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Personas refugiadas
Dalila y la lucha por la vida: de Honduras a Euskal Herria
Cuando llegamos a la inauguración de la peluquería Estilo Berria, huele a té verde con menta, pastelillos árabes con anís, sésamo, chocolate y cardamomo. La gente se saluda en francés, árabe, euskera, waloff y español. Pareciera que el coronavirus fuera solo una molestia pasajera. Dalila se sienta en uno de los elegantes sillones de piel, juega con la rasuradora y las brochas de dorado kitsch, hace arrumacos a los niños que pasan de brazo en brazo. Recuerda el tiempo en que le dijeron: “No queremos más mártires ni tu nombre en una pancarta”. En el maletero de un coche y tiesa del espanto, salió de Guapinol, un pueblito enclavado en medio de la selva tropical al noreste de Honduras. Dejó a sus hijos dormidos, les dijo: “Enseguida vamos a estar juntos, vuelvo en tres meses”. Ya han pasado tres años.
Estamos en Euskal Herria, su tierra de asilo. Dalila es una de las tantas mujeres defensoras que tuvieron que huir de la suya, Honduras, por defenderla. Según diversos informes de organizaciones internacionales, este es el país más peligroso del mundo para activistas y defensores ambientalistas. Entre 2010 y 2018, algunos medios reportan más de 1.500 activistas asesinados, principalmente por defender su tierra y el medio ambiente de la expansión de la agroindustria, las represas hidroeléctricas, la minería a cielo abierto y la tala masiva de bosques. La colusión de grandes transnacionales con los caciques regionales, el crimen organizado, el Ejército y la impunidad lo hicieron posible. Un número indeterminado de ellos han sido desplazados y son solicitantes de asilo en países del norte, fundiéndose con los miles de migrantes que huyen de la miseria.
La vida de Dalila es un buen reflejo. “Yo no quería irme. ¿Cómo me iba a montar en ese avión? ¿Cómo iba a traicionar mi gente? Me indicaron que dijera que iba como turista. Iba a ver el estadio Bernabeu, a la Virgen el Pilar, iba a llevar una promesa… pero ¿qué promesa? ¡Da igual la promesa! ¡Solo pasa! Cuando me monté en el avión me decía, si ya pasé entre balas, ¿cómo no voy a pasar sobre eso? La chica de atrás venía llorando…”, me contará después en medio de un tiempo suspendido: el de estar esperando resoluciones de asilo, permisos de reagrupación familiar, resolución de juicios a los presos políticos de su tierra.
Recuerda el tiempo en que le dijeron: “No queremos más mártires ni tu nombre en una pancarta”. En el maletero de un coche y tiesa del espanto, salió de Guapinol. Dejó a sus hijos dormidos, les dijo: “Enseguida vamos a estar juntos, vuelvo en tres meses”. Ya han pasado tres años
A pesar de ser un caso emblemático de persecución política por defender derechos en su tierra natal, al llegar a Madrid, con la respiración entrecortada, ingresó en los circuitos de trabajo doméstico, un sector que, cuando hay papeles, se rige por medio de un régimen especial de la seguridad social sin prestación de desempleo, y cuando no los hay, arroja a una zona gris: falta de contratos, largas jornadas de trabajo no reconocidas e incertidumbre jurídica, que lleva incluso a que casos de violencia sexual no hayan sido denunciados.
En esto Dalila tuvo suerte y congenió con la familia con quien trabajó como interna; pero claro, trabajar en servicio doméstico en España, lejos de su tierra y de sus hijos era un absurdo que no había escogido. Cuando llegaba el viernes y quedaba para ir al centro comercial, pareciera que otra piel hubiera suplantado a la verdadera Dalila. Miraba a través de las cristaleras con la impresión de no ser ella. ¿Cuántas montañas hacían falta para producir este reloj, aquel anillo, esta plancha?
A más de 10.000 kilómetros, su Montaña, en el Bajo Aguan, cerca de donde era Berta Cáceres, es rebanada como pan con mantequilla por una empresa minera. La tierra donde sus padres le enseñaron a cosechar y a labrar, a capar un árbol, a respetar su yema, a injertarlo, a contar los granos que sembrar en cada surco, esas cosas que no te enseñan en la universidad, que forman parte del saber de generaciones en las que se mezclan herencias campesinas indígenas, mundos tolpanes, mixquitos y lenka, esa tierra está ahora amenazada, con el silencio de gran parte de la comunidad internacional. Y es tan solo una de las más de 800 concesiones minerasque ponen en jaque la vida campesina en Honduras.
