Opinión
El fetiche de la producción antirracista: entre el saber y la acción política
De mis inicios en el camino del antirracismo en Madrid, recuerdo a menudo algo que me decía Abuy Nfubea: la sensación constante de “estar inventando la rueda” dentro del movimiento negro en España. Es una frase que he reflexionado muchas veces entendiendo que refleja la realidad de los movimientos políticos en general, del paso del tiempo y de la dinámica orgánica de los procesos de formación política de las nuevas generaciones que van llegando. Pero también es consecuencia de algo importante y es el problema de la difusión y el acceso al conocimiento históricamente creado y heredado. En esta última ocasión, reflexionando nuevamente sobre ello, me preguntaba ¿qué falta por decir o investigar sobre el racismo?
La respuesta inmediata es evidente: siempre habrá más por investigar, más por reflexionar, más conocimiento por generar. Pero, detrás de esa pregunta, hay otra más profunda: ¿para qué? ¿Qué finalidad tiene el seguir produciendo saberes si esto no logra transformar la conciencia colectiva masiva y hegemónica sobre la existencia y las consecuencias de racismo? Lo que realmente me inquieta no es la ausencia de información, sino la dificultad de construir una conciencia social masiva y hegemónica sobre la existencia y las consecuencias del racismo. ¿Cuándo será suficiente lo que se conoce sobre el racismo para que se tomen medidas reales y eficaces para abolirlo?
El propio sistema que niega la existencia del racismo se alimenta de los discursos que lo denuncian. Convierte el análisis crítico en mercancía, en un producto cultural más
Nos encontramos en un contexto nuevo. Y es paradójico, porque nunca antes habíamos tenido tanta información, publicaciones y espacios dedicados a los discursos y prácticas antirracistas. Los medios de comunicación, las redes sociales, la academia y hasta la esfera política están más permeadas que nunca por esta conversación. Sin embargo, mientras la discusión sobre el racismo se expande, también lo hacen —con mayor repercusión y recursos— los relatos fascistas, racistas y colonialistas de la ultraderecha y el supremacismo blanco. No me centraré en ellos ahora, pero es imposible ignorar su creciente influencia en el debate público como marcador y legitimador de agendas.
Pese a toda esta aparente normalización de lo que en Estados Unidos denominaron “la conversación” tras el asesinato de George Floyd, la situación global sigue siendo desesperante. Palestina, los flujos migratorios mortíferos, la República Democrática del Congo, Haití... El panorama es desolador. El racismo, el imperialismo, el colonialismo y el capitalismo racial no solo persisten, sino que se reconfiguran y fortalecen, marcando la vida de millones de personas con total impunidad.
Ante este escenario, ¿qué pasa con todo ese pensamiento generado? La producción intelectual, vivencial y pedagógica sobre el racismo es vasta y rigurosa. Desde hace siglos se escribe, se denuncia y se reflexiona sobre sus procesos históricos y contemporáneos, tanto en marcos locales como globales. Pero, ¿en manos de quién está la distribución y universalización de esa información? ¿Quién tiene la capacidad —y la voluntad— de hacerla llegar a todos los rincones políticos y de la sociedad?
Sabemos bien quiénes: los medios de comunicación, las élites políticas y económicas y las instituciones académicas. Es decir, los sustratos de la blanquitud. Y es justamente ahí donde reside una gran parte del problema. Porque la ceguera es política y consciente, la sordera también, y la inacción es la consecuencia buscada de ambas. No se trata ya de falta de pruebas ni de desconocimiento. Las consecuencias materiales del racismo están documentadas, demostradas y denunciadas. Lo que existe es una negación estructural, una resistencia deliberada a aceptar que el racismo es un sistema que sostiene y legitima las jerarquías político-sociales y económicas globales.
Así, el propio sistema que niega la existencia del racismo se alimenta de los discursos que lo denuncian. Convierte el análisis crítico en mercancía, en un producto cultural más. El conocimiento antirracista se consume, se cita, se exhibe en congresos, en Naciones Unidas, pero raramente se traduce en una práctica política que implique transformaciones materiales para la vida de las personas.
Cada vez hay más fondos de capital dirigido a este movimiento de información y práctica en torno al racismo (no diré antirracista) bajo la intencionalidad de controlarlo, asumirlo y redirigirlo bajo los intereses del propio capital. Así fondos privados, grandes corporaciones, cooperación internacional han abrazado estas retóricas para manejar y condicionar sus agendas y alcances favoreciendo unas lógicas y modelos de gestión política con respecto al racismo, frente a otros, reflejando una vez más que la batalla ideológica está de fondo.
Esa lógica de la productividad antirracista impone una exigencia constante: producir más, teorizar más, demostrar una y otra vez lo que ya está demostrado. Como si la legitimidad del dolor y de la violencia dependiera de la cantidad de papers publicados o de la profundidad de los marcos teóricos.
