PCE
En torno a la legalización del PCE: ¿conquista arrancada o victoria de Pirro?

El Salto publica un adelanto del libro ‘Un rojo torbellino. Historias del comunismo español’, que llegará en otoño a librerías de la mano de Pasado&Presente.
Santiago Carrillo 2011
Santiago Carrillo en la ceremonia de los premios Ortega y Gasset organizados por el periódico El País, en 2011. No CC David F. Sabadell

profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la UAM y especialista en la historia del comunismo español

8 abr 2021 06:00

Otoño de 1976. El pulso de la calle, que hasta el momento había conseguido impedir la perpetuación del régimen franquista, no había sido capaz sin embargo de imponer la ruptura democrática. El ciclo huelguístico del primer semestre del año, que había movilizado a 3.600.000 trabajadores con un saldo de 110 millones de horas no trabajadas remitía, aunque la agitación en la calle seguía por otros motivos. Pero el contexto comenzaba a cambiar. Quizás fue ese el punto en que cristalizó una percepción que haría célebre Manuel Vázquez Montalbán: “Cuando Franco desaparece, en España no se pudo establecer una correlación de fuerzas sino una correlación de debilidades. Ninguno de los implicados estaba en condiciones de imponer su potencialidad sino de que respetasen su debilidad”.

Cuando el gobierno de Adolfo Suárez anunció un decreto ley para poner en marcha un registro de partidos que pasaba la pelota de la legalización del PCE —muy probablemente, para que fuese rechazada— a los tribunales, Marcelino Camacho le pregunto a Felipe González si, a pesar de todo, el PSOE se inscribiría. “Isidoro” le contestó que sí.

El 12 de noviembre de 1976 se convocó por la Coordinadora de Organizaciones Sindicales, que agrupaba a Comisiones Obreras, UGT y la Unión Sindical Obrera (USO), un paro general que se evitó cuidadosamente catalogar como huelga general política. Fue, en cualquier caso, la primera movilización a fecha fija con carácter nacional desde 1934. Participaron en ella dos millones de trabajadores con una incidencia territorial relativamente desigual: el mayor apoyo se obtuvo en los polos industriales de Madrid, Barcelona, Asturias, Valencia, Sevilla  y Vizcaya. Fue una movilización importante, pero insuficiente. Tantos años de soñar con la Gran Jornada y, cuando llegó algo parecido, se movilizó menos gente que la que había tomado parte en las huelgas en cascada de comienzos de año.

El algoritmo de Washington

Cuando todavía olían a pólvora las calles de Vitoria, la Oficina de Asuntos Europeos y Euroasiáticos del Departamento de Estado remitió un dosier a los aliados occidentales sobre la compleja trama de la reforma política en España. Gracias a Wikileaks conocemos ese algoritmo pensado para tomar decisiones ante las diversas encrucijadas que podían plantearse a dos años vista. Se definían los objetivos como “cosas que queremos que sucedan” y “cosas en las que estamos preparados para ayudar cuando sea apropiado”, teniendo en cuenta que lo importante, más que el ritmo, era el calado del cambio.

Consciente de que el principal obstáculo para la reforma se encontraba en la actitud bunkerizada de un importante sector de las fuerzas armadas, el Departamento de Estado proponía  engolosinar a los militares con el suministro de equipamiento de calidad y los intercambios de visitas entre mandos españoles y estadounidenses de alta graduación. La zanahoria sería la ratificación de un nuevo tratado bilateral “como marco de una relación constructiva de Estados Unidos con el ejército español en preparación de una posible entrada española en la OTAN”, un aspecto que se veía “deseable aunque no probable” en este fase de la reforma.

Washington se pronunciaba por potenciar la democracia participativa y estable y reducir la influencia comunista al mínimo manteniendo al partido en la ilegalidad. La prioridad era aglutinar en una gran coalición a todas las fuerzas de derecha y centro, desde Fraga a los democristianos, mostrando una modesta atención a los socialistas “fragmentados y a veces irracionales” con la esperanza de que se convirtieran en una “izquierda responsable”. La base social de este bloque era la clase media, baluarte de cualquier evolución exitosa. Los norteamericanos apostaron por torpedear cualquier intento de formación de una central sindical unitaria bajo hegemonía comunista, alentando las escisiones de orientación socialdemócrata y democristiana como habían hecho en Francia con la CGT-Force Ouvrière en Francia o en Italia con la Confederazione Italiana Sindacati Lavoratori.