Me lo cuenta tomando un café en Zaragoza y en una plaza bajo un balcón con una bandera que ondea amarilla y negra: Ongi Etorri Errefuxiatuak (Bienvenidos Refugiados) de la casa Refugio Artea, proyecto de activistas vascos para brindar refugio a quien lo necesite a los cuatro costados de la Muga, la frontera al sur de Bilbao y Mundaka. Un proyecto que, según Mikelón Zuloaga, uno de sus fundadores, busca contribuir a esos espacios de horizontalidad, economía social y activismo que se están creando en el valle, en el que negocios ganaderos, de agricultura ecológica, de hostelería, de ropas de segunda mano… quieren generar cierta autonomía del estado y del mercado.
Seguimos hablando en su habitación de la casa Refugio Artea donde, junto a unos cuadros que está pintando, una guitarra y un altar de conchas y piedras, se apilan libros y cuadernos. Saca uno de ellos, de estos que dicen en la portada “cosas buenas adentro, aquí se escriben cosas que merecen la pena ser escritas y recordadas” y pasa sus páginas como si acariciara un gato. En el altillo del armario camisetas, por docenas, casi un centenar, ordenadas por tamaño, color y anchura de mangas, porque cuando Dalila tiene muchas cosas en la cabeza y no las consigue ordenar, ordena lo de fuera.
La amenaza, la resistencia, la huida: café con leche y fierro molido
En Guapinol, Honduras, el 27 de abril del 2018 todo empezó a ir mal. El río bajó color café con leche y en las montañas solo se escuchaban ruidos de maquinaria. Varios helicópteros comenzaron a sobrevolar la zona. Los habitantes del Bajo Aguan no sabían qué pasaba.
Pronto descubrieron que el negocio era parte de una empresa estadounidense (Nucor) que en el año 2015 se había asociado con el empresario hondureño Lenir Pérez y con su esposa Ana Isabel Facussé, quienes gracias a su influencia en los aparatos militares, políticos y judiciales del Estado habían logrado una concesión minera en la zona núcleo del Parque Nacional Carlos Escalera para la empresa Los Pinares, parte de la planta de extracción y procesamiento de óxido de hierro más grande de Centroamérica. Entonces supieron que estos business as usual iban a ser todavía peores de lo imaginado. Los Facussé, promotores de palma africana, eran parte de las fuerzas vivas hondureñas desde las dictaduras de los años 70 a la actualidad y contaban con un historial de despojo, expulsión y desaparición forzada a las espaldas.
Como en todos los proyectos de minería a cielo abierto, entre las clausulas no escritas del contrato estaba la contaminación con metales pesados y drenajes ácidos, la proliferación del crimen organizado, la violencia, alcoholismo, la prostitución, las armas y la división comunitaria
Desde que entraron los mineros y sus operarios de seguridad, los chismes devoraban las noches: que si los mineros venían del departamento de Olancho, que si los narcos se habían opuesto a que abrieran carreteras por allá... Como en todos los proyectos de minería a cielo abierto, entre las clausulas no escritas del contrato estaba la contaminación con metales pesados y drenajes ácidos, la proliferación del crimen organizado, la violencia, alcoholismo, la prostitución, las armas y la división comunitaria. El proyecto amenazaba la cuenca que regaba a 34 comunidades campesinas e indígenas de la zona.
Junto con las amenazas, vino el chantaje y la compra de voluntades. Los mineros subían con bestias, abrían carreteras para pasar maquinaria pesadas —cuenta Dalila—. Además, todo eso era ilegal.
Mientras nos levantamos y vamos camino del huerto a buscar cilantro, perejil y lechugas para la comida, Dalila, tira las palabras como engarzadas a un hilo de pesca, con ese razonamiento heredado de luchas ancestrales. Cuenta cómo, cuando la comunidad decidió no vender la tierra, los ingenieros ofrecieron más y más dinero y empezaron a ofrecer trabajillos, barriendo la carretera o sosteniendo señales.
