Redes sociales
Sobre la cultura de la cancelación
De ser una herramienta para señalar en público, a través de las redes sociales, a quienes habían observado comportamientos dudosos y merecedores de reproche, la cancelación ha derivado en una práctica arriesgada que suscita controversia.
Hace tiempo que se viene utilizando la expresión. “Estar cancelado” es una expresión de origen estadounidense en la que, simbólicamente —como si fuera un objeto o una serie de televisión—, alguien puede estar acabado, terminarse.
Su definición top en Urban Dictionary —el diccionario de términos nuevos más importante de las últimas décadas— es esta: “El deseo de cancelar a alguien o a una comunidad de personas desde las redes sociales”.
En un principio representaba simplemente que esa persona en concreto ya no contaba con el apoyo en la escala pública de las redes sociales, y por ende el apoyo de la sociedad. Las perniciosas acciones del cancelado (los abusos destapados por el movimiento MeToo, por poner un ejemplo) le llevan a este final. La decisión de la cancelación, por supuesto, pertenece a las personas que le cancelan y no a la propia persona cancelada que, de repente, encuentra que está de facto finiquitada del espacio social.
Con la novedad, el concepto parecía carecer de importancia y se obviaban sus riesgos. Hasta resultaba divertido decir “cancelado”. Pero, sobre todo, era necesario. Se había convivido, hasta entonces, con abusos simplemente soslayados y no condenados por unanimidad. Las víctimas de estos abusos se sentían indefensas. Además, había implícito en el término esa gracia tan millennial de autodesprecio, distanciamiento e ironía que nos permite vivir la actualidad sin caer en la desesperación y al mismo tiempo permitía manifestar nuestra discrepancia.
Como apunta la socióloga Laura Márquez Bono, “ahora millones de usuarios y usuarias a nivel mundial pueden manifestar su posicionamiento contra titanes del mundo editorial o cinematográfico, instituciones de una cultura pop que nos ha bombardeado durante las últimas décadas, imposibilitando cualquier tipo de feedback, obligándonos a consumir sin cuestionar aquello que nos ofrecían”.
“Cancelado” pasó a ser una palabra más en nuestro vocabulario y una herramienta hasta cierto punto útil, destinada a clasificar aquellos individuos que eran de facto un peligro para los demás
Normalmente, los cancelados lo eran por no ser precisamente buenas personas y había pruebas fehacientes de ello, así que “cancelado” pasó a ser una palabra más en nuestro vocabulario y una herramienta hasta cierto punto útil, destinada a clasificar aquellos individuos que eran de facto un peligro para los demás o podían ser dañinos para el conjunto de la sociedad.
Como señala Márquez Bono, “sería interesante destacar que, aparte de esos argumentos que presentan la cultura de la cancelación únicamente como una tendencia global que evita la reflexión y el diálogo a favor de una suerte de ciberbullying, también representa una oportunidad para que los discursos que devienen de los grupos sociales minorizados sean escuchados en el espacio público online. Con esto hago referencia a casos como el de las declaraciones tránsfobas de JK Rowling, el movimiento #MeToo o la transformación que se ha venido dando en la imagen de campañas publicitarias de moda como la de Calvin Klein, marca que en la actualidad apuesta por hacer de una mujer trans y racializada su estandarte”.
Sin embargo, después de unos meses la tendencia a utilizar la palabra “cancelación” parece haberse enturbiado.
Recientemente, hemos observado la velocidad con la que la sentencia aparecía, la mayoría de los casos no sin razones, ya que el comportamiento de la persona o las personas en concreto era deplorable o, en el peor de los casos, la persona pensada como decente se destapaba como alguien despreciable moralmente. Abusadores, estafadores de todo tipo, explotadores incluso de sus propios colegas —como el caso del YouTuber Forfast, que mantenia a amigos suyos con sueldos miserables en la nómina de su empresa—, se merecían la repulsa y el rapapolvo en público.
“No debemos olvidarnos de que quienes tienen actitudes deplorables no son simplemente malas personas. Son actitudes que están dentro de un sistema sociocultural que les permite tener estas actitudes. Si se cancela de forma individual pero no se actúa desde la política nos quedamos en las mismas”, comenta la socióloga Ángela Cantalejo.