El Departamento de Estado de EE UU formuló un pronóstico: los comunistas españoles no obtendrían más del 15% de los votos en unas elecciones libres. Pecó de generoso

Mes y medio después, el Departamento elaboró un informe monográfico dedicado al PCE en respuesta a varias solicitudes realizadas por los consejeros políticos de las embajadas en Europa occidental. Después de un somero repaso a la trayectoria histórica del partido y a una comparativa con sus camaradas italianos, los norteamericanos formularon un pronóstico: los comunistas españoles no obtendrían más del 15% de los votos en unas elecciones libres. Pecaron de generosos: los resultados en urna se quedaron en junio de 1977 en el 9,33%, con poco más de 1.709.000 sufragios.

En un lugar de la Alcarria

Con estos precedentes, Santiago Carrillo, secretario general del PCE, decidió imprimir a la organización una de aquellas “svoltas de Salerno” que convirtió en marca de la casa. El 21 de noviembre, en un viejo molino rehabilitado de un pequeño pueblo de la provincia de Guadalajara, se reunió por primera vez en el país desde 1939 el Comité Ejecutivo del todavía ilegal Partido Comunista de España. El ambiente estaba impregnado de trascendencia. Carrillo bromeaba al evocarlo: “El cuadro era propio de una reunión de carbonarios en pleno siglo XIX . Casi no nos veíamos las caras. Al final, tanta incomodidad hasta resultó siendo simpática”.

Aunque no se levantó un acta, Jaime Ballesteros tomó con esmero las notas que permiten reconstruir lo que allí se trató. Carrillo arrancó con una paradoja: al aprobar las Cortes la reforma por mayoría abrumadora, resultaba que “una cámara fascista ha aprobado el principio del sufragio universal. Los instrumentos fascistas han parido instituciones democráticas formales, aunque con restricciones”. Con ello, el rey y Suárez habían conseguido realizar con éxito la primera parte de su plan. El Gobierno, además, había logrado meter una cuña en el mal soldado bloque opositor tomando una parte de su programa: “Cierta amnistía, cierta tolerancia, han hablado de sufragio, de partidos, han hecho promesa de parlamento. La reforma la han presentado como el cambio”. El secretario general del PCE hizo entonces una confesión paladina: “El Gobierno arrebató la iniciativa la oposición y conserva hoy la iniciativa”.

Lo que vino a continuación era la metabolización de una derrota histórica: “Todavía no hemos logrado que en el cambio sea la clase obrera y aliados los que tengan una posición hegemónica. Esta permanece en la oligarquía todavía”. De haberlo podido escuchar, Juan Goytisolo, Fernando Claudín y Jorge Semprún, expulsados en 1964 por haber sostenido la previsión de ese escenario de salida, habrían exultado.

Los grupos de la oposición daban muestras de estar ya más pendientes de colocarse en posición ventajosa en la rampa electoral que en mantener la solidaridad de grupo para salir de la ilegalidad todos juntos. En adelante, el eje central de la política del partido pasaba a ser la batalla por la legalización y la preparación de la participación con candidaturas propias en las próximas elecciones “desde la legalidad o ilegalidad”.

Por primera vez en mucho tiempo, la liturgia de un pleno del Comité Ejecutivo iba a alterarse: al informe del secretario general no iba a seguirle la letanía de intervenciones que venían a mostrar su acuerdo, sin apenas debate o solo con observaciones de matiz. A raíz de la exposición inicial, se levantó un inusitado coro de voces discordantes: Simón Sánchez, Manuel Azcárate, Armando López Salinas y Ramón Tamames mantuvieron que había que seguir manteniendo la presión en la calle. Admitían que la oposición democrática no tenía fuerza para imponer la ruptura, pero creían que tampoco a los adversarios de la democracia plena les iba a resultar fácil acallar el clamor popular.

El secretario general hubo de emplearse a fondo en una segunda intervención. Para él, ya no era posible seguir la lucha contra el régimen franquista porque desde el momento en que se había aprobado la reforma “no hay régimen franquista, aunque tampoco democracia”. Carrillo remató lo que pudiera quedar de esperanza en que las cosas fueran de otra manera: “Nuestra posición es ensanchar la pista que ha situado el gobierno. No hay otra pista, no tenemos fuerza para imponerla. Ensanchar la pista, levantar obstáculos para lograr elecciones lo más democráticas. Lo central hoy es la libertad para los partidos. Es la exigencia mínima para participar en unas elecciones”.

