Opinión
Abolir la psicología en tiempos de psicologización de lo cotidiano

Crítica a la psicología como institución de poder o por qué este tema merece un debate colectivo, también, en los activismos.
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Alberto Astudillo Primer plano de la pancarta del Orgullo Loco de Madrid 2025.

¿Por qué ahora?

El 17 de junio de 2025 Orgullo Crítico Madrid (OCM) publicó sus Nuevos posicionamientos. El punto sobre “abolir la psicología” despertó tanta polémica que sólo seis días después llegaban las aclaraciones. La ofensiva de mensajes pro-terapia, en definitiva, pro-psicología, nos movilizó para pensar juntes qué está pasando con lo psi. No por quitarle a nadie su hora de terapia, sino por abrir un debate incómodo pero necesario sobre la psicología como forma de poder. Un debate que permita movilizar otras respuestas a las situaciones que vivimos. OCM no pedía “abolir la terapia”, sino la psicología como institución. Usar la palabra “abolir” es honrar su larga genealogía de lucha y rebelión, aunque pueda suscitar debate. “Abolir la terapia” es una apuesta política con la que dialogamos en este artículo a ocho manos (y que ya tiene antecedentes como Contrapsicología).

La ola de mensajes evidenció que abordar la psicología levanta ampollas. Con frecuencia la crítica sistémica a la psicología se lee como un ataque personal a quienes van a terapia. Cualquier mención a su papel histórico se vive casi como insulto. Como acompañante inseparable suele aparecer además el clásico “no nos confundamos, la psiquiatría es la mala; la psicología, la buena”. ¿Por qué es más fácil criticar la psiquiatría que la psicología? ¿Por qué una la tenemos asociada como violenta y la otra como su “hermana santa” que nos cuida? Ubicar la psicología dentro del mismo régimen psi (de control, normalización y gobierno de la vida) es, precisamente, tocar el nervio.

¿Abolir (sólo) la psicología?

“Abolir la psicología” no significa atacarla de forma aislada, sino integrarla en la crítica a la psiquiatría como ya sostienen muchos movimientos sociales. Sería dejar de tratarla como la excepción inocua dentro de las disciplinas psi. Plantear su desaparición como dispositivo institucional no es un error de cálculo, sino un paso necesario y de apoyo a quienes cuestionan el conjunto de la institución.

La cuestión es que, en esto de lo psi, las fronteras entre disciplinas se desdibujan: en teoría la psiquiatría fijaría las fronteras de lo normal/patológico, de lo cuerdo/loco; mientras que la psicología funcionaría como gobierno blando creando tecnología aplicada y objetiva para gestionar el paso entre fronteras (diagnósticos, cuestionarios, guion de intervención...). La psiquiatría definiría; la psicología gestionaría. Sin embargo, en la práctica, su ámbito de acción con frecuencia es indistinguible. El sistema psi interviene de manera interdisciplinaria, actuando como control de límites sobre quién es leíde como “normal” y quién como “problemátique” y qué recorrido (trayectoria de vida) se le permite. La psicología no se limita a observar el comportamiento, sino que lo dirige para ajustarlo a la norma.

La psiquiatría y la psicología operan con engranajes muy concretos: hay colegios profesionales, sociedades científicas, comités éticos y universidades que deciden quién puede ejercer y cómo; manuales diagnósticos (DSM, CIE) que fijan las etiquetas que nos colocan; registros de nuestras vidas en sus historias clínicas; y circuitos de derivación que marcan por dónde entras, por dónde te mueven, en dónde te meten y cómo te tratan.

Esto no es etéreo. Se materializa en la realidad de muchas personas: ejercen poder regulador certificando “capacidades” y “trastornos”, cobran peso en el derecho a bajas, incapacitaciones laborales o en custodias, entre otros impactos; y en el caso de la psiquiatría ejerce incluso poder legal en los internamientos involuntarios. Un buen ejemplo es la reciente condena a España por internamiento psiquiátrico involuntario sin garantías jurídicas.

