Opinión
El espacio comunal frente al realismo capitalista

El realismo capitalista nos condiciona para que pensemos, deseemos y sintamos que vivir comunitariamente es una distopía comunista donde cada persona pierde su libertad y queda sometida a un poder totalitario y de grupo.
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Álvaro Minguito La terraza del edificio es también de zonas comunes.

Pensar sobre la lucha de clases implica pensar sobre el espacio. A su vez, pensar sobre postcapitalismo y opciones comunales implica, por supuesto, pensar cómo ese espacio está dominado por el capitalismo y cómo podemos subvertir ese dominio desde la clase trabajadora. Cada habitación, calle, red social o infraestructura responde a relaciones de poder y de clase históricas, consolidadas en formas materiales y culturales que organizan nuestra vida cotidiana. Por ello, analizar el espacio (el doméstico, el urbano o el cibernético) es analizar también el régimen simbólico y material del capitalismo que lo configura. Un régimen que se nos presenta como la única forma de construir y conformar espacios: un realismo espacial.

Para empezar esta travesía sobre realidad y espacio volveremos la vista a uno de los lugares más olvidados: el interior de las casas, de los hogares o la esfera doméstica. Un espacio que parece despolitizado, pero que, si lo analizamos críticamente, revela todo aquello que subyace en lo que Helen Hester y Nick Srnicek llamaron realismo doméstico:

El realismo doméstico designa el fenómeno por el cual la vivienda aislada (y la concomitante privatización del trabajo doméstico) pasa a estar tan aceptada que se vuelve un lugar tan común que resulta imposible imaginar que la vida se pueda organizar de cualquier otra forma. Que este debería ser el caso —pese a las experiencias concretas que muchas personas tienen de las presiones y dificultades que conlleva el trabajo reproductivo en el hogar (por no hablar de la violencia y los abusos domésticos)— hace de esta actitud algo tanto más sorprendente. (Hester & Srnicek, 2024, 177-178).

Partiendo claramente del concepto de realismo capitalista de Mark Fisher, Hester y Srnicek ponen el foco del análisis en el espacio interior de los hogares. Espacios pensados hegemónicamente como viviendas unifamiliares de dos o tres integrantes separadas unas de otras por los llamados espacios comunes. Esta separación sirve para seguir mostrando cómo incluso, en una comunidad de vecinos, existe una segregación espacial entre lo común (rellanos, escaleras u otros lugares) y el espacio privado en el interior del hogar.

Lo descrito nos traslada hacia una idea interesante: el interior de nuestras casas es pensado y vivido como un espacio privado y no común. Hay que matizar que el interior del hogar es un espacio de convivencia, pero aun así en el propio hogar sigue habiendo espacios privados (habitaciones) y espacios comunes (el salón o comedor).

De este modo, cada estancia del hogar (cocina, baño, salón, comedor) también es un espacio material que queda diseñado bajo lógicas culturales de una época concreta. Sin ir más lejos, las cocinas se han diseñado a lo largo de toda la industrialización desde la perspectiva de las llamadas ciencias domésticas: 

Con la llegada del nuevo siglo, las incipientes disciplinas de la ciencia doméstica y la economía del hogar alentaron a las amas de casa a elevar sistemáticamente los estándares, incluidos aquellos en torno a la cocina y a la forma de comer. (…) Esto obedecía a un creciente interés en la eficiencia industrial y la racionalización de la producción. (Hester & Srnicek, 2024, 96).

El diseño material de los espacios condiciona hasta las formas en la que nos relacionamos con los objetos. Una cocina está diseñada para que todo esté al alcance con unos pocos movimientos, respondiendo de esta manera a unos criterios y estándares de eficiencia y producción. Es lo mismo que ocurre con los cuerpos en una fábrica: la fábrica como espacio no está pensada para adaptarse a los cuerpos y sus movimientos, sino que son los cuerpos quienes se adaptan al espacio y los movimientos que las máquinas permiten. Aquí observamos como la ciencia cibernética que estudia la interacción y la comunicación entre el humano, los ecosistemas y su tecnología, queda relegada hacia la explotación del proletariado. 

No hay espacio que no esté diseñado desde un sistema cultural. Si volvemos ahora al hogar como espacio total, hemos dicho que está diseñado para ser vivido como un espacio privado. Esta idea, que quedaría englobada en el realismo capitalista, señala directamente a las formas de organización de la vida social.

El realismo capitalista nos condiciona para que pensemos, deseemos y sintamos que vivir comunitariamente es una distopía comunista donde cada persona pierde su libertad y queda sometida a un poder totalitario y de grupo. Así hace parecer que las formas y espacios comunales nunca debieron existir e incluso funcionar correctamente. A su vez, convierte en algo “natural” la idea de que cada individuo debe vivir de forma aislada e individualista. 

Sin embargo, Hester y Srnicek exponen varios ejemplos donde lo comunal fue una alternativa al realismo doméstico como la llamada Casa Comunal de Narkomfin (1928-1930):

El Edificio Narkomfin era un desarrollo transicional situado en Moscú que en líneas generales buscaba promover los principios de vida comunal, pero sin dejar de ofrecer una gama de distintos tipos de alojamiento (desde departamentos familiares autónomos hasta unidades más pequeñas sin cocina, dormitorio con duchas compartidas y camas que se plegaban en la pared). Dentro del proyecto, una pasarela cubierta conectaba el bloque de viviendas con un bloque comunal que comprendía un gimnasio, una biblioteca, una cocina común y un comedor. Un tercer edificio albergaba la lavandería, y originalmente había un plan para un cuarto edificio que contendría una guardería. (Hester & Srnicek, 2024, 181).