También se ha observado cómo las personas “canceladas” a menudo se refugiaban en el propio concepto de cancelación, que de tan drástico como sonaba podía “arruinarles la vida” y con esa excusa la dinámica cambiaba a un victimismo por parte de quien ha abusado de los demás sin ningún tipo de vergüenza, impulsado por el dramatismo excesivo y la violencia que lleva implícito el acto de cancelar.
Sobre este cambio de papeles ya avisó la periodista Sarah Hagi en un artículo en Time en noviembre del año pasado: “El problema de la conversación que mantenemos sobre la cultura de la cancelación es que simplifica demasiado. El término se utiliza en tantos contextos que ha llegado a convertirse en una palabra sin significado, y excluye los matices de la conversación sobre el daño concreto y sobre aquellos que deberían rendir cuentas por ese daño”.
Cancelar se opone a toda réplica
Quien ha sido anteriormente ensalzado como un remedo de héroe o persona a seguir, un líder, goals, se vuelve alguien a quien vapulear hasta el hundimiento de su figura pública. Cancelar, pues, deshumaniza y simplifica el debate; de alguna manera los reproches totalmente justificables que puedan hacerse a la persona o personas quedan ocultos tras el velo del espectáculo.
Por ello, añade Márquez Bono, “se necesita de una base reflexiva y comprometida que nos permita generar transformaciones realmente profundas en las dinámicas que nos encorsetan. Quizá haya que ir más allá de la propia terminología. ‘Cancelación’, un concepto negativo e, incluso, sensacionalista, como si del ‘histerismo’ victoriano se tratase al relacionar la protesta a través de medios online con una furia descontrolada y sin legitimidad alguna”.
En las redes sociales, donde todos somos una representación de nosotros mismos, y en cierta manera un objeto de espectáculo que genera datos y capital a las empresas que lo gestionan (Facebook, Twitter, Instagram, YouTube y más recientemente tik tok o Twitch), estamos acostumbrados a desenvolvernos en este show diario en el que, como decía la usuaria @maplecocaine en este tuit, “cada día en Twitter hay un protagonista, el objetivo es no serlo nunca”:
Ángela Cantalejo apunta que “las redes son un espacio en que las personas implicadas crean personajes para agilizar la comunicación, afianzar su imagen en comparación a la de los demás y desarrollar a través de esta un discurso definido. En definitiva, se aplica la lógica de la creación de marca basada en un elemento diferenciador —aquello que nos haría únicos entre millones— así que no es de extrañar que aparezcan los mismos mecanismos que se utilizan para el boicot de una marca”.
Las dicotomías que a menudo se fomentan en este juego —y este lenguaje en redes— no ayudan al diálogo, sino que polarizan y convierten el pensamiento en un refuerzo de la propia personalidad.
Los abusos completamente injustificables de los cancelados quedan desdibujados por la insistencia del personaje en el juego del ganador y del perdedor.
La cultura del ganador vs perdedor impuesta por la sociedad y el capitalismo como epítome de la meritocracia nos condena a ser o uno u lo otro cayendo con cada vez menos acierto en una categoría o la otra, condenándonos a un régimen en el que no hay lugar para la escala de grises
Por todo ello, la cultura del ganador vs perdedor impuesta por la sociedad y el capitalismo como epítome de la meritocracia nos condena a ser o uno u lo otro cayendo con cada vez menos acierto en una categoría o la otra, condenándonos a un régimen en el que no hay lugar para la escala de grises, y difuminando así las consecuencias de esta clasificación —qué significa ser ganador, habría que preguntarse y revisar entonces nuestra forma de narrarnos en lo digital, en lo público—: cómo se llega a ser ganador y cómo se llega a ser un perdedor, un apestado, un cancelado.
“Es el deber de todos procurar que el espacio de debate que se ha creado no se banalice y se convierta en otra forma más de consumismo”, añade Ángela Cantalejo. Se trataría, pues, de un deber comunitario que, como concluye Laura Márquez Bono, “nos debería permitir repensar lo que esta cultura nos ofrece de entre la maraña de hate que invisibilizan sus potencialidades: nuevas formas de tejer una identidad de grupo que parta de un paradigma social, político, económico y cultural radicalmente distinto, y el poder de construir, desde lo colectivo y a golpe de clic, una sociedad sin ídolos”.
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