La psiquiatría concentra violencia explícita (internamientos, contenciones, farmacología forzada); la psicología despliega violencia normativa: sugiere “herramientas”, produce autocontrol y auto-sujeción

¿De veras la psicología es “otra cosa”? ¿O es la misma maquinaria que, cambiando de uniforme —menos batas blancas—, produce los mismos sujetos adaptados y controlados? La diferencia no es ética sino instrumental. La psiquiatría concentra violencia explícita (internamientos, contenciones, farmacología forzada); la psicología despliega violencia normativa: sugiere “herramientas”, produce autocontrol y auto-sujeción. La primera regula por imposición; la segunda por adhesión. Ambas controlan y normalizan sujetos y poblaciones, condicionan derechos y trayectorias vitales.

¿Qué ha hecho la psicología para merecer esto?

Quienes hemos estudiado psicología y venimos de los activismos sabemos que su formación es rancia como poco. Conocer su historia permite revisar críticamente sus prácticas y sus teorías. No se trata solo de la violencia de su historia —una disciplina feminizada (tanto en profesionales como en usuarias) donde sólo aparecen hombres blancos occidentales como autores—, sino de su violencia epistémica, presente en teorías donde las posiciones de sujeto y objeto de conocimiento han sido clave para reproducir el (heterocis)sexismo, racismo, colonialismo, clasismo y cuerdismo.

El problema es que la psicología no se percibe a sí misma como ideología y desde ahí forma a sus profesionales: desde la supuesta neutralidad de la “evidencia”. Mucho neuro, bio y fisio, y poca perspectiva social y crítica sobre las relaciones de poder y sus abusos. Cualquier atisbo de politización sale fuera de esta ciencia, que pretende ser muy dura y objetiva. Su metodología cuantitativa —experimentos desde la distancia, la predicción y el control; cuestionarios que transforman experiencias de vida en datos estadísticos— alimenta esa retórica cientificista que pierde el análisis crítico y politizado de para qué y con qué fines se investiga. Sus violencias no se quedan en lo humano: Liberación animal de Peter Singer incluye numerosos ejemplos de tortura injustificable en experimentos de psicología.

La psicología es una tecnología de gobierno con prácticas de violencia institucional. Como diría Foucault, disciplina cuerpos/mentes y vigila poblaciones mediante evaluaciones diagnósticas, clasificaciones e intervenciones correctivas en cualquiera de sus aplicaciones: educativa, clínica, laboral o jurídica. Históricamente midió inteligencia por sexo y raza, justificando prácticas sexistas y racistas (eugenésicas entre otras), o identificó desviaciones de género que intervenir. Hoy sus tecnologías siguen clasificando infancias, diagnosticando conductas escolares, evaluando “perfiles de riesgo” o “idoneidades” en crianzas, según criterios de clase y raza.

La psicología ha sido partícipe en la patologización de lo que se sale de la norma o se resiste. Ha regulado el comportamiento de mujeres y personas racializadas, patologizando su resistencia. En las disidencias sexuales ha justificado encierros, técnicas aversivas, electroshock, terapias de conversión o presiones para tener relaciones “correctivas”. Aunque hoy estén mayoritariamente desacreditadas, estas prácticas contra la disidencia sexual fueron avaladas por discursos psicológicos que pretendían “diagnosticar, regular y corregir” el género o la sexualidad. El electroshock ha cambiado de uso, pero tampoco ha desaparecido.

¿Qué mal ha hecho la psicología a los activismos queer?

¿Pueden los activismos permitirse alianzas acríticas con una disciplina que normativiza y despolitiza el malestar, sin preguntarse qué efectos tiene esa cultura terapéutica sobre sus formas de organización y de lucha? Parece que hemos pasado de luchar contra la patologización a abrazar la psicologización y despolitización de malestares. ¿Estamos olvidando y obviando la genealogía de violencias de la psicología hacia las disidencias sexuales y de género? Si por un momento pensamos en justicia social, qué menos que empezar reconociendo su responsabilidad histórica.

