Opinión
Los torturadores de la EGB

La nostalgia militante de aquel pasado colabora en la impunidad, pues oculta y dulcifica aquella crueldad como algo casi encantador y convierte a las fieras en venerables y admirados maestros en valores.

Como tantos otros niños, en mi infancia leí muchos relatos que hablaban del dolor de otros niños. Niños abandonados, niños huérfanos, niños convalecientes, niños golpeados en hospicios y escuelas. Pareciera, de hecho, que exista todo un género literario que se complace en hacer vivir a sus protagonistas infantiles las más horrendas y espantosas experiencias. Confieso, sin embargo, que entonces no me afectaban mucho, pero hoy, tantos años después, la lectura de estos textos me conmociona de un modo muy distinto.

Sospecho que el cambio es haber tenido hijos propios. Mientras mi hijo duerme, siempre destapado, con su hermoso rostro medio esbozando una sonrisa, leo David Copperfield e imagino a ese otro pobre niño abandonado de todos, en manos de su sádico profesor, Mr. Creackle, y algo se me remueve hasta el tuétano. Comprendo ahora —precisamente porque yo ya no lo soy— lo excepcionales que son los niños y siento la violencia que se ejerce contra ellos como un desgarro en el cosmos, un crimen que supera lo humano, una herida en la misma idea de la bondad.

Cuando yo tenía una edad parecida a la de David Copperfield, tuve mi propio Mr. Creackle en la figura del director de mi colegio. Aunque no le haríamos justicia si lo comparásemos con el personaje de Dickens, porque nuestro Creackle era, sin comparación posible, infinitamente peor.

Aquellos niños de padres ausentes, colocados en una situación de máximo desvalimiento, fueron las víctimas propiciatorias de situaciones casi cotidianas de violencia física y verbal

En aquel colegio los niños se dividían en dos categorías: a los que no se les podía pegar y a los que sí. Los primeros éramos los hijos de la pequeñaburguesía local, vástagos de funcionarios, empleados de banca o pequeños empresarios. Los “pegables” eran niños que provenían del medio rural o, más singularmente, los que vivían en el internado del colegio. En la novela, David Copperfield es enviado al internado precisamente para que sean severos e implacables con él. Pero el único pecado que habían cometido los niños internos de mi colegio era el ser hijos de emigrantes que deseaban para ellos la mejor educación posible.

En lugar de eso, aquellos niños de padres ausentes, colocados en una situación de máximo desvalimiento, fueron las víctimas propiciatorias de situaciones casi cotidianas de violencia física y verbal, que incluían el menosprecio permanente.

¿Qué sueños tenían para sus hijos esas personas obligadas a dejar su hogar, su patria y su familia para ganarse la vida? ¿Cómo iban a imaginar que condenaban así a aquellos niños al maltrato y al fracaso escolar? Aparece aquí algo diferente, algo radicalmente sucio que supera en ruindad a la simple violencia. Y eso que la violencia no era fácil de superar ni tenía nada de simple.

La lección continúa mientras se escucha algún sollozo entrecortado, como un tosido que se escapa sin querer. Porque en aquel colegio los niños lloran siempre en bajito, sin escándalos

El personaje del Sr. Creackle se contentaba con azotar con una vara a los alumnos que fallaban la lección, pero, tras 150 años, los métodos lectivos se van refinando. Valga un ejemplo entre tantos: un niño está en la tarima, atorado, nervioso, incapaz de resolver una ecuación. Nuestro Creackle lo coge por una oreja y le golpea la cabeza contra la pizarra una y otra vez desplegando toda la fuerza de la que es capaz. La violencia de los golpes es tal que las alcayatas ceden y el encerado, de al menos cinco metros de largo, cae al suelo con estrépito. Víctima y verdugo se quedan inmóviles, todavía con la oreja apresada. Temblando de espanto, los demás miramos los surcos que forman las lágrimas en aquella mejilla manchada de tiza.

Un profesor sorprende a un niño mirando unos cromos. Le dice: “Al pasillo”. El niño solloza, ruega: “No, no, al pasillo no”, sabiendo lo que allí ocurrirá. Todavía, agarrando la puerta, con un hilillo de voz implora: “Por favor, por favor”. Pero no hay piedad. A partir de ahí, el resto de los niños solo estamos pendientes del pasillo y sus rumores, e imaginamos a nuestro compañero absolutamente inmóvil, sin respirar, pegado a la pared, deseando atravesarla, tratando de mimetizarse con la pintura amarilla y contando cada minuto para asomarse al cabo de un rato y decir suplicante: —¿Puedo entrar ya?

Quizá esta vez se salve, quizá la clase termine y pueda volver a entrar. Pero no. Escuchamos un portazo, unos pasos poderosos que resuenan por las baldosas y sabemos que el niño está perdido. En clase se hace el silencio, mientras del pasillo llegan, a través del tabique, los sonidos de los insultos y los golpes que semejan aplausos sordos. Luego el director devuelve al niño al aula. Pasea su mirada circular, escrutándonos, pero nosotros hundimos los ojos en los libros. El niño entra sorbiéndose los mocos, con un rasponazo en la sien y dos chorretes de sangre en la nariz. La lección continúa mientras se escucha algún sollozo entrecortado, como un tosido que se escapa sin querer. Porque en aquel colegio los niños lloran siempre en bajito, sin escándalos. Suena el timbre al fin, mira la mancha roja de su camisa y gime: “¿Qué dirá mi abuela cuando la vea?”.