Trabajo por hacer nada, solo por tener a la gente comprada y ocupada y la gente decía que andaba en las nubes y se creía rica. Entonces incluso la cooperativa se vendió. Cuando le pones los ceros que quieres a la cuenta, el dinero es maldito. Y los ingenieros les decían en las comunidades les haremos unos váteres, les daremos láminas para el techo, y así estaba la gente, emocionada con sus laminitas, y yo les decía, ¿por qué no les dicen que cuando ustedes se vayan la tierrita va a quedar infértil? ¿Y entonces qué van a hacer? ¿Lamer las láminas?
Tras varios intentos infructuosos por sacar, por la vía de la negociación política, a la mina de la comunidad, en la madrugada del 3 de agosto de 2018, la gente se plantó con llantas y palos en la carretera de ascenso a la mina. Empezó a llegar gente y gente y gente a la que había que alimentar. Conforme pasaban las semanas, junto con los eventos organizados en el plantón y la fiesta —xilófono, pancartas, música— fueron creciendo los hostigamientos. Bajo la ley hondureña, a los 90 días de un plantón la comunidad adquiere el derecho a permanecer en él. Los insultos cuando bajaban las mujeres a un pueblo afín a la mina fueron cada vez más constantes —“guarra, puta, que si andas con picazón… buscando marido”—, las llamadas por teléfono más amenazadoras, los caminos cortados por sicarios luciendo sus inquietantes M16.
Resistir era una carrera contra el tiempo. “Un día antes del desalojo hicimos la última protesta, las mujeres nos paramos en el municipio. La gente llegaba de varios rincones para apoyar el plantón con baleadas, arroz, agua” y el Estado, que después del golpe de Estado de 2009, dedica una gran parte del PIB a defensa, envió toda su artillería pesada: patrullas, 14 camiones militares llenos, los cobras…
“La gente nos defendía, tiraba fotos con el celular, nos avisaba ‘van por aquí, van por allá’, gritaba ‘perros, ni en la guerra de El Salvador y Honduras han militarizado tanto como ustedes’”, cuenta Dalila. Con la fuerza de su risa al recordar la adversidad, traza un mapa imaginario, sus anillos de defensa, sus comunicaciones con radio. Ese ritmo lento de las cucharas del último café de la noche que quedaría ahogado por las bombas lacrimógenas.
Habían hecho muchos planes, cuenta Dalila, pero quedaron desarmados. Las balas pasaron sobre la piel encendida, la carne, los palos, los gritos, las carreras. En medio de ese tiempo eléctrico e irreal que adquieren los momentos de violencia extrema, el plantón quedó pulverizado, la resistencia se regó por los cerros. Dalila subió tan alto que pudo ver a los francotiradores bajo sus pies, rodeando el campamento, ocupado ahora por los militares que pateaban los fogones y se tumbaban en las hamacas, mientras las y los campesinos que habían participado de la resistencia a la mina se dispersaban por los montes.
Bebíamos agua de los charcos, como las vacas. Parecíamos migrantes mojados sacados a la fuerza de allí, entonces íbamos cruzando fronteras para llegar a casa. Un abuelo, de unos 70 años, que se quedó allá en el campamento y les decía ‘ustedes no comen hierro, ustedes comen yuca, frijol’. Y el abuelito allá, tirado… y nos volvimos por él, a resistir por ese abuelo.
La lucha degeneró. Se activaron toques de queda. La comunidad empezó a hacer rondas de vigilancia, buscaban huecos en el monte por donde pudieran ingresar sicarios, corrían rumores de que había chivatos, se veían luces entre las palmeras. Junto con la represión armada, vino la represión jurídica.
Una noche, después de andar camuflada por los bosques y de participar de varios enfrentamientos, Dalila entró en su casa, con las ropas llenas de barro y sangre por la salpicadura de las balas y vio a sus hijos dormidos. El tiempo de nuevo se detuvo: “Dios, hasta donde estoy llegando”
La fiscalía abrió 32 expedientes a campesinos por la quema de un camión. Trece de ellos fueron arrestados y enviados a prisión preventiva. El Estado hondureño permaneció indiferente a las quejas interpuestas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Detención Arbitraria que solicitó su liberación. Cargaba la mano contra quien planteara resistencia a un proyecto minero, ahí fuera sin consulta libre, previa e informada a la comunidad, como establecen los lineamientos internacionales de la Organización Internacional del Trabajo, se desarrollara en la zona de amortiguamiento de un Parque Nacional o contara con informes de impacto ambiental opacos y amañados.