Buena parte de esta producción académica, institucional y mediática —incluso desde algunos espacios asociativos—, circula dentro del mismo sistema que pretende cuestionar. Opera como una forma de reconocimiento simbólico sin grandes consecuencias. De este modo, se transforma en un capital cultural que otorga beneficios de estatus simbólico, económico o incluso político, sin alterar las relaciones de propiedad, la distribución de la riqueza o el control de esa información. Se produce satisfacción moral, pero no poder transformador.
Esta dinámica no se limita al ámbito institucional o académico. También atraviesa la práctica de muchas organizaciones que se nombran como antirracista pero que trabajan desde la performance, los lugares comunes y la estetización del proceso político. Así, la mercantilización termina capturando y enredando a buena parte del movimiento, volviendo a muchas organizaciones instrumentos del mismo sistema que dicen confrontar.
El fetiche de la producción se sostiene sobre una paradoja cruel: se escribe y se sabe más que nunca sobre racismo, pero el racismo sigue siendo una estructura inalterada
Surge de ahí la figura “activista mediática”: visible, omnipresente, pero no disruptiva y por lo tanto, fácilmente asimilable por la blanquitud sin incomodar. Todo ello configura un proceso que busca la desideologización y despolitización del antirracismo, transformándolo en una suerte de coaching compatible con las lógicas del capital.
El fetiche de la producción se sostiene sobre una paradoja cruel: se escribe y se sabe más que nunca sobre racismo, pero el racismo sigue siendo una estructura inalterada. Se acumula información, pero no poder; se multiplican los análisis, pero no las transformaciones. Es más, todo ese saber generado se desprecia de forma sistemática, se niega, se relativiza y se banaliza de tal forma, que incluso en términos de la racionalidad de la que se considera acaparadora la blanquitud, esta y el etnocentrismo occidental sustentado por el capitalismo racial proclamados padres del cientificismo niegan toda evidencia científica del racismo. Precisamente como síntoma del mismo.
La producción antirracista no se pierde: se archiva, se clasifica, se cita, se institucionaliza y, en ultima instancia, se regula.
El resultado es una circulación controlada del discurso: se permite que exista, incluso se le celebra cuando conviene, pero se le desactiva políticamente y se transforma en un antirracismo liberal. La denuncia se convierte en contenido, la memoria en espectáculo, la crítica en producto. Y en ese proceso, la potencia transformadora del pensamiento antirracista se diluye.
Por eso no se trata solo de producir, sino por un lado de disputar los canales por los que viaja y por otro de facilitar que esto sea herramienta de construcción de conciencia política que propicie cambio político abolicionista. Porque el racismo no persiste por falta de datos o argumentos, sino por un diseño político que garantiza que ese contenido que podría subvertirlo no se transforme en acción colectiva política organizada y radical.
Este es, posiblemente, uno de los grandes retos de nuestro tiempo. Las energías del proceso político deben enfocarse, más que nunca, en la práctica política: en la incidencia y la ruptura. Se trata de establecer una agenda y agencia propia desvinculándose de esos patrones manejados por el capital racial.
La propuesta pasa por retomar bases organizativas populares y escapar de retóricas identitarias y esencialistas reducidas a los marcos liberales que pierden de vista las condiciones concretas de vida de las poblaciones
La autonomía debe ser prioritaria al igual que la radicalidad del proceso: construir poder propio —material, organizativo y simbólico— sin depender de las estructuras del capital racial ni de sus lógicas de legitimación. Esto implica también alejarse de los horizontes marcados por las élites y burguesías racializadas que aun proclamándose antirracistas han fijado los límites de lo posible dentro del marco del capital y del reconocimiento superficial defendiendo sus intereses de clase.
En cambio, se trata de recolocar la materialidad de la vida —el trabajo, la salud, la educación, la vivienda, el territorio, el cuidado, la reproducción comunitaria, la cultura— en el centro de la práctica política. Solo desde esa recuperación de lo común puede afirmarse una autonomía que no sea abstracta, sino concreta y encarnada en la vida cotidiana.
La propuesta pasa por retomar bases organizativas populares y escapar de retóricas identitarias y esencialistas reducidas a los marcos liberales que pierden de vista las condiciones concretas de vida de las poblaciones. Esto implica actuar en tres posibles planos claves: el político-organizativo, fortaleciendo las prácticas comunitarias; el económico mediante la reapropiación de recursos y la búsqueda de sostenibilidad como forma de ruptura con el circuito del capital; y el simbólico-cultural, rechazando los marcos epistemológicos de la blanquitud.
En definitiva, no basta con construir conocimiento o “nombrar” el racismo volviéndose un fin en sí mismo, una forma de participación simbólica que sustituye la acción política o la organización colectiva. Hay que tomar acción política, hay que apoyar a las organizaciones, hay que estar en las calles, hay que poner el cuerpo.
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