobierno) se produce tras la pomposa conferencia climática de la COP27, celebrado el año pasado en Sharm el Sheik a la que asistieron setenta directores ejecutivos del sector de los combustibles fósiles (petróleo, gas, carbón). A finales de este año volverán a reunirse en otra cumbre sin duda solemne (30 de noviembre-12 de diciembre de 2023), que para lanzar una señal inequívocamente ecológica será presidida por el sultán Ahmed Al Jaber, director ejecutivo de la Abu Dhabi National Oil Company, considerada la duodécima compañía petrolífera más importante del mundo. Naturalmente, una emergencia geopolítica sirve de buena excusa para retrasar la más mínima acción medioambiental: la guerra de Ucrania ha llevado incluso a Alemania, siempre ecológicamente consciente, a reabrir sus minas de carbón. En lugar de provocar un abandono del gas natural, la guerra ha desencadenado una frenética búsqueda de más fuentes de aprovisionamiento. Del mismo modo, la pandemia provocó un aumento vertiginoso del consumo de plástico y si durante unos meses ayudó a reducir las emisiones de CO2 procedentes del tráfico rodado y aéreo, asestó un golpe mucho más grave al transporte público, que ahora se contempla con recelo como un foco de infección y contagio.
Nadie puede imaginar a una dinastía capitalista que contemple, digamos, un Elon IV Musk duque de Tesla, o un Steve III Jobs marqués de Apple
Es como si las élites mundiales no sólo se burlaran del resto de la humanidad, sino del propio planeta, envenenándolo con una mano, mientras con la otra reivindican sus vacuas credenciales verdes. La petrolera italiana Eni tiene como símbolo un perro de seis patas, antes negro, ahora verde, que nos asegura así su buena voluntad medioambiental. «Los fondos de inversión han estado captando billones de dólares de pequeños inversores, fondos de pensiones y otros gestores de riqueza –escribe Bloomberg–
con la promesa de que las acciones y los bonos de las grandes empresas pueden reportar sustanciosos beneficios al tiempo que contribuyen a salvar el planeta o a mejorar la vida de sus habitantes. La venta de estas inversiones es ahora el segmento de mayor crecimiento de la industria mundial de servicios financieros, gracias a un marketing basado en advertencias funestas sobre la crisis climática, el malestar social a gran escala y la pandemia.
Wall Street califica ahora la responsabilidad medioambiental y social de la gestión empresarial, aunque Bloomberg señala acertadamente que los criterios [ratings] ESG (environmental, social, and corporate governance) «no miden el impacto de una empresa sobre el planeta y la sociedad, [sino que] calibran lo contrario: el impacto potencial del mundo en la empresa y sus accionistas». Es decir, no pretenden ayudar a proteger el medio ambiente de las empresas, sino a las empresas del medio ambiente. «La McDonald's Corp., uno de los mayores compradores de carne de vacuno del mundo, generó más emisiones de gases de efecto invernadero en 2019 que Portugal o Hungría por mor de la cadena de suministros de la misma. McDonald's produjo 54 millones de toneladas de emisiones ese año, lo cual supuso un incremento de alrededor del 7 por 100 en los últimos cuatro años». Sin embargo, en 2021 McDonald's vio mejorada su puntuación ESG, gracias a las «prácticas medioambientales de la compañía». Las empresas meten a la lavadora verde no solo su propios productos y su propia imagen, sino también a sí mismas y su gestión.
A las élites les encanta presentarnos un futuro de color hierba, desodorizado, desinfectado y descontaminado gracias a los biocombustibles y los coches eléctricos. Pero para producir suficiente biocombustible tendríamos que cubrir la tierra de plantaciones de soja, deforestando definitivamente el planeta (por no hablar de la producción de fertilizantes, pesticidas y maquinaria agrícola). En cuanto al coche eléctrico, aunque contamina menos que su equivalente de gasolina cuando se utiliza, en realidad contamina mucho más producirlo: fabricar un coche eléctrico emite un volumen de CO2 equivalente a las emisiones generadas por un coche convencional tras recorrer 170.000 kilómetros, como explica Konstantinos Boulouchos, profesor del Federal Institute of Technology de Zúrich:
Las emisiones de CO2 asociadas al coche eléctrico van mucho más allá que su simple ensamblaje en la cadena de producción. Este proceso, en realidad, pesa menos que la batería y el motor, si analizamos la totalidad de su ciclo de vida. De hecho, para producir un coche eléctrico medio, hay que sumar entre 7 y 22 toneladas de emisiones de CO2 sólo en lo referido a la producción del motor eléctrico, mientras la batería, por otro lado, supone añadir entre 7 y 15 toneladas más a la balanza de estas emisiones, dependiendo del proceso de fabricación y del tamaño de la misma. El resto de emisiones necesarias para concluir el montaje del coche eléctrico equivale a otras 5-6 toneladas de CO2. En total, se deduce que la producción de un coche eléctrico medio puede emitir entre 20 y 45 toneladas de CO2. 40 toneladas de CO2 equivalen a las emisiones generadas por el uso de 14.000 litros de gasolina y 12.500 litros de combustible diésel.