La psicología no solo ha asumido la (cis)heterosexualidad monógama como estándar, excluyendo otras experiencias vitales, sino que ha diagnosticado y patologizado: primero la homosexualidad, luego la transexualidad

La psicología no solo ha asumido la (cis)heterosexualidad monógama como estándar, excluyendo otras experiencias vitales, sino que ha diagnosticado y patologizado: primero la homosexualidad, luego la transexualidad, junto con otras “disfunciones sexuales” o “conductas sexuales inapropiadas” (“promiscuidad” en mujeres, quemsex). Todavía hoy les psicólogues se resisten a ceder protagonismo en los peritajes psicológicos de género en procesos de personas trans (y más si son infancias), imponiendo esa violencia de “tener que dar cuenta de sí”. Las disidencias sexuales se han convertido en objeto preferente de atención psicológica (o sexológica), si no para evaluar, sí para “acompañar”, y el propio colectivo parece asumir acríticamente esa vulnerabilidad inherente.

Con el “boom de la salud mental” y las presiones por la despatologización trans, la psicología se ha hecho experta en patologizar las consecuencias y resistencias a las violencias tránsfobas: depresión, ansiedad, TLP, TDA/H, TCA, ¡trastornos de adaptación!, estrés postraumático... En su vertiente “social”, el problema es el estrés de minorías y no la violencia de mayorías (el estigma es “autoestigma” y la solución, la “resiliencia”). La psicología ha pillado a parte de las disidencias sexuales despolitizadas frente a las violencias cuerdistas: el “no estamos loques” de la despatologización trans (o el “no estamos locas, es el patriarcado”) no sólo excluía a las personas trans psiquiatrizadas, sino que omitía las violencias psi como parte de su lucha. Por falta de diálogo y alianzas entre lo queer y lo loco, parte del colectivo se ha dejado abrazar por la cultura terapéutica como si no le afectara la violencia de los diagnósticos psi (algunos incluso se toman como identidad) y sus tratamientos. “No estamos loques, solo necesitamos terapia para afirmarnos”.

¿Cómo se está colando lo psi y la cultura del diagnóstico y terapéutica en los activismos, y con qué efectos despolitizadores? ¿Cómo estamos articulando las narrativas de opresión con las de identidad y sufrimiento? Las relaciones de poder que la psicología ha ayudado a construir no se disuelven sin más en una consulta por mucho que se haga de otra forma. Aunque la terapia pueda aliviar el sufrimiento individual, también puede generar daño al reducir el malestar a procesos internos —traumas, pensamientos disfuncionales, rasgos de personalidad—, desmovilizar otros apoyos y proponer soluciones adaptativas sin cuestionar las condiciones estructurales. Incluso si se conecta el malestar con la opresión, el efecto sigue siendo individual, quizá del entorno cercano, pero no modifica esas condiciones. El problema se complica porque los diagnósticos se han convertido en vía de acceso a derechos (bajas, incapacidades, etc.) y en prueba de credibilidad del daño, por ejemplo, en juicios por violencias sexuales. Así, el colectivo puede quedar atrapado en un sistema psi que simultáneamente hace daño y se ofrece como tabla de salvación.

Por otro lado, tenemos que estar alerta ante los procesos de cooptación: cuando la psicología absorbe ideas y conceptos nacidos en movimientos críticos y activistas, los presenta como una innovación técnica y borra su genealogía política. Esa apropiación le permite actualizar su prestigio profesional mientras deslegitima los activismos de los que procede, acusándolos de ser demasiado políticos, ideológicos o poco científicos.

