Sindicalismo social
Sindicalismo desbordante o el desborde de las asambleas

Una reflexión sobre los límites de las experiencias sindicales y una propuesta de desbordarlos mediante el cuidado de las relaciones de apoyo mutuo
Para ser libres necesitamos vivienda
Acción del Sindicato de Inquilinas e inquilinos de Málaga
Sindicato de Inquilinxs y Suburbia
15 abr 2024 14:45

Diario de un sindicalista

Málaga, un lunes de abril de 2023.

Hoy hemos inaugurado una nueva etapa en el Sindicato de Inquilin*s de Málaga. Tras meses de acompañamiento de casos —sin coordinación ni estrategias largas— y discusiones interminables sobre el problema de la organización —y otras cuestiones complejas relacionadas con las derivas identitarias de los espacios de movimiento o el sectorialismo— puedo afirmar que se abre un momento otro para quienes hemos seguido apostando por experimentar en los bordes del sindicalismo social.

Hace ya dos meses que celebramos las primeras Jornadas Inquilinas. En este mismo diario dejé constancia del desarrollo de aquellos debates y, sobre todo, de los encuentros que se dieron por fin entre afectad*s, militantes y sindicalistas. Sindicalistas que aún no tenían claro si efectivamente hacían sindicalismo, pero que estaban enervando una socialidad fundamental en términos de apoyo con vecin*s y amig*s en medio de las violencias del alquiler y la renta.

Las Jornadas resultaron más que satisfactorias. Para empezar, y a pesar de nuestras dudas, l*s inquilin*s estaban más que dispuest*s a desplazar la línea de la radicalidad discursiva hasta las fronteras de la propiedad privada y su sacralidad sociopolítica. Además, el deseo de profundizar los debates y la formación en torno al sentido de la organización sindical era apabullante. Otras de las cuestiones que cabe destacar no sería tanto la composición —pues en principio las asambleas de «afectad*s» siempre han sido un puente con perfiles foráneos del país de las clases medias—, sino la actitud de estas subjetividades: mucho más agresivas y decididas que de costumbre.

Se acercó bastante gente nueva. Con toda esa gente nueva reiniciamos las asambleas mensuales y los grupos de trabajo —que han incorporado las hipótesis de estrategia territorial, formación, etc—. De todo aquello hace ya más de un mes y aún así, no fue ahí, en la asamblea como centro de la política —deliberativa— donde comenzó todo, sino antes y después, alrededor y en medio de un proceso “joven” que, sin embargo, viene de lejos. No hay un solo comienzo y, por supuesto, no está en la concentración de l*s afectad*s como l*s mism*s, idéntic*s –inquilin*s-, sino distribuido a través de muchos momentos menores; en las socialidades insumisas que desbordan el tiempo de las asambleas.

Podemos rastrear algo parecido a un comienzo entre etapas, cuando algun*s compañer*s se preocuparon de cuidar las relaciones afectivas que se habían producido bajo el paraguas del Sindicato entre l*s militant*s cansad*s y descreíd*s y quienes a pesar de «la falta de organización» seguían peleando su caso y el de otr*s afectad*s demostrando una convicción sindical desconcertante. También podemos reconocer «un comienzo» justo después de la primera asamblea, cuando esas socialidades se intuían en fuga y la atención de «l*s expert*s» se volvió multidireccional en el devenir sindicalista de un*s y otr*s.

Entonces, ¿por qué hablo, hoy, de una inauguración? ¿por qué es hoy, de hecho, un momento instituyente en medio de un proceso como este, compuesto por una gran multiplicidad de principios sin final?

Hoy hemos organizado nuestras primeras Brigadas Inquilinas para ir al barrio de Santa Julia y nos hemos encontrado con Pilar, el vínculo más fuerte del Sindicato en la zona. Hemos hablado con l*s vecin*s y, en el camino, nos hemos interesado un*s por otr*s. He podido oír como vari*s de l*s brigadistas, al margen del plan de acción y de afinidades molares, tejían su propio programa de cuidado mutuo en los bordes del problema del alquiler.

Tras la asamblea del mes pasado, teníamos un par de objetivos claros: reactivar la comunicación y volver al barrio de Santa Julia. Estos dos objetivos se podían encajar en los propios grupos de trabajo y varias manos alzadas facilitaron el reparto de tareas. Sin embargo, tras la incursión de hoy, nos vamos con múltiples compromisos afectivos que pueden fortalecer la vinculación de algun*s sindicalistas con el proceso —sindicalistas con vidas atravesadas por multitud de violencias que difícilmente se pueden sectorializar y atender de manera aislada o experta. Por fin estamos haciendo organización, sindicalismo. Y lo estamos haciendo sin arrinconarlo en la representación de las viejas estructuras impotentes y tendentes al inmovilismo conservacionista y corporativo.