Y ello antes de encender el motor del coche eléctrico, porque la emisión de CO2 es solo una pequeña parte del impacto ambiental de un automóvil. Como concluye otro exhaustivo estudio académico:
En realidad, los coches eléctricos parecen implicar mayores impactos en el ciclo de vida por acidificación, toxicidad humana, partículas, formación de ozono fotoquímico y agotamiento de recursos. La razón principal es la notable carga medioambiental de la fase de fabricación, debida sobre todo a los impactos toxicológicos estrictamente relacionados con la extracción de metales preciosos, así como con la producción de sustancias químicas para la fabricación de baterías.
Eso sin contar con que la electricidad utilizada para mover el coche eléctrico sólo beneficiará al medio ambiente si se produce a partir de fuentes limpias y renovables. Esto debe ponderarse con el supuesto ambientalismo de Tesla y Elon Musk. En el mejor de los casos, el coche eléctrico es un mero paliativo: el problema no es tanto disponer de seis millardos de coches no contaminantes, sino producir seis millardos de coches en primer lugar (además de la infraestructura necesaria consistente en estaciones de carga eléctrica, autopistas, puentes, garajes, etcétera ). Y seis millardos es el número de coches que el planeta debería soportar en 2030, si la totalidad de los países tuvieran la misma densidad que tienen los países europeos y norteamericanos.
Está claro, pues, que las élites engañan al mundo, pero también se engañan a sí mismas. Creen que pueden envenenar impunemente el planeta, pero salvarse escapando a fincas recién adquiridas en Nueva Zelanda, absolutamente lejos del smog y de las radiaciones, o bien a Marte o a algún otro refugio extraterrestre. Sueños infantiles, utopías de dibujos animados. Cabe preguntarse cómo demonios hacen para creer en los embustes que nos cuentan y que se cuentan a sí mismos. Cómo hacen para pensar que el envenenamiento colosal necesario para generar sus estratosféricos beneficios les eximirá del mismo.
Debemos preguntarnos también con qué derecho se autoproclaman élites. En el francés original, la palabra elite designaba a los mejores, designaban un determinado estrato superior: las «troupes d'élite» eran las mejores tropas cuidadosamente elegidas. El término se popularizó en la sociología de posguerra con la obra de C. Wright Mills Power Elite (1956), esencialmente como sinónimo moderno (Mills utilizó el término en singular) de la clásica «oligarquía». Después de la década de 1960, el término cayó en desuso durante treinta años para reaparecer de nuevo en la de 1990 con dos significados opuestos, fruto de sendos libros publicados a contrapelo. En el primero, fruto del trabajo del llorado Christopher Lasch (1932-1994) y aparecido póstumamente, The Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy (1995), el autor explica, ya desde el título, que lo que caracteriza a las nuevas elites es el desprecio de las masas ordinarias:
Los estadounidenses medios, tal y como se presentan a los creadores de opinión educada, son irremediablemente cutres, pasados de moda y provincianos, mal informados sobre los cambios acaecidos en el gusto o en las tendencias intelectuales, adictos a novelas basura de romances y aventuras, y atontados por la exposición prolongada a la televisión. Son a la vez absurdos y vagamente amenazadores.
(Obsérvese cómo la suerte del término elite ha ido de la mano de la del populismo, esgrimido como peyorativo).
