Revolución rusa
La Revolución rusa, fantasma en el cine y decorado de dramas románticos

A pesar de la relevancia histórica de la Revolución rusa, solo se le prestó una atención relativamente continua en el cine en la Unión Soviética.

Acorazado Potemkin
Fotograma de 'El acorazado Potemkin'

El Manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels se iniciaba con la frase: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”. El ideario comunista ha tenido cierta presencia en el cine, pero uno de sus mayores hitos históricos, la Revolución rusa de octubre de 1917, tiene algo de presencia fantasmagórica, de decorado difuminado al fondo de un cuadro. A pesar de su relevancia histórica, solo se le prestó una atención relativamente continua desde la Unión Soviética, y ni siquiera la Rusia postcomunista parece interesada en recordar esos hechos.

Cuando la revolución de 1917 ha aparecido en las pantallas, a menudo ha sido como telón de fondo de relatos amorosos poco interesados en el contexto. Esclava del amor, de Nikita Mikhalkov, es una metáfora de ello, al tratar del rodaje de un filme romántico que se ve dificultado por el estallido revolucionario. Las historias de parejas separadas por las circunstancias de belicosidad y división política han sido la tónica habitual. Excepción hecha, claro está, del cine político-propagandístico realizado en la Unión Soviética, que dedicó horas de metraje a legitimar el ataque al gobierno provisional posterior al derrocamiento del zar.

El Gobierno soviético encargó dos filmes conmemorativos del décimo aniversario de la revolución. Octubre es quizá el más difundido porque su autor fue el reputado Sergei Eisenstein, que ya había destacado con El acorazado Potemkin. Discutida institucionalmente, Octubre fue una especie de reportaje escenificado que se centró en los grandes acontecimientos. El inicio de la obra es vibrante. Eisenstein evidencia en diversas escenas la radicalidad de su concepción de un montaje que usa con intenciones rítmicas y también como mecanismo de generación de ideas. Si este enfoque resultó muy aventurado en 1927, resultaría decididamente a contracorriente durante el realismo socialista.

El final de San Petersburgo, la otra obra de encargo gubernamental, resulta algo más cálida. Sus primeros minutos ofrecen un cierto argumentario sobre los motivos humanos de la insurrección, alejados de debates retóricos o de los conflictos entre partidos y corrientes ideológicas. Se destaca el hambre del campesinado y la falta de alternativas porque la situación del proletariado industrial urbano también es pésima.

El enfoque es narrativo y plantea una especie de drama estructuralista con conflictos entre arquetipos (empresarios y capataces codiciosos contra trabajadores huelguistas, por ejemplo). Se alternan la aparición de personajes concretos y largos tramos de narración colectiva ajena a la lógica individualista y psicológica del cine estadounidense. Su autor, Vsévolod Pudovkin, incluye notas de rechazo anticapitalista a la I Guerra Mundial. Recuerda la muerte de soldados tanto rusos como alemanes y, en un montaje brutal, combina las imágenes de muertes en trincheras con las pizarras de cifras en alza en los mercados bursátiles.

La posterior Arsenal, de Aleksandr Dovzhenko, explicó conflictos derivados de la guerra civil rusa en Ucrania. Su autor llevaría más allá la estetización de las imagenes de pobreza campesina con unos primeros minutos de expresionismo aplicado a la representación de privaciones y abusos, especialmente impactante en su uso de figuras humanas estáticas.

En apenas unos años, el cine silente soviético fijó en imágenes fílmicas la historia reciente del país vista desde la perspectiva del gobierno soviético, pero con ciertas diferencias de estilo y discurso. En la década posterior, y ya contando con el uso de los diálogos, se estrenaría otra obra que alcanzaría un gran éxito: el biopic de un militar caído durante la guerra civil, Chapáyev. Aunque el recuerdo de la II Guerra Mundial se impuso como un hito doloroso de la memoria colectiva, el ascenso bolchevique también aparecería en títulos como las monumentales El Don apacible y Siberiada. La más modesta El cuarenta y uno, remake de un filme de 1927, enfatizaba el dolor por el entendimiento imposible entre individuos de bandos opuestos durante la guerra civil. De alguna manera, escenificaba la mayor libertad expresiva del cine posterior a la muerte de Stalin.