El profesor, en perfecta calma dice: “Déjalo dormir, que ya lo despierto yo” y continúa la clase que transcurre a partir de entonces bajo una amenaza que flota. Cuando termina, se acerca al niño dormido y, con toda la fuerza de su brazo, le asesta una hostia que lo derriba al suelo

Mi hijo duerme plácidamente a mi lado. Es la viva imagen de la inocencia, de la belleza, de la perfección del ser humano. Recuerdo entonces a Ángel, tiene 8 años y se ha quedado dormido en clase. Su compañero de pupitre lo delata, porque en el centro se promueve la delación. El profesor, en perfecta calma dice: “Déjalo dormir, que ya lo despierto yo” y continúa la clase que transcurre a partir de entonces bajo una amenaza que flota. Cuando termina, se acerca al niño dormido y, con toda la fuerza de su brazo, le asesta una hostia que lo derriba al suelo. Ángel se despierta, confuso, mirando al mundo sin comprender. Tiene sin duda algún problema cognitivo y serias dificultades para el aprendizaje; a veces, cuando le preguntan algo, se queda mirando al infinito, absorto, como si estuviese en un lugar remoto e inalcanzable. El lugar donde quizá se refugia de los golpes cotidianos y del grito de “¡subnormal!”.

A veces, la violencia física tiene su prólogo en lo que llamamos “los juicios”. El director interrumpe una clase durante tiempo indefinido tratando de aclarar una serie de crímenes absurdos: alguien ha robado una calabaza en el campo vecino, otros han tirado piedras desde un muro. Pasea teatralmente, como un maestro de escena, se regodea, disfruta burlándose de uno o de otro y despertando las nerviosas risas de hiena de los que, en ese momento, no somos aún las víctimas de sus insultos aunque lo seamos más tarde. Los niños de papá nos libramos de las palizas, pero no del escarnio, de los motes y de las humillaciones. Los juicios pueden durar horas interrogando a uno o a otro a la caza de nuevos delitos igualmente insignificantes. Cuando no encuentra al culpable, obliga a que cada alumno escriba un nombre en un papel, lo sepa o no. Quizá como homenaje a la naciente democracia, las condenas se ejecutan por sufragio universal.

Cada uno, así, vive el terror a su manera e incluso aplicadas niñas de sobresaliente sufren episodios de anorexia nerviosa los domingos, cuando la hora de volver a las clases se acerca. ¿Qué puede mover a un adulto de cuarenta y pocos años a enseñarse así con unos niños? ¿Qué patología anida ahí? Hoy aún no lo entiendo.

Un apartheid clasista

Aquella fue mi EGB. Una EGB que funcionaba como una verdadera criba social donde los niños de estratos socioeconómicos medios o altos, superaban los niveles educativos casi sin querer y el resto encontraba barreras infranqueables. En mi colegio, los niños del casco urbano, y similar posición socioeconómica, teníamos nombre: Jorge, Jacobo, Salva... mientras que a los niños de extracción rural se les llamaba por el apellido: Manteiga, Godoy, Mosquera... Y, puesto que nosotros no éramos conscientes de la verdadera razón para ser indultados de la violencia física, juzgábamos que, si no se nos pegaba, sería porque éramos mejores que aquellos a los que sí. Nada más natural que fuésemos escalando en el sistema educativo y los otros tuviesen su acceso vedado. Toda la vida habíamos oído que eran burros, imbéciles, y su fracaso nos lo confirmaba.

De cuando en cuando leo nostálgicas exaltaciones de aquellos años, según las cuales entonces éramos personas más tolerantes con los demás. Y fruto de esa tolerancia era la libertad para expresarse sin temor a la “censura social” de lo correcto que hoy padecemos. Habíamos sido educados con “valores” y los niños teníamos educación y respeto. Esa nostalgia fabulada evoca una sociedad que se recuerda como más humana, más espontanea, comunitaria y de relaciones sociales más abiertas.

Mi amigo Javier contaba, incluso con cierto orgullo, que a él su padre le pegaba con la goma del butano. Los nostálgicos evocan esa “zapatilla” con cariño

Por el contrario, en cada cumpleaños, primera comunión, en cada pelea en la calle, el clasismo, la aporofobia y la organización social por niveles de renta estaban completamente naturalizados. En la calle podías jugar con unos, pero a tu casa entraban otros. Y las situaciones de pobreza convertían a los niños en poco menos que apestados a los que había que rehuir como si tuviesen algo contagioso.