Ese era el único camino y emprenderlo suponía un giro estratégico de tal calado que el secretario general era consciente de que se corría “riesgo de cierta confusión en nuestras fuerzas y aliados”, la estupefacción en unas bases a las que, como decía Sandoval, les podía tentar mandar “al diablo aquel juego en que habíamos recibido todas las cartas para perder la partida”.

En el molino de Guadalajara, quizás sin que nadie le diera aún importancia, algo importante en la tradición de un partido comunista, el clásico principio de autoridad del secretariado, había empezado a resquebrajarse

No le fue fácil a Carrillo imponer su criterio. Él mismo lo reconoció: “Al final hubo consenso, aunque pienso que para algunos no está suficientemente claro”. Cerrada la tormentosa reunión, el secretario general confió en el probado automatismo de la dinámica orgánica para solventar las diferencias surgidas con algunos miembros del Ejecutivo: “Ya irán aclarándose”. Sería así durante algún tiempo más, pero en el molino de Guadalajara, quizás sin que nadie le diera aún importancia, algo importante en la tradición de un partido comunista, el clásico principio de autoridad del secretariado, había empezado a resquebrajarse.

¡A las elecciones, a las elecciones!

El 10 de diciembre, a mediodía, en un piso del número 5 de la Calle Alameda de Madrid, una de las sedes del Círculo de Estudios e Investigaciones Sociales, Sociedad Anónima (CEISSA, tapadera del partido), Carrillo dio un golpe de efecto compareciendo en una rueda de prensa pública junto a la plana mayor del Comité Ejecutivo. El acto tuvo mucho de provocación calculada: era un desafío que obligaba al Gobierno a retratarse. Ante el hecho consumado, solo cabían la detención o la legalización de su situación personal.

Los análisis que se han centrado en la trazabilidad del proceso de legalización han orillado el comentario de algunas cuestiones que se plantearon en la presentación pública de Carrillo y que, posteriormente, se encontrarían en la urdimbre de la crisis del PCE. El discurso del 10 de diciembre estaba pensado hacia afuera del partido y había en él no pocas dosis de simulación.  La entradilla de Mundo Obrero que resumía el contenido de la comparecencia hacia adentro disparaba consignas con cadencia de teletipo: “A las elecciones con la bandera del PCE […] Acuerdo para hacer frente a la crisis. No alineamiento de España. Votaremos por la República, pero el juez es el pueblo. Participaríamos en un Gobierno de amplia composición ¿Porcentajes [de voto]? Que el pueblo hable […] La dirección del Partido no se pacta […] No aceptamos ningún dogma. Llegaremos a la ruptura democrática”.

Pero la letra pequeña matizaba cada una de ellas. Casi ninguna era tan rotunda como parecía —la apuesta republicana, la negativa al pacto social, el leninismo, la continuidad en los cargos, las relaciones con la URSS…— y meses y años después se convirtieron en pequeñas minas que estallarían una a una hasta demoler el partido.

Aunque se rechazase semánticamente el término “pacto social”, siempre negativamente connotado entre la izquierda por su evocación de la conciliación de clases,  Carrillo formuló la necesidad de “un acuerdo de las fuerzas obreras y de las fuerzas capitalistas en nuestro país (por lo menos, las más inteligentes, las más progresivas) para elaborar un plan económico de tres o cuatro años que permita dar una solución progresista a los problemas de la crisis económica”.

Interpelado sobre la política de bloques y la monarquía, el secretario del PCE manifestó su disposición a allanarse a la voluntad del pueblo español manifestada en referéndum si esta llevaba a aceptar la entrada en la OTAN y el acatamiento de una monarquía constitucional y parlamentaria. Respecto a la vigencia del leninismo, Carrillo señaló que, sin abjurar por completo de él, había principios que podían haber sido útiles en la década de los 30 y que quizás podían seguir siéndolo para partidos revolucionarios que se desenvolviesen en condiciones distintas a las de los países desarrollados. “Esas concepciones leninistas a nosotros hoy no nos sirven”, sentenció.