Hoy hemos inaugurado una nueva etapa en el Sindicato de Inquilin*s de Málaga, porque hoy hemos desbordado la asamblea.


Desbordar la asamblea


Convencido de que aún podemos ensanchar y multiplicar los procesos de autoorganización y cuidado mutuo, intento pensar con las prácticas y los debates colectivos del SDI de Málaga un sindicalismo en desborde. Un sindicalismo que desborde las políticas identitarias y los límites de la clase media como socialidad capturada, cultura de los movimientos sociales y su vínculo impronunciable con el estado de derecho. Un sindicalismo que desborde la asamblea como centro de una política de la representación mediada por el gesto participativo.

Quizás la primera pregunta que nos asalta es: ¿por qué sindicalismo y no otra cosa? El sindicalismo desbordante rompe con la identidad como eje vertebrador de su propio sentido y es en sí mismo el mejor antídoto para cierto límite corporativo aunque resulte contradictorio. De todos modos, a esta pregunta vamos a responder más adelante. De momento empiezo por el final: ¿qué supone desbordar la asamblea?

El esfuerzo por desbordar la asamblea es también el esfuerzo por desplazar el encuentro político por fuera de los dispositivos de deliberación y toma de decisiones a la vez que se atiende de manera cuidadosa la potencia política de las relaciones, los encuentros imprevistos y la producción de nuevas formas de vida en ámbitos que normalmente excluimos de la propia socialidad militante: lo privado, lo íntimo y lo familiar como dispositivos de individuación que compartimentan nuestro ser-con much*s y subordinan la ficción de una vida individual al control del estado.

El esfuerzo del que hablo se abre a un proceso dividual de experimentación; nuevos usajes de la vida con otr*s.1 El objetivo no es construir un sindicato corporativo en torno a una problemática más o menos trasversal como el alquiler —algo que de por sí, amplía los límites del sindicalismo tradicional por su relación con la reproducción—, sino sindicalizar la vida y desmantelar sus estructuras de control en el encuentro con los márgenes.

La demanda de estos «esfuerzos», las «renuncias» o, dicho en afirmativo, el compromiso generoso con los procesos de sindicalización de la vida dividual y el devenir minoritario, se puede percibir como un regaño o un mandato disciplinario, pero nada más lejos de la realidad. Si se alerta sobre la separación de la actividad militante de otras actividades como el trabajo, la maternidad o la formación académica, es porque no podemos ignorar la diáspora aspiracionista, coincidente con la degradación vanguardista de los movimientos y su marginalidad política. Sin embargo, no nos interesa evangelizar a «l*s descarriad*s» de «la moral militante». Antes bien, nos emplazamos a tejer experiencias de socialidad insumisa con quienes están dispuest*s a desbordar la propia vida en presente. Con tod*s l*s que a pesar de la precariedad, el olvido y la degeneración de los tejidos de vecindad, practican el comunismo cotidiano2 del que hablan Graeber y otr*s compañer*s.

Las dinámicas individualizantes, refamiliarizantes y despotenciadoras no son nuevas, sino cíclicas, y conforman procesos de reterritorialización de las socialidades insumisas con genealogías propias. Un ejemplo claro de estos fenómenos de repliegue, que se reproducen en términos de repetición en los movimientos sociales desde los años setenta —y que posiblemente sean condición para la existencia de estos movimientos en cuanto tales; de sus propios límites comunales—, lo podemos encontrar a finales de la misma década gracias al análisis obstinado de Ellen Willis sobre el ocaso de la contracultura: “si hay una tendencia cultural que ha definido los setenta, es el agresivo resurgimiento del chovinismo familiar [… ]. La apasionada defensa de los valores de la familia tradicional ha afectado a la atmósfera social incluso de la clase media liberal y educada que produjo a los radicales culturales. El nuevo consenso es que la familia es nuestro último refugio…».3

Ellen Willis, en su empeño por abandonar la familia como dispositivo estatal para la reproducción del capitalismo por un sistema de crianza colectiva, habla de una revolución social y psíquica de una magnitud casi inconcebible y efectivamente, es imposible concebir la magnitud de aquello que solo se puede reconocer en medio de flujos de socialidad sin control. No podremos medir el desborde, ni falta que hace. Nuestro objetivo no es hacerlo mensurable sino ingobernable y debemos hacerlo a pesar de este ciclo de repliegue. Por eso insistimos de manera impertinente, como hizo Ellen tras el cierre reaccionario de aquel experimento.

Hay algo que me resulta urgente precisar. Cuando hablamos de «flujos sin control» o de experimentación en términos de socialidad, no estamos jugando con abstracciones sin un reflejo inmediato en nuestro presente como militantes o sindicalistas. Como he argumentado con anterioridad,4 en la cooperación efectiva con las subjetividades subalternas, el afuera del estado de derecho —y su alcance integracionista—, está la clave de la aventura revolucionaria de hoy. Por lo tanto, en plena crisis organizativa de las luchas sociales, tenemos que empezar desarrollando una nueva habilidad sensible; una nueva sensibilidad de clase que nos permita cartografiar el rastro de esas socialidades insumisas, los encuentros que se suceden alrededor y a través de la asamblea, pero sobre todo en sus des-bordes.

