Pensamiento
La potencia política de la vulnerabilidad

La pandemia ha intensificado y extendido la vulnerabilidad de un modo sin precedentes en la historia, en el sentido de que cada vez son menos los lugares percibidos como seguros. ¿En qué sentido puede ser realmente rupturista reconocer la vulnerabilidad?
21 nov 2021 06:03

En los últimos tiempos, especialmente a raíz de la pandemia, el discurso sobre vulnerabilidad ha ocupado buena parte de las columnas en los diarios. La posibilidad de sufrir daño, enfermar o incluso morir ha sido un descubrimiento para muchas personas que, por motivos relacionados directamente con el género, la raza y la clase social, habían hasta el momento sorteado de manera sorprendente la sensación de inestabilidad y amenaza con la que viven millones de personas cotidianamente en todo el planeta. La posibilidad de evitar a lo largo de la vida la vulnerabilidad es directamente proporcional a la cantidad de privilegios acumulados. Hemos leído artículos sobre este descubrimiento que se han evaporado tan rápido como efímero resultó el sentimiento.

Pero la vulnerabilidad aflora también en discursos políticos institucionales, mezclada con el feminismo, el ecologismo y la necesidad de una política distinta. Igual que sucede con el concepto de “cuidado”, “vulnerabilidad” parecería ser la nueva muletilla para expresar un lugar más humano o amoroso en un contexto de inhumanidad y violencia. Expresar esta emoción en determinados ámbitos sería en sí mismo un gesto de ruptura o desplazamiento con respecto a las maneras dominantes de las relaciones sociales contemporáneas, basadas principalmente en el éxito, la ausencia de empatía y la competitividad. Dado este creciente interés por la cuestión de la vulnerabilidad, merece la pena hacernos algunas preguntas al respecto: ¿En qué sentido puede ser realmente rupturista reconocer la vulnerabilidad? ¿Puede ser palanca para una crítica radical de nuestras sociedades? ¿Están estos discursos apuntando hacia esta crítica o más bien reproducen las exigencias de consumo de determinados temas o emociones, aplaudidos especialmente cuando quienes los enuncian son hombres? Igual que en el caso de los famosos “cuidados” existe el peligro no solo de malinterpretar este concepto, sino de eliminar por completo su potencia política. Pero, ¿dónde residiría esta?

La pandemia ha intensificado y extendido la vulnerabilidad de un modo sin precedentes en la historia, en el sentido de que cada vez son menos los lugares percibidos como seguros, aquellos espacios en los que podemos relajarnos sabiendo que nuestra existencia será acogida de manera íntegra. Las contradicciones internas al neoliberalismo se han hecho visibles donde antes apenas lo eran y han estallado al mismo tiempo en tantos lugares y ámbitos que la misma realidad parecería haber quedado capturada en la metáfora del encierro: no hay salida, allí donde la mirada alcanza, la realidad parece hacerse añicos. Hemos asistido a una desestabilización general de los asideros y anclajes clásicos. Y esta experiencia, aún en el momento en el que la vacunación masiva promete el regreso a la “normalidad” (siempre hacia delante, nunca mirando atrás, en consonancia con el mantra del individuo exitoso, sin tiempo para duelos y otro tipo de obstáculos en esta carrera hedonista sin fondo —¡pidamos otra ronda más!—) ha abierto preguntas que amenazan nuestra momentánea tranquilidad: ¿Y si esta desestabilización nos convoca a cambiar algo de nosotros mismos? ¿Y si en lugar del enemigo a batir fuese la clave para movilizar un nuevo sentido de lo humano? ¿Y si entonces no debe ser rehuida, sino atravesada para extraer del zarandeo colectivo todas sus consecuencias?

¿Qué cambiaría en términos filosóficos y políticos entender la vulnerabilidad como un elemento definitorio del vivir?