Una noche, después de andar camuflada por los bosques y de participar de varios enfrentamientos, Dalila entró en su casa, con las ropas llenas de barro y sangre por la salpicadura de las balas y vio a sus hijos dormidos. El tiempo de nuevo se detuvo: “Dios, hasta donde estoy llegando”.
A partir de entonces, se incrementaron las amenazas directas contra ella. La persiguieron en moto, la llamaron por teléfono, dejaron cartuchos de bala en la puerta de su casa. Mientras las llantas se clavan sobre la tierra húmeda y llegamos a un invernadero rasgado por las últimas tormentas recuerda esa amenaza: “Muchacha, ¿la vida te estorba?”. La sangre helada y el suelo lejos de los pies. Pero la tierra en que nació no la iba a venderse. Tampoco podía poner una denuncia si eran los propios militares quienes la perseguían. Entonces Dalila quedó encerrada durante tres meses en la oscuridad de su casa, nadie sabía que esta allí, hasta del padre de sus hijos desconfiaba.
La solicitud de refugio, una nueva familia
A veces Dalila llora cuando recuerda las luchas y persecuciones. Así sucederá al final de la noche en que celebramos su 33 cumpleaños. Después de haber reído los momentos de desazón y de lucha, los amores y desamores, servido otro vino y otra sidra, viajado a la frontera panameña, a San Salvador, a Tegucigalpa, agradeció, en uno de esos discursos con los que se mide el talante de una líder, a las 16 organizaciones que enviaron cartas a las Embajadas apoyando su solicitud de asilo. Una solicitud que, después de más de tres años de pleitos, recién ha salido favorable. La suya es una de las 5% de solicitudes de asilo que llegan a buen término. El funcionario felicitó con creces a Dalila: “Felicidades, ya casi eres española”. Pero Dalila nunca quiso ser española, sigue siendo catracha —forma coloquial de referirse a las personas nacidas en Honduras—. La vida de su pueblo late en su memoria.
A partir de entonces, se incrementaron las amenazas directas contra ella. La persiguieron en moto, la llamaron por teléfono, dejaron cartuchos de bala en la puerta de su casa. Mientras llegamos a un invernadero rasgado por las últimas tormentas recuerda esa amenaza: “Muchacha, ¿la vida te estorba?”
Cuando la gente empieza a fregar las manchas pegajosas del piso, dos gruesas lágrimas ruedan por sus mejillas morenas, se pone poética, así como también es ella: “Esta historia es una más en la historia de mi pueblo”. Tras meses y años de buscar su sitio por las tierras españolas, Dalila ha caído en buen lugar. Como mucho, será euskalduna.
Aunque ya lleva tres años en España, el miedo y las pesadillas todavía la paralizan de vez en cuando, algo que, cuando sucede, la lleva a encerrarse en su habitación hasta que las luces frías del alba llegan a los pliegues arrugados de la cama y recuerda las palabras que su abuela le decía de niña: “Cuando tengas miedo de la oscuridad, prende una vela y verás que los fantasmas que estaban en tu cabeza se van”. O acude al huerto, a un gran roble que abraza y que la ayuda a conectar con su abuela y con su tierra.
Es el síndrome del sobreviviente —dice una compañera abogada que recuerda en las pesadillas de Dalila los ecos de otras luchas de lo que ella vivió—. Tantos compañeros caídos, tanta muerte… Aquí entendemos, sin necesidad de palabras, esa angustia en el esternón, esa falta de aire, esa sensación de abandono y de traición.
En medio de esos sentimientos encontrados de traición y de abandono, Dalila va descubriendo por las tierras euskaldunas una nueva familia, una gran red de apoyo que existe por parte de la sociedad civil organizada ante las falencias del Estado. Además de obligarla a descansar, “porque eso es lo que hacen con nosotras las defensoras estas organizaciones —dice Dalila entre risas— ¡obligarnos a descansar!”, sin ellas y sin el apoyo de otras organizaciones, como la Fundación Calala, la Red Nacional de Derechos Humanos de Honduras, la Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos y tantas otras que le brindaron apoyo, su caso habría quedado atorado en los laberintos burocráticos de las instituciones de refugio de un Estado particularmente hostil a las peticiones de asilo, en comparación con otros países europeos.
España se sitúa a la cola europea tanto en materia de asilo como de refugio, a pesar de que esto es un derecho consagrado en la Constitución. Según datos de la Eurostat, mientras en 2019 Francia concedió 9.335 solicitudes de asilo, Alemania 13.275 e Italia 895, España concedió tan solo diez. España también se sitúa muy por debajo de la media europea sobre refugio. Ese mismo año, de un total de 60.000 solicitudes, se otorgó el estatuto de refugiado a tan solo 1.653 personas.