Otro ejemplo utilizado por los dos investigadores es el de la Finnish Women’s Co-operative House:

A principios del siglo XX, un grupo de emprendedoras inmigrantes finlandeses que trabajan como empleadas domésticas […] juntó sus sueldos para alquilar un departamento que usarían en sus días libres. Con el tiempo, esta modestia iniciativa se convirtió en el Finnish Women’s Co-operative House: un edificio de cuatro pisos con dormitorios, salones, salas club, una biblioteca, un restaurante y una agencia de empleo. (Hester & Srnicek, 2024, 187).

Sendas muestras de espacios postcapitalistas comunales indican cómo han existido otras formas de pensar, imaginar y construir el espacio e incluso resignificar qué es el hogar más allá del realismo capitalista y doméstico. Por tanto, la diferenciación espacial entre lo privado y lo común está tan interiorizada que nos cuesta imaginar una vida donde ambos espacios se integren. 

Lo común no implica una imposición colectiva, sino una comprensión y construcción diferente de las relaciones sociales que configuran el realismo espacial. El individualismo, el valor que le damos a la propiedad privada, la diferenciación espacial, etc., todo está construido desde la naturalización de que el espacio es y debe seguir siendo así.

Los estudios urbanos nos devuelven un espejo inquebrantable donde los conceptos de clase y de lucha se cristalizan. Sin ir más lejos, el espacio es en sí movimiento, cambio y conflicto

Con esto queremos remarcar una única idea: esa batalla ideológica y cultural tan presente en la actualidad, es una batalla física y material por el espacio. El auge del fascismo, las problemáticas ligadas a la criminalización de la clase trabajadora migrante, los desahucios masivos, la crisis de vivienda, la eliminación de los servicios públicos, la violencia hacia los espacio culturales y de autorganización de clase como pueden ser la Cinètika en Barcelona o la Antiga Massana, ya desalojada por la fuerza en la misma ciudad, conforman la materialización de toda una agenda política por parte de la clase burguesa que sí, oh, sorpresa, está en disputa por el espacio con la clase trabajadora. 

La derrota que hemos sufrido, como clase, durante estas últimas décadas nos ha alejado de los marcos materialistas de análisis social de la realidad. No obstante, los estudios urbanos nos devuelven un espejo inquebrantable donde los conceptos de clase y de lucha se cristalizan. Sin ir más lejos, el espacio es en sí movimiento, cambio y conflicto. Como el antropólogo Manuel Delgado apunta: 

Espacio quiere decir no solo posibilidad de encuentro, sino asimismo inexorabilidad, tarde o temprano, del encontronazo, porque no siempre dos entidades, instancias, colectivos o individuos pueden compartir un mismo lugar o al menos hacerlo en las mismas condiciones de presencia y accesibilidad. (Benach y Delgado, 2022, 94). 

Siguiendo a Delgado somos conscientes de que los espacios comunales siempre tendrán, como cualquier otra tipología de organización urbana, conflicto. No obstante, aunque  no idealizamos lo comunal, sí lo defendemos frente a la precariedad, la violencia y el proceso de colonización burgués por parte de toda una política capitalista del espacio que genera que vivamos en lugares paradójicamente invivibles. 

Esto último entronca con toda nuestra realidad de clase, desde el hogar, el barrio obrero o el ciberespacio; la materialidad esta subyugada bajo inercias capitalistas. Desde el control de las infraestructuras que generan internet (red de cableado, fábricas de microchips, centros de datos) hasta la propia organización del trabajo que sostiene cada uno de esos nodos. Nada escapa a la lógica de valorización: incluso las mediaciones digitales que aparentan ser etéreas reposan sobre una arquitectura profundamente extractivista, donde la energía, los minerales y la fuerza de trabajo se articulan para reproducir la acumulación capitalista a costa de los intereses y los espacios comunales.  

La subjetividad se forma dentro de espacios materialmente diseñados para reforzar la separación, la eficiencia y el aislamiento, pilares del realismo capitalista

En consecuencia, nuestras prácticas cotidianas como caminar por el pasillo de casa, preparar una comida, desplazarnos al trabajo o utilizar las redes sociales quedan inscritas en un orden espacial que organiza y orienta nuestra conducta sin que apenas reparemos en ello. Igual que la distribución de una cocina o de un salón ha sido pensada para producir determinados hábitos, también la ciudad, la fábrica o el ciberespacio componen un continuo doméstico-urbano que regula silenciosamente los vínculos sociales. Así, la subjetividad se forma dentro de espacios materialmente diseñados para reforzar la separación, la eficiencia y el aislamiento, pilares del realismo capitalista que naturaliza la vida privada como única forma de vida posible. 

Sin embargo, incluso dentro de esta arquitectura disciplinaria y racionalizada por el capital persisten formas de uso postcapitalistas: el rellano convertido en punto de encuentro vecinal, la cocina compartida como lugar de conversaciones prolongadas, el blog utilizado para organización y concienciación cultural, el cine okupado o el espacio autogestionado donde emergen prácticas de autoorganización. 

Estas pequeñas y frágiles grietas urbanas, les guste o no a la burguesía siempre estarán presentes. Además, nos muestran que los espacios nunca agotan su significado en el diseño que les fue impuesto y que lo comunal sigue reapareciendo como el espectro de un mundo que podría ser libre. 

Bibliografía

HESTER, H. & SRNICEK, N. (2024): Después del trabajo. Una historia del hogar y la lucha por el tiempo libre. Caja Negra.

BENACH, N y DELGADO, M. (2022): Márgenes y umbrales. Revuelta y desorden en la colonización capitalista del espacio.

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