No es fácil concretar en qué puede consistir todo esto cuando pensamos de manera aislada, alejad*s de los procesos de autoorganización. Por eso creo que la experiencia del SDI de Málaga nos puede ayudar a imaginar mejor lo que ya está pasando.

Podríamos hablar de los afectos que se abren en las luchas sectoriales y la posibilidad de ampliarlos dejando que las vidas se filtren entre sí. Podríamos hablar de las necesidades de l*s compañer*s más allá de la cuestión del alquiler y la disposición a ser compañer*s; el apoyo sostenido más allá del «orden del día». Podríamos hablar de esas formas complejas de retorcer los vínculos por abajo, mutar en nuestros gestos socio-culturales con l*s que no son lo mismo. Podríamos hablar de estar disponibles para el encuentro; reventar nuestro tiempo-futuro y la organización paranoica del mismo y decir «sí», «ya», si eso facilita la afección de los vínculos precarios. Podríamos hablar de una política paciente y profundamente materialista; la muerte de la representación.

Pues bien, nada de esto lo vamos a hacer (solo) en asamblea —en la asamblea como única vía de acción y concreción de la «participación» en los espacios de movimiento.

Desde mi punto de vista hay dos elementos fundamentales que de alguna manera sintetizan «los esfuerzos» que mencionábamos al comienzo de este apartado. Si realmente queremos desbordar la asamblea y ampliar los márgenes de cooperación con otr*s, debemos empezar por desfetichizar la asamblea y las estructuras organizativas de nuestros humildes —y a veces marginales— dispositivos de lucha.

Para quienes llevamos años sobrecalendarizando nuestros días de reuniones y hemos delegado nuestra propia actividad política al momento parlamentario de las asambleas, puede ser desconcertante y difícil, pero hay vida más allá. De hecho, teniendo en cuenta el alcance real de estos dispositivos de lucha, prácticamente todo pasa más allá de las asambleas y es ahí donde tenemos que estar enervando socialidades insumisas, o si se quiere, haciendo organización.

Por otro lado, esto supone, como ya he mencionado, estar disponibles para el encuentro y desordenar nuestra vida más o menos cómoda en la ciudad neoliberal como precari*s-aún-en-relación-integral-con el estado. Supone devenir minoritari* en nuestro cotidiano y desbordar, igual que la asamblea como centro de la política de l*s indiviu*s, el yo individual como propietario de una vida separada de l*s otr*s. Necesitamos devenir con much*s, devenir en presente. Necesitamos sabotear el tiempo futuro de la estabilidad endeudada y romper con la trampa de la deuda financiera para endeudarnos con l*s subaltern*s.5 Antes incluso que la vida en el centro, permitir que la vida con otr*s desborde todo lo demás.

Pero esta vida de l*s subaltern*s, esta vida sindicalizada, como cualquier vida, se tiene que pensar en relación con las violencias del capital heterorracial. Mientras escapamos de ciertos cierres identitarios o verticalistas, seguimos moviéndonos en medio de una gran multiplicidad de conflictos y por eso pensamos el apoyo mutuo como organización y la estrategia como cuidado atento de las relaciones en lucha.


Organización y estrategia


Antes de avanzar, voy a dar una definición breve y aproximada de las categorías de organización y estrategia según la hipótesis del sindicalismo desbordante y la sindicalización de la vida.


Organización

Llamamos organización a esas relaciones de apoyo mutuo que se dan en el proceso de desborde. No tanto como una concentración en la asamblea o de la estructura organizativa como dispositivo de representación, ejecución y disciplina autoritarista, sino como socialidad insumisa. El desborde no sería tanto un desborde cuantitativo, numérico de la asamblea, sino cualitativo, de la propia socialidad por fuera de las asambleas —o instituciones de reterritorialización de la acción política con otr*s—. Poner la vida en el centro como organización. Más aún, desbordar el centro. En realidad, si nos ceñimos a esta hipótesis organizativa, no hay afuera posible. La organización es en la inmanencia y la tarea principal de l*s militantes tiene más que ver con rastrear los afectos y descodificar los encuentros subterráneos que con la construcción de una estructura de la política molar.


Estrategia

Llamamos estrategia al cuidado atento de esas relaciones de apoyo mutuo en un marco espacio-temporal que rompe los ritmos de lo individual-víctima y permite anticipar los retos, luchas y conjuras frente a las capturas y violencias del estado colonial —en términos macro y micropolíticos: la colonización de todas las formas de vida de l*s subaltern*s.