Cineastas de otros países europeos también ambientaron filmes en la Rusia revolucionaria. Pero esa localización tuvo a menudo una importancia mínima. Un ejemplo evidente es El vértigo, una historia de flirteos extramatrimoniales firmada por el francés Marcel L’Herbier (El dinero). En ella, la revolución es una turba irrumpiendo en la mansión donde vive una joven malcasada con un general. Hay tiempo para caracterizar a los bolcheviques como una horda de maleantes acobardados por un solo hombre.

También de corte romántico, El amor de Jeanne Ney, supuso la adaptación de una novela del conocido intelectual Ilya Ehrenburg por parte de G. W. Pabst. En esta, la revolución separa a dos amantes. Si en El vértigo puede detectarse una hostilidad implícita hacia la revolución, la mirada de Pabst es más bien cálida. El galán es comunista, bienintencionado y no violento. Pabst pudo querer escapar del confrontacionismo para filmar una ficción de ententes posibles.

El realismo poético francés, muy en boga antes de la ocupación nazi del país, daba el protagonismo a las clases populares y a los excluidos, pero buscando temas menos polarizadores que la revolución rusa. Aun así, uno de los exponentes de la tendencia, Jacques Feyder, filmó La condesa Alexandra en el Reino Unido. De nuevo, se trataba de un filme sobre amores dificultados por la agitación bélica.

El terror rojo llega a Hollywood

Dos ficciones estadounidenses de los años 20 sugieren el miedo al contagio revolucionario que ocasionó el ascenso al poder de Lenin. La novela de un mujik destaca por su carácter siniestro. Explica la historia de un campesino que arriesga su vida por proteger a una aristócrata. El gesto le supone un empleo, pero otro trabajador le ilustra en un socialismo basado en el odio de clase y le inocula el deseo de violar a la protagonista. La película se convierte en una especie de drama romántico-criminal, con un ‘buen salvaje’ casi animalizado a quien el comunismo convierte en un agresor sexual.

Por su parte, La tempestad es una propuesta peculiar. Los responsables del filme se recrean en el establecimiento del régimen comunista como una orgía de sangre y ejecuciones de presuntos contrarrevolucionarios, pero a la vez critican la desigualdad del antiguo régimen.

El Hollywood silente y del primer cine sonoro solía satirizar el clasismo evidente de las sociedades aristocráticas sin reparar en la desigualdad de rentas, pero caía en una cierta fascinación por la ceremoniosidad de la nobleza. En La tempestad se plantea la imposibilidad del common man para vivir pacíficamente en tiempos de polarización. El resultado es pintoresco, pero se distancia de las visiones del zarismo como cuento de hadas al estilo de Anastasia, cuya versión animada mostraba a obreros nostálgicos del zarismo.

El amor también sería la base para una adaptación de imagen real de la misma leyenda de Anastasia, Una hija del zar Nicolás II, dirigida en 1956 por Anton Litvak. Y tendría un papel relevante dentro de Doctor Zhivago. Incluso Rojos, el biopic del escritor comunista John Reed, acabaría siendo sobre todo una historia de encuentros y desencuentros maritales.

La revolución en tiempos de Putin

En los últimos años, el cine ruso solo ha ofrecido una mirada a la revolución rusa de gran éxito comercial: El almirante. El filme es un biopic de Aleksandr Kolchak, héroe de guerra que luchó contra el gobierno posterior a la revolución de octubre. Se le retrata como un hombre creyente, atado al deber de combatir a quienes considere enemigos de la patria y adusto en su manera de amar. El resultado es un filme patriótico donde no caben los debates sobre el zarismo, el bolchevismo o el gobierno provisional: hay que seguir disciplinadamente al líder. Como si de Anastasia se tratase, el filme acaba con escenas nostálgicas del glamur del absolutismo.

Otro filme reciente, Batalon, se inspira en el primer batallón de mujeres ruso que combatió en la I Guerra Mundial. Probablemente los resultados creativos son superiores a los conseguidos con El almirante. De nuevo, los comunistas son cobardes y alborotadores cuyo discurso contrario a la intervención en la I Guerra Mundial compromete la integridad territorial y el futuro del país. A la mirada fascinada a la violencia militar y el gusto por la mano dura, desgraciadamente frecuentes en las pantallas globales, se le añade un especial gusto por la jerarquía y los liderazgos fuertes. 

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