Dichas toda y cada una de estas cosas dos años más tarde, levantaron la polvareda que enturbió los debates del V Congreso del PSUC y del IX del PCE. Entonces, si casi todos los elementos que se iban a convertir en líneas de fractura, tan hondas que acabaron por hacer colapsar al partido, estaban presentes en la primera intervención pública del secretario general del PCE ¿por qué tardaron en aflorar? ¿Quizás porque en 1976 había una fatiga de clandestinidad, la percepción de la recompensa próxima a una lucha tan dura y una militancia entusiasta que asimilaba giros estratégicos como si fueran meramente tácticos y funcionales a la consecución del último objetivo: salir a la luz?

Solo cuando el contraste con la dura realidad, los pobres resultados electorales, la evidencia de que con los comunistas se contaba solo para el sacrificio —aceptación de la corona y la bandera, pactos de la Moncloa, moderación en las formas— a cambio de dolorosas renuncias doctrinales que a otros no se les exigían, sin que eso les rentara beneficios sustanciales, dichas renuncias acabaron pasando factura.

La legalización se convirtió en una meta obsesiva. Había en ello justificaciones extra e intramuros. De cara al exterior, la dirección comunista era consciente de que el PSOE era un partido proteico, cuyo bajísimo perfil en la lucha de masas contra la dictadura no era óbice para que contase con robustas raíces en la memoria generacional. Exento, además, del estigma con el que la dictadura distinguió al comunismo, en cuanto los socialistas empezasen a abrir casas del pueblo por doquier la partida por la hegemonía de la izquierda podía darse por perdida.

De puertas para adentro, el argumento más repetido era que la concurrencia a las próximas elecciones sin poder enarbolar legalmente las propias siglas y emblemas dejaba a los comunistas en clara desventaja. Pero semejante circunstancia no hubiera significado, como lo planteaba el secretario general, que el PCE quedara automáticamente relegado a la condición de fuerza extraparlamentaria. Quizás no habría podido comparecer con su nombre, pero eso no era un problema para una organización que llevaba una década presentando a las elecciones sindicales a unos candidatos que una gran mayoría reconocía como comunistas o afines. ¿Alguien cree que los electores no habrían sabido a qué orientación política obedecían los enlaces sindicales, líderes del movimiento vecinal, activistas por los derechos de la mujer, abogados laboralistas, técnicos y profesionales, cineastas y artistas cuyos nombres esmaltasen la papeleta de una plataforma por el hecho de que no figurase en ella la hoz y el martillo?

Acudir a las urnas con nombres-tapadera, como frentes o agrupaciones de electores era algo a lo que estaban acostumbrados los comunistas de medio mundo. El problema era que en esas candidaturas no podrían figurar nombres del exilio y, entre ellos, los de la presidenta, el secretario general y un porcentaje significativo de miembros de la dirección. Ninguno de ellos sería elegible ni asumiría papeles públicos como el de portavoz del grupo parlamentario. Equivalía a un proceso generalizado de sustitución de la cúpula que Carrillo no estaba dispuesto a aceptar. Su concepto de sí mismo le vetaba la mera posibilidad: “Uno de los hombres de más experiencia política soy yo, y sin demérito ninguno para los hombres de la política española, creo que uno de los políticos que en nuestro país tiene más experiencia política soy yo, y lo digo sin falsa modestia, y claro, algunos piensan que no estaría mal eliminar a este ‘animal político’ que es el secretario general del PC, a ver si el que le reemplaza es más flojo, menos capaz, menos experimentado, comete más errores y se puede de esa manera debilitar, aislar y batir más fácilmente al PC”.

De nada sirve hacer la historia contrafactual de lo que hubiera ocurrido si las cosas hubieran sido de otra manera. Pero cabe pensar, razonablemente, que un PCE paralegal, dirigido por los cuadros del interior curtidos en los distintos frentes de masas, incluso con una presencia parlamentaria similar a la que luego obtuvo, pero con la coartada de no haber obtenido más relevancia por su deliberada marginación desde arriba, podría haber explotado por más tiempo las reservas de movilización que atesoraba y no se habría visto forzado a realizar determinadas concesiones que afectaban a su ADN y eran susceptibles de desgarrar a su militancia. Mas eso es ya un ejercicio inútil de melancolía.

Un rojo torbellino
Este texto es un anticipo de ‘Un rojo torbellino. Historias del comunismo español’, que publicará en otoño Pasado&Presente.

 


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10/4/2021 10:56

Yo lo que diga Ramon Mercader

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#86886
9/4/2021 14:27

Igual recuerda lo de la independencia de cataluña, para muchos había muchas expectativas pero muchos de los los de dentro sabían que se movían en un rango posibilista. ¿es parecido?.

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