Si acordamos arrancar el análisis con estas dos definiciones como fundamento de la tarea de l*s militantes o sindicalistas —facilitar el encuentro de esas socialidades y su multiplicación—, la crisis de los CSOAs de segunda generación o de los «movimientos sociales» no se corresponde tanto con la falta de estrategia en términos duros sino con la reterrotorialización de «la asamblea» y, en consecuencia, la producción estratégica como conatus. Es esto lo que ha impedido multiplicar una socialidad peligrosa y el diseño cuidadoso de procesos de lucha contra la ciudad neoliberal.

Poco después de comenzar a redactar este artículo, tuve la oportunidad de comer con Leopoldina Fortunati, histórica militante italiana de Potere Operaio y autora de «El arcano de la reproducción»6 y «El gran calibano»7 (cuya autoría comparte con Silvia Federici). No soy capaz de precisar si fue mientras degustábamos el exquisito guisaíllo malagueño que había preparado con mucho esmero el compañero Kike o durante el coloquio que coordinaba Sara en la librería Suburbia —pues las mismas conversaciones se alargarían entre un momento y el siguiente—, pero recuerdo que Leopoldina dijo algo que nos interesa traer a colación en esta parte del texto y que voy a intentar reproducir de memoria: estamos en un momento posterior a los movimientos de masas; los movimientos masivos de los años setenta. Ahora y desde hace ya algunos años, los espacios de discusión política y articulación de las luchas se han reducido a vanguardias, grupúsculos. En esta situación, infraestructuras y espacios autónomos como este son fundamentales y, definitivamente, la tarea principal de quienes seguimos pensando los procesos de autoorganización y contrapoder pasa por identificar y atender de manera cuidadosa las relaciones que se entretejen en medio de los procesos, más allá de los espacios de discusión. A continuación habló de manera apasionada de las luchas de los movimientos feministas en diferentes geografías, de la huelga de cuidados y de «poner la vida en el centro». Pero ¿en qué puede consistir todo esto a efectos prácticos?, ¿cómo se militan las relaciones como organización, el estar en medio de manera atenta y, en fin, cómo ponemos la vida en el centro de las luchas a la vez que la «organización» se amplía y se alarga el conflicto?

Entre otras cosas, podríamos empezar desordenando el análisis crítico —y jerárquico— del capitalismo como un sistema económico con centro en la producción de mercancías y la explotación del trabajador asalariado, algo que la propia Leopoldina hizo en «El Arcano de la reproducción» y que la famosa campaña del feminismo marxista de los años setenta contra el trabajo doméstico se encargó de traducir en términos de estrategia política. Desde entonces, el trabajo reproductivo a cargo de las mujeres desplazó la centralidad incuestionada del* trabajador* libre; del trabajo asalariado como única forma de producción de valor y plusvalor, descubriendo así la verdadera naturaleza del trabajo doméstico o de reproducción como trabajo no pagado, una labor imprescindible para la reproducción del capitalismo que —y eso es importante— debe seguir siendo no pagado a toda costa.

Ya hemos sacado algo en claro y bastante útil para seguir pensando los procesos de autoorganización: lo que se ha llamado «reproducción» es algo sin lo cual el capitalismo no podría ser. Pero ¿por qué? Debemos ir un paso más allá antes de darnos una respuesta útil, antes de empezar a concretar la hipótesis organizativa.

En la línea que propone David Graeber estamos en disposición de asegurar que el trabajo reproductivo o las labores de cuidado «han sido siempre las formas más importantes de esfuerzo humano en cualquier sociedad».8 En este sentido podemos intuir que en la mayoría de las sociedades de la historia la producción de mercancías no ha sido más que «un medio para este fin», es decir, para la vida como un conjunto de socialidades y relaciones de cuidado. Es muy importante que nosotr*s mism*s, quienes nos dejamos los días intentando imaginar y hacer otros mundos posibles, no sigamos comprando los preceptos ideológicos del capital: la producción de mercancías y la ley del valor no pueden subordinar las relaciones de apoyo mutuo como sentido de la propia vida con otr*s.

Lo que quiero decir con todo esto, es que en realidad no estamos inventando nada, que las relaciones de cuidado y apoyo mutuo ya están ahí, sosteniendo la vida en el capitalismo a pesar del capitalismo y de su propia ideología de mercado y que es importante que sepamos incorporar esta realidad en nuestros relatos. Si el capital lo necesita, arrasa, roba, quema, tortura, domina, machaca y lo hace hasta el exterminio si es preciso, pero no puede exterminar las relaciones de apoyo mutuo, no puede destruir los cuidados de las vidas precarias porque sin vida no hay explotación; sin vida no quedan reservas de plusvalor y las vidas necesitan los cuidados mutuos para ser también en la servidumbre. Entonces, «poner la vida en el centro» puede tener que ver con abrir grietas, agujeros, espacios de socialidad donde experimentemos formas de cuidado insumiso, rebelde, que desplacen fuera de plano todo aquello que violenta y aliena a quienes se cuidan en fricción con los flujos constantes del capital. Es aquí donde las mujeres, pero también l*s niñ*s, l*s migrantes pobres, l*s marginad*s o l*s trabajador*s de las economías sumergidas —un reino del subsuelo que se amplía a gran velocidad— tienen mucho que decir, pero no en términos esencialistas ni por la posición que ocupan en la gran fábrica global del capitalismo tardío —o no solo—, sino porque ell*s son l*s que conocen los saberes menores, l*s que conocen los atajos e imaginan a diario líneas de fuga; l*s que inventan con sumo cuidado ungüentos para las vidas dañadas. Porque ell*s saben hacer el comunismo de lo cotidiano y lo hacen en presente.