En medio de su lucha, calla lo que más le duele: los miles de kilómetros que la separan de su lucha por la tierra en Guapinol y de sus hijos, que lleva tallados con tinta negra y en forma de estrellas en su brazo, junto con un sol-lunar, esa que estaba lleno el día en que nació
De todas las personas migrantes hondureñas —en franco ascenso desde 2009 (3.757) hasta el año 2019 (29.312)— 6.792 pidieron asilo o refugio en 2019 —convirtiéndose después de Venezuela y Colombia, en la tercera nacionalidad de solicitantes de asilo en España— y tan solo 226, un 3% de ellas, lograron el estatuto de refugiado.
El caso de Dalila es ejemplar de lo que cuesta lograr el asilo, algo para lo que hay que probar, con fotografías, archivo hemerográfico, testimonios y el aval de organizaciones, “las amenazas graves contra la vida motivadas por una violencia indiscriminada en situaciones de conflicto internacional o interno”. Hacer esto viniendo de países como Honduras, en el ranking internacional de homicidios, represión de Estado y actividades extractivas por habitante, pero donde no se reconoce que haya guerra, es arduo. Para presentar algunas de las pruebas que le pedían —denuncias del Ministerio Público, fotografías directas de sus victimarios, etc.— Dalila debería de estar muerta. Pero está viva y lo logró.
En medio de su lucha, calla lo que más le duele: los miles de kilómetros que la separan de su lucha por la tierra en Guapinol y de sus hijos, que lleva tallados con tinta negra y en forma de estrellas en su brazo, junto con un sol-lunar, esa que estaba lleno el día en que nació. Sobrevivir no es suficiente, tiene ahora otras tareas por delante para estar completa: contribuir a que los presos políticos del Guapinol sean liberados y lograr la reagrupación familiar, uno de los grandes escollos que enfrentan las personas solicitantes de asilo y refugio y más en un Estado que sistemáticamente los niega y que espera que se resuelva en las próximas semanas.
Volviendo del huerto, hombres de amarillo cuidan el paso en una rotonda. Dalila se levanta del asiento como un resorte, alza su teléfono. Anima la competición al grito de “¡Vamooooooooooos!”. Maillots naranjas, amarillos, verdes cruzan a una velocidad del infierno, seguidos por una caravana de patrocinadores con ruedas de bici a cuestas. “¡Parecen hormigas! Mira como van todos juntos”, grita mientras envía los 46 segundos de grabación que tarda el pelotón en pasar por delante de nosotras a sus hijos en Honduras, como suele hacer cuando algo le llama la atención.
Poco después llegamos a Casa Basoa, un caserío de cuatro plantas, cuyos suelos de madera recia crujen entre grandes cristaleras y altos techos de escaleras señoriales, y que rodeada de robles y castaños, ya es un centro cultural, un lugar de activismo, una residencia y un centro de acogida de mujeres defensoras de derechos humanos: Dalila, la primera de ellas.
Al día siguiente, después de una jornada intensa y de cinco horas de sueño que habrán bastado para que sea un nuevo día, poco antes de meter su bolsa en el maletero para ir al aeropuerto, a hablar con la embajada, a reunirse con grupos parlamentarios y con organizaciones en Barcelona, Madrid y Zaragoza, me enseña su río y su árbol. Ese río, que arrastra las penas y trae agua fresca, y ese árbol, cuyas raíces, sueña, conectan con los de su tierra, allí donde los presos esperan juicio de la Corte Suprema en diciembre de este año.
Entre pinturas, cables, azadones y trasiego de gente que se reúne en domingo para desarrollar trabajos comunitarios —o auzolan— Dalila pinta una pared. Entre los “¡No encuentro el cable!”, “¡Búscalo mejoooooor!” avizora una granja de gallinas ponedoras y de carne para alimentar la red de economía social de Arratia, y entre la piscina y el jardín ve a sus tres hijos corriendo, jugando, yendo a la escuela, aprendiendo del valor de los pueblos defendiendo su vida, lúcidos y despiertos y pasando de mano en mano, sin miedo a los sicarios o al plomo de la Montaña.
*La producción de esta crónica contó con el apoyo de la Fundación Gabriel García Márquez.