Conviene no olvidar que Lasch definió la élite en términos marcadamente intelectuales, abriendo así en cierto sentido el camino al problemático concepto de elite cognitiva. Pero quien verdaderamente consagró el término fue Charles Murray, el ideólogo del neoliberalismo social, que junto con Richard Herrnstein, publicó The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life (1994), un libro cuya afirmación esencial es que los negros son más estúpidos que los blancos. (En una conversación posterior con The New York Times, ayudado por una importante cantidad de alcohol, Murray resumió la obra de su vida como «pornografía social»). La introducción al primer capítulo afirma que «las sociedades modernas identifican a los jóvenes más brillantes con una eficacia cada vez mayor y luego los orientan hacia canales educativos y ocupacionales realmente restringidos. Estos canales son cada vez más lucrativos e influyentes, lo que conduce al desarrollo de una franja diferenciada en la jerarquía social, que denominamos “élite cognitiva”». Para Murray la elite cognitiva se caracteriza por un cociente intelectual más alto. La elite cognitiva es más inteligente, lo cual implica que el resto lo es menos, sobre todo los no blancos.
Quienes gobiernan el mundo actual deberían, pues, formar parte de esta elite cognitiva. La legitimidad de su poder se basaría en su supuesta superioridad intelectual. Es el criterio de la meritocracia, pero al revés: no es que «gobiernen (o dominen) porque son mejores», sino que «son mejores porque gobiernan (o dominan)». Max Weber ya había captado esta inversión en su obra Economía y sociedad (1922) en los albores del siglo XX:
Cuando un hombre que es feliz compara su posición con la de otro que es desgraciado, no se contenta con el hecho de su felicidad, sino que desea algo más, a saber, el derecho a esta felicidad [das «Recht» seines Glücks haben will], la conciencia de que se ha ganado su buena fortuna, a diferencia del desgraciado que debe igualmente haberse ganado su desgracia. Nuestra experiencia cotidiana demuestra que existe precisamente esa necesidad de alivio psíquico acerca de la legitimidad o el merecimiento de la propia felicidad, ya se trate del éxito político, la posición económica superior, la salud corporal, el éxito en el juego del amor o cualquier otra cosa.
Sin embargo, dados los desastres medioambientales, sociales y geopolíticos a los que estas elites nos están conduciendo a una velocidad de vértigo, uno se pregunta adónde nos llevarían estos miembros cognitivos de la élite si fueran un poco menos inteligentes, si su coeficiente intelectual fuera un poco más bajo. Tal vez conseguirían no engañarse también a sí mismos. Es la primera vez que constamos en la historia la existencia de una élite que se esfuerza por socavar el futuro de sus descendientes. Antaño, los aristócratas hacían todo lo posible por transmitir feudos, tierras, títulos y poder a su progenie, e incluso trataban de aumentar el legado de la estirpe. Pero hoy, en el momento presente, nadie puede imaginar a una dinastía capitalista que contemple, digamos, un Elon IV Musk duque de Tesla, o un Steve III Jobs marqués de Apple, o un Jeff VII Bezos príncipe de Amazon. Incluso capitalistas mucho más correosos y despiadados, como los Rockefeller, los Morgan, los Carnegie, los Astor o los Krupp, han desaparecido rápidamente sin dejar demasiada traza o se han visto reducidos a la irrelevancia. O quizá debamos reconocer que las elites cognitivas son realmente cognitivas (en el sentido de que saben bien lo que hacen) y en verdad inteligentes, pero solo cuando están despiertas, mientras ahora duermen y caminan sonámbulas y serenas hacia el precipicio.
P.D. Debo confesar que antes de acometer la tarea de investigación efectuada para escribir este artículo no sabía de la existencia de Taylor Swift y Kylie Jenner: debo ser yo, más que las élites, quien vive en un mundo aparte.
Véase Jacob Emery, «El arte de la impronta industrial», NLR 71.
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Al leer el artículo, aunque me parece muy bueno, solo se me ocurren adjetivos descalificativos hacia la élite, pero ninguno está relacionado con la estupidez, más que nada con la eugenesia social, el ecocidio, ecofascismo y un largo etcétera. Por supuesto que hay ejemplos de descerebrados y encefalograma plano entre ese reducido número de personas que forman a los mega ricos, pero es marginal. Saben muy bien lo que hacen (carecen de ética, moral, escrúpulos o simpatía hacia el resto de seres vivos del planeta) y siguen una agenda.¿ Qué pensamos que hacen cuando se reúnen periódicamente, por ejemplo la última vez en Davos o en la cumbre de la OTAN en Madrid? Por lo tanto no los subestimemos porque en la lucha de clases vamos perdiendo por goleada.