A principios del siglo pasado, cuando las grandes organizaciones obreras –también los sindicatos— trabajaban por causa de la revolución socialista, la filiación del obrero industrial como el sujeto revolucionario ocupó un lugar privilegiado, casi mítico, en el imaginario de las vanguardias y de todo el movimiento. Los cuadros se buscaban en la industria. Pues bien, hoy, en el cuidado atento de las relaciones de apoyo mutuo y la multiplicación de las muchas socialidades insumisas, tenemos que facilitarnos el encuentro con “nuestros cuadros” fuera del trabajo —y de la asamblea sobrecodificada—, en lo más abierto e indefinido de las relaciones de cuidado que se ocultan en la ciudad neoliberal. Como topos, a ciegas, rastreando los afectos por debajo del asfalto duro del sujeto-individual. Además, tenemos que hacerlo para experimentar con esas mismas socialidades y devenir con ellas «en la organización». Nuestra ambición organizativa desborda nuestros propios dispositivos: no queremos diseñar estructuras sino vivificar experiencias de clase a través de un proceso complejo que hemos llamado «sindicato» y del cual no podemos separarnos.

Sindicalismo a contrapelo


Al comienzo del segundo apartado adelantaba que el sindicalismo desbordante rompe con la identidad como eje vertebrador de su propio sentido y es en sí mismo el mejor antídoto para cierto límite corporativo. Creo que en el desarrollo de la hipótesis organizativa queda suficientemente bien expuesto —o al menos esa era la intención— el por qué y cómo nos intentamos escapar de las lógicas cerradas de la sectorialidad y la identidad.

Tan solo queda explicar por qué insistimos en pensar los escenarios de experimentación y cuidado autoorganizativo con el lenguaje del sindicato o de los sindicalismos. En este sentido, no se trata tanto de volver a contar la hipótesis del Sindicato de Inquilin*s en Málaga y los motivos de su reactualización —algo que ya comentamos hace poco-, 9 sino de la preferencia de «lo sindical-desbordado», del torcimiento de este viejo significante, en vez de pasar a otras categorías más o menos a mano en el ámbito de los movimientos como puede ser, por ejemplo, «la comunidad».

Para empezar, la crisis de imaginación existente en los movimientos sociales exige cierta audacia, cierto arrojo del pensamiento. Hablamos todo el rato de la experimentación con respecto a las prácticas, los procesos de luchas o las relaciones de apoyo mutuo y, en este sentido, la experimentación con las palabras, el lenguaje, es casi tan importante como la experimentación de los cuerpos. Es posible que ciertos inventos semánticos puedan ser inútiles o tengan una vida corta. Da igual. Si nos equivocamos o decimos un parpucho, lo decimos sin problema. Nos interesa remover el agua estancada, experimentar con las categorías viejas y nuevas para alumbrar lo que hacemos o intuimos que podemos hacer mientras lo hacemos a oscuras.

Por lo tanto, al igual que nos atrevemos a ensayar hipótesis de movimiento que desbordan las reglas de los propios movimientos, debemos intentar hacerlo con el pensamiento y la producción de saberes. Antes de continuar con un intercambio previsible de categorías y definiciones evidentes, nos vamos a permitir redefinir y actualizar en presente aquello que alguna vez permitió que l*s olvidad*s de la historia vivenciaran lo que es «casi inconcebible».

Está claro que las formas de los diferentes sindicalismos han encontrado límites que en ocasiones resultan límites duros, difíciles de superar. Sinceramente, pienso que aún no hemos exprimido todo el potencial trasformador de lo que se ha venido a llamar «sindicalismo social» o «nuevo sindicalismo» y aún así, los límites son claros y tenemos que encontrar fórmulas que nos permitan mutar y seguir definiendo las estrategias de multiplicación autoorganizativa. Sin embargo, creo que la respuesta no pasa por descartar el sindicalismo o por cambiarlo de nombre sin una hipótesis suficiente que dé respuesta a los límites del sindicalismo social y acompañe la muerte del nombre.