Un primer impulso ante la intensificación de la experiencia de la vulnerabilidad es minimizarla a través de una serie de medidas de protección como las proporcionadas por leyes y apoyos sociales gubernamentales. Aunque este aspecto es indispensable y debemos seguir peleando por la extensión de las medidas de protección, al hablar de vulnerabilidad podemos (¿y debemos?) ir más allá: ¿Y si por mucho que las sociedades se empeñen existe un aspecto de la vulnerabilidad que no puede ser eliminado? ¿Qué cambiaría en términos filosóficos y políticos entender la vulnerabilidad como un elemento definitorio del vivir? Se trata de minimizar los daños provocados por el poder que induce cantidades extremas de vulnerabilidad, pero de manera más profunda de repensar qué significa vivir desde una ontología de los cuerpos: de su cuidado y, simultáneamente, de su potencia, es decir, de la ampliación de sus posibilidades inauditas de ser. Vulnerabilidad, cuidado y libertad se entrelazan aquí para reconfigurar el vivir en común de un modo radicalmente distinto. En la escena del miedo percibido ante la posibilidad de ser dañados, en ese momento de apertura e incertidumbre, parecería que es posible transformar las coordenadas en las que el sujeto ha quedado fijado en la historia de Occidente en su eficaz ilusión de autogénesis, individualismo y transcendencia descorporeizada.

Judith Butler retoma el problema de la vulnerabilidad desde una óptica que ilumina de manera especialmente rica la profundidad de lo que aquí está en juego. Para la filósofa, el sujeto se encuentra esencialmente fuera de sí mismo. En uno de sus primeros trabajos, Sujetos de deseo. Reflexiones hegelianas en la Francia contemporánea, realiza una interesante lectura de Hegel en la que profundiza en esta idea. Butler rescata la problemática del deseo que empuja a la conciencia a convertirse en otra para sí con el fin de conocerse, en una especie de torsión sobre y más allá de sí misma. La conciencia solo puede dar cuenta de sí –entender quién es, construir una identidad– a través de las mediaciones externas que la dotan de los artefactos necesarios para comprender su propia estructura. Es siempre a través de algo distinto a nosotros mismos que le damos forma a aquello que somos. En este sentido, el surgimiento del Yo implica siempre salir fuera de sí. El éxtasis (del griego ek-stasis, experiencia física de la alteridad) transforma las interpretaciones modernas de la autogénesis señalada: la conciencia no surge de interioridad alguna, sino de la relación con una alteridad que la constituye y excede. Esto implica que el sujeto no se basta a sí mismo para ser: no es ni autónomo ni autosuficiente. Solo después de la inmersión en lo externo, a través de una serie de mediaciones, la conciencia retorna hacia sí, pero nunca podrá hacerlo de manera concluyente (inquietante noticia: el sueño de una identidad estable y definitiva nunca se cumple, siquiera para quienes creyeron alcanzar exitosamente los estándares de la normalidad). La incertidumbre y la intemperie lo acompañarán siempre. Butler identifica una profunda desestabilización que impide, en términos ontológicos, fundar el sujeto en una identidad estable, preconcebida. Su vulnerabilidad se revela constitutiva.

Una cuestión política fundamental no es si somos o no capaces de conmovernos con la vulnerabilidad, sino, ¿cómo organizar dichas condiciones para todas las vidas desde la igualdad radical –como principio irrenunciable–?

El surgimiento del sujeto no se produce sin más, sino que implica una serie de condiciones de reconocimiento y sostenibilidad: si tendremos o no comida o techo, si nuestra existencia, absolutamente singular, será aceptada al nacer, si la lengua de la que disponemos será adecuada para nombrarnos, si nuestro entorno nos acogerá sin violencia, si dispondremos de lo necesario cuando requiramos cuidados, etc. Estas condiciones son indispensables para procurar una vida vivible. Por tanto, una cuestión política fundamental no es si somos o no capaces de conmovernos con la vulnerabilidad, sino, ¿cómo organizar dichas condiciones para todas las vidas desde la igualdad radical –como principio irrenunciable–? Es importante entender la articulación simbólico y material de estas condiciones: el no reconocimiento de determinadas vidas produce exclusiones sistémicas de las condiciones materiales –como sucede de manera dramática con las personas trans–. Frente a la distinción tan popularizada en los últimos tiempos entre distribución y reconocimiento, economía e identidad, aquí aparece su inseparabilidad, incluso en términos analíticos.

