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Ruido de fondo
Calles desiertas
Hemos adquirido una conciencia aguda de cada transeúnte o viajero que nos sale al paso; de cada par de ojos que se cruzan con los nuestros y que reflejan el desasosiego propio.
Uno de los efectos colaterales de la pandemia que trastoca nuestras vidas desde principios de 2020 ha sido la mutación siquiera circunstancial de un imaginario que dábamos por hecho, que considerábamos natural: el de la ciudad y sus (muchos) habitantes.
Aunque de cara a las navidades trata de invocarse con desesperación un simulacro de normalidad, aún reina en calles y transporte público una sensación de extrañeza ligada menos a las omnipresentes mascarillas que a los silencios pesados, la claustrofobia que suscitan los lugares abarrotados, y el desasosiego ante lugares desiertos que evocan a Delvaux y Chirico.
Hemos adquirido una conciencia aguda de cada transeúnte o viajero que nos sale al paso; de cada par de ojos que se cruzan con los nuestros y que reflejan el desasosiego propio. Atrás queda la consideración de nuestros semejantes como multitud cálida y a la vez anónima, que esquivábamos sin pensar.
Todas las crisis traen consigo un deterioro del imaginario ciudad y dan la señal para que los comisionistas de la gentrificación hagan de las suyas
Todas las crisis traen consigo un deterioro del imaginario ciudad y dan la señal para que los comisionistas de la gentrificación hagan de las suyas. La pandemia no es una crisis cualquiera: amenaza con llevar el deterioro a niveles irreversibles y con frustrar una sofisticación del tejido urbano que, al menos en nuestro país, se cimentaba en argumentos poco sólidos. También puede ocurrir, desde luego, que prevalezca nuestro instinto de supervivencia como especie; que, en cuanto superemos la situación actual, recojamos la ciudad allí donde la hemos dejado agonizar para que inicie otro ciclo.
¿O lo ha iniciado sin nosotros? En el periodo más estricto del confinamiento global, se habló y se bromeó acerca de cómo las especies animales recuperaban terreno en túneles, parques y fachadas aprovechando nuestra ausencia de las calles. Pero pocos se hicieron eco de otros eventos acaecidos en las ciudades cuando no las mirábamos. El vacío tiende a llenarse. Y, cuando no hay a su alcance otra cosa, se llena de miedo.
Es lógico que, ante el apagón informativo en torno a los efectos más tangibles de la pandemia que caracterizó el tiempo del cautiverio, se multiplicasen los sucedidos equívocos y los rumores. Se cuchicheó en foros virtuales y corralas acerca de pequeños altares en esquinas y rituales celebrados en garajes a altas horas de la madrugada. De fuegos fatuos en azoteas y desapariciones. De incendios sin explicación en rellanos y de presencias enigmáticas en locales clausurados. De museos cerrados a cal y canto donde las alarmas se disparaban una y otra vez y de edificios de oficinas donde centenares de empleados habrían pasado meses confinados. De catástrofes aéreas sin vuelos programados y de camiones de reparto asaltados en barrios residenciales. De grupos de WhatsApp en los que irrumpían desconocidos, y apps de contactos donde se cruzaban apuestas poco ortodoxas. De grabaciones de cámaras de seguridad y tráfico requisadas…
Durante unas semanas, las leyendas urbanas tomaron por asalto un principio colectivo de realidad erosionado mucho antes de la pandemia. Las urbes adquirieron rasgos deformes al servicio de la imaginación. Asomados a las ventanas, atrincherados tras ellas, no nos costaba advertir que la auténtica razón de ser de las calles se nos escapaba día a día, que ya no se plegaban a nuestras necesidades, que no nos necesitaban para respirar. Y, de hecho, al pisar de nuevo el asfalto en verano, podía notarse en ocasiones una trepidación subterránea: la agitación sorda de las pesadillas que no nos habíamos permitido tener ni compartir. Ha sido hasta cierto punto comprensible la obsesión de las autoridades por limitar una y otra vez nuestra circulación por las calles, incluso a horas intempestivas: andar basta para alterar el sentido del mundo.
La embriaguez que suscita la ciudad, cuyo tejido urbano y humano se expande sin cesar ante nuestros ojos, cuyos designios se nos revelan más intrigantes a cada paso que damos, es tan antigua como la modernidad
La impresión de otredad ante la ciudad, ante nuestra experiencia racional de la ciudad, no es por supuesto nueva. Cualquiera ha percibido al pasear en las largas tardes de domingo —cuando no responden a la lógica productiva ni las calles, ni la vida, ni la muerte— ese vértigo metafísico en el que naufragan razones y certidumbres, la misma identidad. La embriaguez que suscita la ciudad, cuyo tejido urbano y humano se expande sin cesar ante nuestros ojos, cuyos designios se nos revelan más intrigantes a cada paso que damos, es tan antigua como la modernidad. “Algunos secretos no se dejan desvelar”, escribía Edgar Allan Poe en El hombre de la multitud (1840), uno de sus escasos relatos ambientados en las calles populosas de una gran ciudad. El protagonista de su escrito, un joven convaleciente de una larga enfermedad (sic), que contempla desde el ventanal de un café londinense las oleadas crecientes de peatones que abarrotan las calles.
El rato de ocio que disfruta el protagonista de El hombre de la multitud le permite poco a poco detener su mirada, no en la masa, sino en las personas. La “deliciosa sensación de novedad” de ese bullicioso escenario urbano —insólito para él y, sin duda, para muchos lectores de la época— torna a medida que anochece en “temas de especulación más lóbregos y profundos”. Los tipos humanos ganan matices: “Parecía que era capaz de interpretar bastantes veces, incluso en el breve lapso de una ojeada, largas historias de años”. Poe aleja sutilmente al personaje de la superficie de la ciudad y le dirige hacia sus corrientes oscuras. No tarda mucho en hacer acto de aparición entre la muchedumbre un anciano cuyos rasgos “malignos” inspiran en el joven “ideas confusas y paradójicas (...) una desesperación intensa y suprema (...) excitación, sorpresa y fascinación”.
Enfebrecido, nuestro protagonista sigue al hombre durante toda la noche y el día siguiente, sin que pueda discernir en ningún momento cuál es su objetivo. Poe concluye que no existe. El anciano es un mero “especimen y genio del crimen insondable”. Nada hay en él de comprensible más allá de su errar incesante, que delata el sinsentido del artefacto ciudad. No nos sorprende que Walter Benjamin considerase El hombre de la multitud la primera aportación literaria a la fisionomía esquiva de la ciudad contemporánea y sus habitantes; una fisionomía que solo puede aprehender “quien sea capaz de combinar el espíritu del paseante lírico y el reflexivo, el flâneur, y el del hombre lobo que merodea en el bosque urbano”.
Charles Baudelaire, Virginia Woolf y Guy Debord han representado ejemplos paradigmáticos de lo primero. Herman Hesse, Laura Oldfield Ford y Alan Moore, de lo segundo. La pandemia ha brindado en 2020 al común de los mortales una oportunidad única para recoger ese legado; para desprendernos de la piel de la rutina urbana y constatar la sintonía de nuestra carne viva con la que late bajo el asfalto. ¿Nos han dejado aprovecharla? ¿Nos hemos atrevido?