Es evidente que en la tentación de sustituir el término se esconde el deseo de fuga y la apuesta por un desplazamiento de los límites del sindicalismo social, pero este planteamiento comprende varios errores que, resumiendo mucho, podemos reducir a dos cuestiones muy sencillas: la primera es consecuencia de la crisis de imaginación que referíamos más arriba y la segunda —que es la que vamos abordar aquí— tiene que ver con el significado. ¿Qué entendemos por sindicalismo?

En principio, solemos entender el sindicato como un dispositivo de autoorganización de l*s trabajador*s industriales que tenía como objetivo formal la ampliación o adquisición de derechos laborales. Pero fuera de esa formalidad, el sindicalismo obrero, en medio de la contradicción capital-trabajo, fue una herramienta revolucionaria fundamental que permitió equilibrar la relación de fuerzas y ensanchar la lucha de clases —que finalmente, encontró sus propios límites en la deriva corporativista, laboralista y burocrática.

El sindicalismo social, que se enfrentaba a una composición de clase mucho más compleja y pegajosa —donde el sujeto obrero pierde centralidad-,10 intenta actualizar esos procesos autoorganizativos de defensa de derechos y lucha de clases junto con las nuevas subjetividades subalternas de la ciudad-global. Pues bien, nos volvemos a preguntar ¿qué entendemos por sindicalismo? O mejor aún ¿qué vincula el sindicalismo obrero de finales del S.XIX con el sindicalismo social de nuestro siglo? Si la respuesta es la defensa y ampliación autoorganizada de los derechos desde abajo o la organización reformista y corporativa de l*s trabajador*s, ya tenemos dos soluciones posibles: por un lado podemos abandonar el sindicalismo social en busca de alguna comunidad de lucha que supere los límites corporativos del sindicato o podemos subordinar el sindicato a un aparato de partido «realmente» revolucionario. Sin embargo, existen otras posibilidades, otras respuestas.

Lo que nos permite actualizar el sindicalismo obrero y el sindicalismo social en presente no se puede entender en sentido molar, sino molecular: el sindicalismo ha sido y será siempre la capacidad de l*s subaltern*s de multiplicar y amplificar una cierta socialidad rebelde que emana de las resistencias cotidianas contra la explotación y las violencias del capitalismo criminal; la capacidad de instituir esas socialidades a través de infraestructuras de todo tipo e instituciones propias; la capacidad de hacer clase de la manera más tangible y organizativamente legible. El sindicalismo es el proceso de desborde de esa socialidad experimental desde los márgenes y se reproduce siempre que es capaz de desbordar sus propios límites corporativos o sectoriales —como veremos más adelante—. El sindicalismo es contrapoder y cultura de parte.

Esta manera de entender el sindicalismo no es ideal y se diferencia de otras definiciones y corrientes porque encuentra su presente histórico en las historias menores de l*s subaltern*s. Por eso decimos que el sindicalismo desbordante es un sindicalismo a contrapelo,11 que no se conoce en los grandes cambios, sino en las transformaciones sigilosas que nos permiten actualizar el sindicalismo como socialidad insumisa de l*s subaltern*s desde el presente. Así pues, como explica Isabell Lorey en su lectura particular de Benjamin, una perspectiva así surge, en un sentido temporal sincrónico, del cuidado mutuo como sociabilidad que, en tanto cuidado —situado en la historia de las luchas y los conflictos—, «tiene por tarea pasarle a la historia el cepillo a contrapelo».12 Debemos actualizar el pasado de las luchas en el tiempo-ahora como una constelación de muchas «astillas» que permita a l*s oprimid*s sin historia hacer saltar por los aires el continuum del progreso —y del tiempo histórico de los vencedores— en el camino de la revolución molecular.

Es por esto que a la hora de pensar los procesos de sindicalización de la vida y para no tener que relegar las posibilidades de expansión y desborde a «las comunidades» en abstracto —un concepto problemático que no está exento de dinámicas endémicas y producción de identitarismos con una fuerte raíz individual—, decidimos leer en presente las historias menores y las prácticas concretas de quienes experimentaron con procesos similares.

En este sentido, podemos encontrar experiencias muy interesantes durante los años en los que la CNT consiguió multiplicar las casas sindicales, los ateneos y las cooperativas de consumo por todo el territorio. Aún así, no se trata de contar una vez más la historia de la CNT en términos macro, a través de los congresos y los grandes debates de los grandes «hombres». Tampoco intento asegurar una adscripción dogmática del sindicalismo desbordante con las siglas antes que con la experiencia. Precisamente, propongo un distanciamiento pronunciado de esa lectura burguesa de la historia en la que han caído también las izquierdas para actualizar así los gestos, las luchas cotidianas y los encuentros menores de los días sin calendario. Nos basta con entender cómo las relaciones de apoyo mutuo y los cuidados ocuparon el lugar privilegiado de la mercancía y el trabajo, y cómo fueron las socialidades insumisas del mundo obrero las que posibilitaron el desborde del anarcosindicalismo a la vez que este amplificaba la radicalidad de los barrios.