Necesitamos prácticas que reconozcan el papel de la injusticia social en la producción del malestar y luchen colectivamente para transformar esas condiciones. Solo si la psicología reconoce su ideología y abandona posturas defensivas profesionalistas podrá asumir una posición crítica frente a sus violencias. Reconocer el daño y repararlo es parte de su responsabilidad ética. Aún así, ¿puede la psicología reparar sus violencias históricas? ¿es posible hacerlo desde dentro, con las “herramientas del amo”?

¿Qué tiene que ver en todo esto la psicoterapia?

Cuando se abre el melón de la crítica a la psicología, la psicoterapia es la gran aludida. En esta sociedad psicoterapeutizada, ir a terapia es algo normalizado e incluso impuesto socialmente, especialmente en ámbitos activistas. Si no vas a terapia te conviertes en culpable de tus conflictos, en dependiente por pedir tiempo y consuelo a tus amistades o en irresponsable por “no trabajarte tus mierdas”. Hasta en las apps de citas aparece un “que vaya a terapia” como un check. La psicoterapia se ha convertido en imperativo social, marca de calidad personal y contraseña de acceso a determinados espacios.

Por todo esto, es esperable que cualquier crítica a la psicología despierte voces (psicoterapeutizadas) que se alcen a rebatir, afirmando las bondades de la terapia. Sabemos que, en una sociedad cada vez más individualista, cruel y precaria, la psicoterapia puede presentarse —y venderse— como único lugar de consuelo, más aún cuando las redes comunitarias de apoyo están debilitadas. Cuestionar ese suelo da vértigo. Pero eso no puede invalidar la mirada crítica. Como ocurre con los psicofármacos: pueden ayudarnos a sobrevivir, ¿pero a qué coste? La medicación, cuando es voluntaria, puede ser una estrategia más, pero eso no nos lleva a defender la sobremedicación, la contención química o el lobbying farmacéutico. Con la psicoterapia ocurre algo parecido.

La terapia me salvó la vida, ¿no será que la criticáis desde el privilegio?

Quizás habría que empezar por preguntarse en qué momento ir a terapia se ha convertido en “una experiencia religiosa”. Puede que a ti te haya “salvado la vida”, pero también puede acabar con ellas. Resuenan las palabras de una amiga contando que dejar los psicofármacos fue infinitamente más fácil que eliminar la rutina de autogestión emocional heredada de la terapia, y con la que aún pelea a diario.

En psicoterapia se habla de vínculo terapéutico para nombrar el bien producido por la relación terapeuta–paciente. En los casos de terapia “exitosa”, ¿qué está salvando vidas, el vínculo o lo terapéutico? Si el alivio lo produce sobre todo el vínculo —tener a alguien con quien hablar en un contexto de soledad y pérdida de redes—, el crédito de la terapia se reduce considerablemente. El argumento “la terapia me salvó la vida, no cuestiones la psicología” se parece entonces a “el párroco de mi iglesia me salvó la vida, no cuestiones a Dios”. Identificar a la persona concreta que te ayudó con la institución que tiene detrás es ampliamente beneficioso para las instituciones/corporaciones y, de hecho, es lo que hicieron los bancos con sus banqueros de confianza para conseguir que la gente firmara hipotecas basura.

En un contexto de fragilidad de las relaciones sociales y de soledad no deseada, puede parecer práctico compartir nuestros problemas en terapia, pero tiene el efecto rebote de servir como parche, debilitando las relaciones de apoyo mutuo

Ese “salvar la vida”, además, es peligrosamente polisémico: una persona que haya pasado por una terapia de conversión puede considerar que la han alejado del infierno y que, por tanto, le ha salvado la vida. Quizás las personas del grupo de conversión le han dado el apoyo comunitario que tanto necesitaba. ¿Convierte eso la terapia de conversión en aceptable o, incluso en buena?

