Opinión
Personas normales, pogromos y nadies

Lo que los sucesos del pasado julio en Torre Pacheco revelan sobre el odio colectivo, el silencio institucional y la exclusión social.
Torre Pacheco nazis - 6
Loyola Pérez de Villegas Muñiz Imagen de una de las concentraciones racistas en Torre Pacheco
15 nov 2025 06:01

Hace unos meses la localidad de Torre Pacheco presenció cómo docenas de jóvenes organizaban cacerías humanas contra personas de origen marroquí. No se trata de un caso aislado. El verano pasado, en Reino Unido, miles de personas participaron en pogromos contra comercios de inmigrantes, principalmente de origen musulmán. Hubo casi dos mil detenidos. En Francia, los ataques a mezquitas y personas racializadas se han vuelto semanales y, según un informe de la Comisión de Derechos Humanos, solo en la primera mitad de 2025 aumentaron un 72 % respecto al año anterior. En España, algo parecido ya ocurrió a principios de los 2000 en las “cazas al moro” de El Ejido. La diferencia es quizás que, entonces, la violencia no tenía prácticamente ni respaldo institucional, ni político, ni mediático.

Cuando se habla de aquellos que participan en este tipo de actos, hay una frase que suelo oír con frecuencia: “No son radicales. Solo son personas normales, hartas de la situación actual”. Tal vez sea cierto. Y tal vez ahí resida, precisamente, el problema. Los marcos institucionales y las políticas de prevención del extremismo violento están centrados en la “radicalización” de personas hacia ideologías extremistas y ponen el foco en el análisis de factores de riesgo individuales, historias personales o entornos vulnerables. Sin embargo, cuando se trata de pogromos como el de Torre Pacheco, o los de Reino Unido el verano pasado, la mirada institucional queda limitada por una doble miopía.

Por una parte, los modelos que se usan para explicar el extremismo violento no son quizás los más adecuados para entender estos fenómenos. En escenarios de esta naturaleza no se trata de personas radicalizadas en base a sus vulnerabilidades individuales, sino de masas convencidas de representar a una mayoría silenciosa. Esa falsa percepción de consenso se alimenta con la proliferación de mensajes racistas en redes, silencio institucional y declaraciones y decisiones políticas concretas que otorgan una peligrosa licencia para discriminar. El caso reciente de Jumilla, donde se prohibió a personas musulmanas acceder al lugar donde habitualmente realizaban celebraciones religiosas, vulnerando derechos fundamentales, es una muestra de ello. Esto genera una suerte de empoderamiento colectivo: la sensación de que se puede actuar, de que hay permiso social para hacerlo. En ese contexto, la violencia no se vive como transgresión o como búsqueda de significado personal, sino como legítima defensa. En este sentido, estudios como los de John Drury sobre los pogromos de Reino Unido en el verano de 2024, muestran que gran parte de los detenidos no habían sufrido un proceso de radicalización, ni formaban parte de grupos extremistas. Para ellos se trataba simplemente de defender a “los blancos” ante lo que percibían como una amenaza existencial.

La segunda miopía institucional tiene que ver con la incapacidad para reconocer formas de violencia que provienen de narrativas dominantes o de estructuras sociales aceptadas por las mayorías. Muchos de los jóvenes que protagonizaron los pogromos de Torre Pacheco no ostentaban simbología nazi, sino que creían defender los colores de la bandera española. Y, si bien es cierto que las llamadas directas a la violencia no partieron de partidos de gobierno, medios generalistas ni instituciones públicas, también lo es que las respuestas contundentes han brillado por su ausencia. La condena institucional fue débil, tardía o directamente inexistente y, en demasiados casos, incluso reforzó las mismas narrativas que alimentaron los ataques. El alcalde de la localidad, lejos de solidarizarse con las víctimas, afirmó que el verdadero problema era “el malestar y la delincuencia generada por los inmigrantes”. El ministro del Interior, que aún no ha rendido cuentas por las muertes en la valla de Melilla, no mostró el menor interés en analizar cómo fue posible que cientos de personas se sumaran a un pogromo y se limitó a culpar a VOX. Como si el odio y la violencia fueran propiedad exclusiva de un partido político, y no el síntoma de un problema estructural y profundo.

Cabe preguntarse: ¿y si las víctimas hubieran sido los vecinos de un barrio acomodado de Madrid o Barcelona? ¿Habría sido la respuesta igual de tibia? En Francia tenemos un ejemplo revelador. Cuando el profesor Samuel Paty fue asesinado por un joven de 18 años a las afueras de París, el presidente Macron no dudó en calificar el crimen como terrorismo. Se dirigió a la nación con un discurso solemne en defensa de la unidad ciudadana frente a la barbarie y de los valores republicanos, y rindió un emotivo homenaje al docente. Pero cuando el asesinado en Francia fue Aboubakar Cissé, nadie se atrevió a hablar de terrorismo. No hubo discursos, ni homenajes, ni invocaciones a los valores de la República. Quedó claro que el joven Cissé, un musulmán de origen maliense, nunca podría formar parte de esa “unidad republicana” frente al horror. Quedó claro que esos valores no lo incluían a él, ni a tantos otros como él.

Muchos grandes medios aprovechan este tipo de acontecimientos para alimentar el espectáculo, ya sea convirtiendo en entretenimiento televisivo el drama de las personas racializadas en Torre Pacheco, o bien dando espacio en platós a líderes políticos y agitadores responsables de avivar el odio. Sin ir más lejos, hace apenas unos días, un afamado escritor español declaraba en horario de máxima audiencia que los valores del islam eran incompatibles con la democracia, sin que hubiera apenas reacciones institucionales o mediáticas que desmintieran tal afirmación ni contextualizaran su peligrosidad. Cabe imaginar cuál habría sido la reacción si el autor hubiera dicho, por ejemplo, que la “cultura española” es incompatible con la democracia. Políticos de todos los colores habrían salido en defensa de “nuestra identidad”, de “nuestros valores”. Y aquí queda claro que ni esa cultura, ni esa identidad, ni esos valores abrazan a los 2,4 millones de españoles musulmanes, como Francia tampoco abrazó a Cissé.

Quizás el compromiso más apremiante es construir identidades colectivas que incluyan a migrantes y a musulmanes como parte fundamental del presente y del futuro de este país

Desactivar estos estallidos de odio implica romper esa ilusión de consenso social, dando una respuesta institucional firme, inmediata y sostenida ante cualquier ataque contra personas migrantes o musulmanas. También es fundamental impedir que el odio se traduzca en logros reales. Casos como el de Jumilla refuerzan la idea de que el odio tiene permiso institucional. Pero quizás el compromiso más apremiante es construir identidades colectivas que incluyan a migrantes y a musulmanes como parte fundamental del presente y del futuro de este país. Esta deshumanización cada vez más normalizada de nuestra comunidad migrante y, en particular de nuestra comunidad musulmana, exige una reacción de instituciones, líderes y políticas públicas a la altura. Y es que mientras no se reconozca plenamente su dignidad, su pertenencia y su derecho a existir sin miedo, seguirán siendo tratados como, en palabras de Galeano, “nadies, que valen menos que la bala que los mata”.

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