Sobre la socialidad obrera

De forma rutinaria, si una familia se encontraba en apuros, los vecinos le prestaban auxilio, bien fuese preparando comidas u ocupándose de los hijos de la pareja. Además, entre estos se organizaban también «guarderías» comunales que permitían a los residentes locales aumentar potencialmente sus ingresos. Esta reciprocidad compensaba la carencia de un salario social satisfactorio.13

Sobre la sindicalización de la vida

Los desposeídos encontraron en semejante sindicalismo agresivo el vehículo adecuado para la expresión de sus necesidades y deseos cotidianos. La Confederación quería coordinar el cambio en el ámbito nacional a través de un número de acciones basadas en las redes sociales de los barrios. Así, las tácticas de la Confederación, como los boicots, las manifestaciones y las huelgas, se apoyaron en la sociabilidad vecinal. Las asambleas sindicales eran una manifestación de la cultura callejera de la clase obrera y la solidaridad recíproca de los barrios estaba concretizada y expresada de forma organizativa en el soporte ofrecido a los sindicatos confederados14

La relación entre las socialidades insumisas de los barrios obreros y el anarcosindicalismo no fue excluyente, todo lo contrario. Aún así, hay dos elementos que debemos destacar y recuperar para el presente. Por un lado, la mayor potencia de esta relación estuvo en el desborde del comunitarismo y no en su refuerzo; por otro lado, esa multiplicidad de usajes vecinales que hicieron posible la organización confederal, arrastró la acción sindical por fuera de la fábrica y de la asamblea obrera. El desborde fue multidireccional.

Es importante señalar además que en el contexto actual el sindicalismo desbordante tiene una tarea anterior como ya hemos comentado: rastrear esas socialidades invisibles. En tanto que los barrios obreros fueron desmantelados hace mucho y las socialidades insumisas arrinconadas y aisladas en la inmensidad de la ciudad neoliberal —como veremos en el último apartado— sustituir los procesos de sindicalización desbordante —y multiplicación de vecindades— por procesos de comunitarización barrial sin más, no parece la solución en las ciudades hiperturistificadas del sur.

Estos relatos menores de insubordinación y cuidado rebelde también los podemos encontrar en las imaginativas y escurridizas formas de sindicalismo raro que surgieron en el sector de la hostelería durante la primera «colonización» de la Costa del Sol o en uno de esos comienzos del SDI de Málaga, cuando, como contaba al principio, l*s afectad*s actualizaban formas de resistencia y sabotaje sin mayor soporte organizativo. Hay multitud de ejemplos y aunque no es necesario reducir las múltiples formas de socialidad insumisa y de experimentación organizativa a la historia de los sindicalismos, el sindicalismo así, a contrapelo, nos permite actualizar las historias menores de l*s subaltern*s sin caer en debates forzados sobre el carácter «reformista» del «sindicato» y su relación imaginada con el statu quo sin contexto histórico.


Hacer barrio en la discontinuidad del territorio


Acabo con unos apuntes sobre el espacio urbano o los territorios que se componen y des-ordenan con y alrededor de estas socialidades y experiencias de autoorganización, pues es imprescindible reelaborar los mapas de la ciudad turistificada.

Al margen del debate dicotómico sobre si la organización de las experiencias de contrapoder se puede hacer en los barrios o las comunidades barriales —entendidas éstas como unidades territoriales bien definidas— o si, por el contrario, estos procesos de politización y autoorganización deben darse en espacios más específicos que después se relacionen o se desborden en relación con el barrio, aquí se plantea una cuestión anterior: la propia existencia «del barrio». Propongo desconfiar de la unidad social y política de los viejos barrios obreros que, tras varias décadas de transformación neoliberal y destrucción del tejido asociativo y vecinal —en sentido amplio— confunden la federación orgánica de los espacios de encuentro y conspiración subsistencial. Quizás, pensar los procesos de liberalización —esto es, privatización y expolio— de la vivienda y la turistificación del espacio urbano como procesos no solo de acumulación capitalista, sino también de control urbano y ordenación de la ciudad lisa nos puede ayudar a entender esto. En el cortocircuito de la vecindad como socialidad insumisa no hay solo una pérdida de conciencia de clase, sino una recomposición violenta del territorio que afecta profundamente la lucha de clases.