Por otro lado, asumir la vulnerabilidad en todas sus consecuencias implica también suspender el señalamiento de determinados grupos sociales como vulnerables para, en cambio, poner el acento en su distribución diferenciada. Ser vulnerable no es una propiedad de determinados colectivos de personas, sino una condición de la existencia modulada socialmente de forma desigual. En la pandemia esto se reveló —y se sigue revelando— de manera profundamente dolorosa: todas las personas pueden perder la vida por la enfermedad, pero la desigualdad en la amenaza y el modo en el que se produce es abismal. El éxito de las fantasías de autogeneración y autosuficiencia de individuos y naciones está íntimamente ligado a esta distribución diferenciada de la vulnerabilidad ­–y que es perfectamente extrapolable a la obscena desigualdad en el reparto de vacunas a nivel mundial–. Como sostiene Butler, si determinados grupos sociales y naciones condensan el poder para sí es gracias a la sobre determinación inducida de la vulnerabilidad de otros. ¿Cómo pensar si no aquella subjetividad que sin responsabilidad alguna de cuidado, gozando de salud y estatus social exhibe sin límites su capacidad de consumo y goce en un escenario dantesco de desigualdad y muerte? ¿Qué idea de vida condensa esta figuración contemporánea? ¿Y cómo pensarla sin caer en la moral aleccionadora, pero tampoco en la indiferencia de los sentidos y efectos que conlleva?

Desigualdad
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La responsabilidad y la culpa de que la tragedia se convierta en desgracia procede de quienes tienen poder.


Ante esta distribución desigual de la vulnerabilidad, no se trataría de aspirar a la invulnerabilidad de una mayor cantidad de personas, reproduciendo al infinito el sueño de dominio moderno. Se trata de desmontarlo desde su origen. La ontología de los cuerpos se revela en este aspecto radicalmente política, evidenciando las luchas contra el poder que recrean otras formas de relacionarnos, otras formas de sensibilidad. Se trata de una política del vínculo y de sus posibilidades, de la interdependencia y de sus modos organizativos, de la fragilidad y de la potencia. Una política no de los individuos, sino del entre. Y siendo política del entre, o de las condiciones y nuevas creaciones del vivir en común, no puede olvidarse la pregunta por el quién de la vulnerabilidad: ¿Quién cuida en nuestras sociedades la vida vulnerable? ¿Y en qué condiciones lo hace? ¿Por qué algunos sujetos están llamados de manera aparentemente esencial a inclinarse ante el cuerpo vulnerable, por usar la imagen de la filósofa Adriana Cavarero? Anticipándonos a este presupuesto, no hay ninguna capacidad esencial en lo femenino que arrope de manera más adecuada la vida. Lo que hay es un contexto de desrresponsabilidad colectiva para/con la vulnerabilidad. Es imprescindible rescatar la potencia intrínseca del acto de inclinarse, pero sin reificar lo femenino –como en ocasiones hace la filosofía o el psicoanálisis– naturalizando la desigualdad que de manera silenciosa vuelve obligatorio este gesto sacrificial para las mujeres. No es por amor, es por un sistema injusto de explotación del trabajo feminizado y las normas de género que lo sostienen. Una clave fundamental es no reducir el interrogante sobre el quién de la vulnerabilidad a una predisposición ética-individual, y recuperar el quién de la vulnerabilidad como un asunto político-colectivo.

Esto significa que la fuerza transformadora de la vulnerabilidad está estrechamente vinculada con la capacidad de repensar en un sentido profundo qué significa vivir, entendiendo “vivir” no como una suma de voluntades individuales, sino como el entramado común que antecede y constituye cada vida. No se trata de elaborar un nuevo programa moral normativo de la caridad y la víctima, sino de empujar de manera creativa una de las grandes preguntas de nuestro tiempo: ¿cómo queremos vivir colectivamente de tal modo que se garantice el cuidado de todos los cuerpos en su radical diversidad? Responder esta pregunta quizá solo sea posible en la medida en que por fin logremos desplazar la herencia de la modernidad capitalista heteropatriarcal que permea como aquel fantasma que aún podría devolvernos a un estado de invulnerabilidad. Fantasía fundamental en la formación histórica de lo masculino. ¿Trae la vulnerabilidad consigo una fuerza distinta que anuncia el final de su hegemonía y un nuevo sentido para la humanidad de lo humano?

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