La violencia estaba normalizada y no era raro ver a padres dando alguna bofetada a sus hijos por la calle. Ya en casa, eran generalizados los castigos con tandas de cintazos o zapatillazos. Mi amigo Javier contaba, incluso con cierto orgullo, que a él su padre le pegaba con la goma del butano. Los nostálgicos evocan esa “zapatilla” con cariño. De nuevo miro a mi hijo dormido: ¿cómo podría pensar que marcarle los muslos con un cinto puede ayudarle en su desarrollo humano? Sin embargo, constantemente vemos a adultos, con ese tono perezrevertiano, ufanándose de los golpes recibidos en la escuela o en el hogar, como si estos hubiesen sido los sólidos cimientos sobre los que se construyó su personalidad.

La tan cacareada tolerancia de entonces tenía más que ver con la uniformidad social que con los buenos sentimientos. Es fácil ser tolerante con los iguales, pero las pocas excepciones a la norma se castigaban severamente. En mi barrio vivía un niño testigo de Jehová. Se llamaba Constantino. Constantino solía aparecer montado sobre una bicicleta destartalada, oxidada y con unos andrajos de goma por llantas. La barahúnda de su vehículo anunciaba su llegada e inevitablemente era recibido con burlas, golpes y desprecios, pues era hereje y, encima, pobre. En uno de mis recuerdos más penosos, veo a la jauría del barrio arrojando la triste bicicleta de Constantino a una zanja que hacía de pozo negro y al niño tratando de sacarla —no tenía otro juguete— de aquel cieno pestilente. Sabíamos que nadie nos castigaría por eso. Por qué volvía una y otra vez con el resto de los niños para ser zaherido es algo que no me explico pero, por otra parte, ¿a dónde iba a ir si no?

Por supuesto, exhibir públicamente la homosexualidad hubiese sido un absoluto suicidio. Pero ni siquiera hacía falta llegar a eso. Tuve un compañero que mostraba cierto amaneramiento en sus gestos y, además, se llamaba Pastor. Pastor pasó toda su adolescencia padeciendo burlas diarias y, lo que es peor, sometido a un aislamiento de facto porque, hablar con Pastor, acercarse a Pastor, incluso rozarse casualmente con él, era motivo de ácidas chanzas. Aquel niño estaba incomunicado en el sentido más absoluto del término.

Lo público nos salva

De cuando en cuando alguna sentencia condena a un padre por darle un cachete a su hijo con penas que a veces nos sorprenden. Suenan entonces las voces nostálgicas que se escandalizan por tales excesos y añoran el respeto a los mayores y la disciplina. Pienso en todos aquellos compañeros míos, tan asiduamente golpeados, expulsados del sistema educativo tras ser aniquilada su autoestima y me pregunto cuántos miles de niños hubiesen tenido otras vidas de haber existido una legislación que protegiese su integridad física y moral.

Mi compañera de entonces D., dice que la llegada al Instituto fue como una epifanía pues descubrió que la educación podía ser fastidiosa o ilusionante, pero no necesariamente aterradora. Lo público nos salvaba de la arbitrariedad y de los abusos. Introducía normas iguales para todos que hacían cumplir funcionarios públicos a los que tu extracción social les era indiferente.

Lo público hubiese salvado también a mis compañeros. Le hubiese dado profesores de apoyo, adaptaciones curriculares a los que lo necesitaban y proporcionado a Ángel un diagnóstico y profesionales adecuados a sus necesidades. Ese conservadurismo nostálgico de la EGB también denosta el sistema educativo actual que, a su juicio, regala los aprobados y reniega del esfuerzo. Me pregunto si añoran aquella alternativa de humillación, desamparo y desatención que sufrían los niños que no tenían un soporte socioeconómico suficiente que los arropara.

Ivan Karamazov, el personaje de Dostoyevsky, prueba la inexistencia de Dios con un argumento basado en los crímenes contra los niños. A juicio de Iván, estos crímenes sobrepasan la escala humana y son tan atroces que, por ello, se vuelven imposibles de castigar. Es decir, no hay castigo que pueda ser proporcionado al delito. Por pura lógica, si no se pueden castigar, menos aún se pueden perdonar. Entonces, si ese Dios los permitió, si no hay castigo que pueda equilibrar el daño ni perdón posible..., ese Dios no existe.

El sueño de la nostalgia produce monstruos

Ausente Dios, nos queda la ley. Nos quedan los servicios públicos, la protección social y ese pensamiento de lo “políticamente correcto” tan denostado, que entre otras cosas, hace que toda aquella barbarie sea ya impensable, que aquellas personas se considerasen hoy delincuentes y sus actos, merecedores de condenas de cárcel. Pero entonces, toda aquella violencia, aquel apartheid social quedó impune y aún gozan los verdugos del prestigio de su comunidad, enterradas sus víctimas en el olvido. Ningún castigo hubiese sido suficiente y ningún castigo sufrieron.

La nostalgia militante de aquel pasado colabora en la impunidad pues oculta y dulcifica aquella crueldad como algo casi encantador y convierte a las fieras en venerables y admirados maestros en valores. Así, el sueño de la nostalgia produce monstruos.

El sueño de mi hijo a veces se sobresalta. Quizá está soñando también con monstruos, dragones de tres cabezas y otros que solo conoce su fantasía. ¿Con qué monstruos soñaban aquellos niños humillados y ofendidos? A nadie le importa. Nadie vela su sueño, nadie calma sus pesadillas.

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