Aún así, no hablo de abandonar la estrategia urbana de las luchas sociales sino de pensarla con los propios procesos de socialidad y sus posibilidades de producción informal de una espacialidad viva y fuerte en la dispersión. Gerald Raunig habla de los «territorios subsistenciales», territorios bajo la ciudad —o a su alrededor— donde la gente, l*s animales y las máquinas sociales viven un*s junto a otr*s.15 También podemos llegar a reconocer con Anna Tsing la contaminación de los encuentros imprevistos propios de las economías de rescate en las ruinas de la ciudad turística-colapsada.16 Es algo que venimos recordando una y otra vez: el primer reto del sindicalismo desbordante es rastrear y cartografiar todas esas socialidades. El siguiente reto tendría que ver con el cuidado de esos brotes de socialidad insumisa y su multiplicación, pero sobre todo, con el encuentro de todos esos brotes dispersos por el territorio. ¿Cómo podemos trazar vías invisibles de continuidad afectiva que desdibujen los caminos de la mercancía y permitan nuevas formas de vecindad, espacialidad y experimentación urbana a pesar de las distancias?

Si le pasamos el cepillo a la historia una vez más, podremos ver —retomando el caso de los procesos sociales y vecinales con los que se imbricó la CNT en los años 20-30— que estas dinámicas de desborde de los límites de las comunidades barriales —como producción de una nueva forma de sindicalismo revolucionario— no son nuevas. Con todo, en el contexto de las ciudades neoliberalizadas no buscamos tanto saltar de una cierta socialidad barrial comunitaria a una sindicalización de la vida, sino algo un tanto más complejo: buscamos desbordar el sindicalismo sectorial sobre un tejido comunitario en ruinas y provocar el encuentro con esas socialidades dispersas en la discontinuidad del territorio. Para conseguirlo, necesitamos dar un paso más en la tradición de la autonomía y la construcción de instituciones propias. Necesitamos nuevas infraestructuras y espacios nacidos en medio de las luchas sindicales; puntos de apoyo para las vecindades flotantes.

Para fortalecer esos vínculos precarios, para potenciar las socialidades insumisas y su propia experimentación. Para poder repensar la espacialidad urbana y los procesos autoorganizativos como productores de mapas, el sindicalismo debe desbordar la asamblea-aislada liberando infraestructuras que tiendan a la multiplicación y no solo a la conservación.

Espacios que tengan como objetivo dar cobijo a esas socialidades y sostener en términos cuidadosos —y peligrosos— las tensiones frontales con la ciudad neoliberal. Es decir, espacios e infraestructuras que permitan la reproducción de las vidas de l*s subaltern*s poniendo la economía cooperativa de los cuidados en el centro.

Producir, en los márgenes de la representación, una materialidad dividual que haga posible y sostenible la deserción del trabajo, la familia y la propiedad. Un punto de encuentro para tod*s l*s desertor*s que tienda a devenir con las luchas y no a ser y seguir siendo en la reterritorialización.

Cruces en el camino, posadas de la revolución que no tengan mayor ambición que la de conectar y multiplicar lo que está oculto; conectar a l*s much*s dispers*s, la multitud rara.

Si «con la reterritorialización de la asamblea y la producción estratégica como conatus» los movimientos sociales y los centros de experimentación política se han plegado sobre sí en un gesto inofensivo de conservacionismo identitario y vaciamiento de sentido, los nuevos espacios del sindicalismo desbordante deben escapar de la asamblea centrífuga para devenir con las socialidades insumisas que ya desbordan la asamblea y rodean el sindicato.


Notas bibliográficas

1 Gerald Raunig, Desamblaje, Málaga, Subtextos, 2023

2 David Graeber, En deuda. Una historia alternativa de la economía, Barcelona, Ariel, 2021

3 Ellen Willis, Beginning to see the light, Minnesota, The Univerity of Minnesota, 2012

4 Daniel Machuca, “La multitud rara. Por una nueva sensibilidad de clase”, Málaga, Volante núm. 1, Suburbia, 2023

5 Isabell Lorey, Democracia en presente, Málaga, Subtextos, 2023

6 Leopoldina Fortunati, El arcano de la reproducción. Amas de casa, prostitutas, obreros y capital, Madrid, Traficantes de sueños, 2019

7 Silvia Federici, Leopoldina Fortunati, Il grande calibano. Storia del corpo sociale ribelle nella prima fase del capitale, Franco Angeli, 1984

8 David Graeber, Arte y trabajo inmaterial. Una suerte de revisión, Londres, Conferencia en el mueso Tate Britain, 2008

9 “La multitud rara”, op. cit.

10 Pablo Carmona y Nuria Alabao, “El sindicalismo social y los Centros Sociales siguen siendo imprescindibles”, Madrid, El Salto, 2021

11 Concepto que propone originalmente Sara Jiménez en el marco de las II Jornadas Políticas de Suburbia: análisis compartido sobre el estado del sindicalismo social en la ciudad de Málaga, 2023

12 Democracia en presente, op. cit.

13 Chris Ealham, La lucha por Barcelona. Clase, cultura y conflicto 1898–1937, Madrid, Alianza 2005

14 Ídem.

15 Desamblaje, op. cit.

16 Anna Tsing, La seta del fin del mundo. Sobre la posibilidad de la vida en las ruinas capitalistas, Madrid, Capitán Swing, 2021

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