En un contexto de fragilidad de las relaciones sociales y de soledad no deseada, puede parecer práctico compartir nuestros problemas en terapia, pero tiene el efecto rebote de servir como parche, debilitando las relaciones de apoyo mutuo. La psicología puede parecer inocua cuando se simplifica y reduce a psicoterapia escogida, pero no lo es: participa en todos los ejercicios de poder y control que hemos enumerado en este artículo. ¿Criticarla puede considerarse, entonces, un privilegio? Quizá la pregunta necesita reformularse: ¿Intentar desactivar la crítica a la psicología para justificar o preservar la propia elección de acudir a terapia individual no es un ejercicio de agencia que otres no pueden permitirse?

Esa defensa se formula desde la elección: asistes a una psicoterapia que has podido escoger, tienes la suerte de encontrar a alguien que te encaje o los contactos y/o el dinero para hacerlo. En cualquier caso, sientes que puedes decidir cuándo dejarla. Frente a eso, la crítica a la psicología sólo te invita a sospechar del vínculo terapéutico y sus milagros; ni siquiera te obliga a dejarlo. Pone en cuestión si es el mejor uso del tiempo y el dinero, o si es la práctica más emancipadora.

El nivel de presión ética o política que ejerce la crítica a la terapia, a la psicología o a las disciplinas psi en general es infinitamente menor que violencias que ellas mismas producen. Con frecuencia son les propies pacientes (de psicoterapia escogida) quienes defienden a capa y espada la integridad de la disciplina. Nos preguntamos si no estaremos tan inmerses en un sentido común terapéutico —que identifica lo psi con lo natural, lo científico, lo correcto, lo único— que cuando se critican las prácticas psi sentimos que somos nosotres les criticades. El lenguaje terapéutico está pasando a convertirse en el único lenguaje legítimo (el saludable, el “no tóxico”) y la influencia de lo psi en el día a día pasa desapercibida. En este contexto, la crítica a lo psi que tantas sensibilidades hiere quizá sea uno de los pocos puntos de cuestionamiento que (aún) podría permitirnos dar un paso atrás en la psicologización de la vida.

¿Y ahora qué?

Somos conscientes de la gran cantidad de temas que se han quedado en el tintero y de la superficialidad con la que hemos abordado otros, así que hemos pensado en continuar tratándolos por fascículos. En éste hemos tratado de exponer que la psicología ha tenido y tiene un papel activo en las violencias estructurales y simbólicas que instrumentalizan y despolitizan el malestar. Asumir su sesgo político exige cuestionar teorías y prácticas más allá de la clínica y la psicoterapia.

Urgen prácticas que reconozcan la injusticia social en la producción de sufrimiento, que no se limiten a gestionarlo y que no ejerzan el poder psi situándose en una posición de neutralidad falaz. Con ese punto de partida, pensamos que es posible imaginar cohesiones comunitarias que nos ayuden no sólo a sentirnos menos soles, sino a luchar colectivamente contra los abusos del poder (“legal” de lo psi). Esto es precisamente lo que hicieron en el apoyo a la huelga de hambre y sed de Jose Alfredo Miranda Oblanca en el psiquiátrico de Santa Isabel (León), que podéis seguir en redes.

El primer desafío es descentralizar la psicología y visibilizar su carácter profundamente ideológico. Criticar lo psi no es obviar el sufrimiento, sino visibilizar que el camino de la psicología no es el único posible

El primer desafío es descentralizar la psicología y visibilizar su carácter profundamente ideológico. Criticar lo psi no es obviar el sufrimiento, sino visibilizar que el camino de la psicología no es el único posible. Es apostar por otros acompañamientos y redes comunitarias, por saberes situados y prácticas que no sigan la lógica del diagnóstico y la intervención, sino el reconocimiento mutuo, la escucha horizontal, la interdependencia y la acción colectiva. Tal vez, en lugar de salvarnos, podamos sostenernos. Juntes. Desde otro lugar. Tratar de desarticular el poder psi es ampliar el ya clásico “si tocan a une, nos tocan a todes”. Es asumir que las violencias psi también son sistémicas y que la contrapsicología debe formar parte de las luchas sociales.

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